Sábado, 28 de abril de 2007 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
El gasto público no se ha desbordado. El excedente fiscal es más que suficiente en relación con los compromisos de deuda próximos que deberá hacer frente el Estado. El superávit sigue en la línea del 3 por ciento del Producto Interno Bruto, registrando así cinco años de un sobrante exagerado, resultado inédito para la historia económica argentina y que debería ser una fiesta orgásmica para la ortodoxia. Incluso existe un fondo anticíclico por la friolera de 7000 millones de pesos. Los ingresos tributarios crecen por encima de las previsiones más optimistas de los funcionarios. El mayor incremento del gasto se concentra en inversión pública y en seguridad social, en especial en pagos a jubilados. La reforma previsional, que a esta altura ya tiene un piso de traspaso al régimen de reparto de 2,5 millones de trabajadores, implicará abundantes ingresos adicionales al Tesoro. ¿Cuáles son, entonces, los motivos de alarma de los economistas profesionales sobre la evolución del gasto público? ¿Por qué la mayoría de los medios de comunicación repiten a coro esa insólita preocupación? Puede ser por la sensibilidad adquirida de décadas de déficit y endeudamiento creciente. También puede ser por la particular sensibilidad de considerar un gasto improductivo el destinar recursos para 1,7 millón de ancianos que no tenía ninguna cobertura y a partir de la moratoria recibirán una jubilación mínima. O puede ser por la sensibilidad de adictos compulsivos que sienten que ninguna dosis es suficiente en materia fiscal. Descartada la ignorancia porque son estudiosos obsesivos de las cuentas públicas, el temor expresado por gendarmes de la ortodoxia se explica, en gran medida, por la ya abandonada, en casi todos los países y por economistas respetados a nivel mundial, ideología del Estado mínimo.
Un Estado con dinero y que lo gasta es un peligro, sostienen. Y si esa plata es para hacer “populismo”, como pagar más jubilaciones, construir viviendas y caminos o aumentar subsidios al transporte para evitar un alza del boleto de tren o colectivos que afectaría el ingreso de los sectores más vulnerables, peor. Es un debate que, en realidad, está atrasado, por lo menos, diez años. Las ideas modernas sobre el rol del Estado en la economía son superadores del modelo desarrollista de los años ’50 y ’60 y del esquema ortodoxo de los ’80 y ’90. En Argentina todavía se sigue discutiendo sobre cuestiones que ya han sido saldadas por análisis teóricos como por estudios empíricos. Los países exitosos, como gustan definir las grandes organizaciones que reúnen a banqueros y empresarios poderosos, son los que su sector público tiene más participación en el Producto Interno Bruto. En el último informe trimestral del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda) se presentó un interesante cuadro, elaborado en base a organismos de estadísticas y bancas centrales de cada país, que ordena a un grupo de países según el peso del Estado en la economía. Suecia está al tope de ese ranking, con el 29,9 por ciento de participación del sector público (consumo más inversión) en el PIB, completando el podio Australia, con 26,3, y Japón, con 22,8. En el otro extremo se ubica Paraguay, con un Estado que colabora con apenas 7,3 por ciento del PIB, seguido por México, con 9,8, y Uruguay, con 13,4 por ciento. Argentina está ubicada cerca de este último, con el 14,3 por ciento. Resulta esclarecedor comparar ese primer lugar de Suecia con la tabla Distribution of income or consumption del World Development Indicators –2006– preparado por el Banco Mundial, presentada por esta misma columna en la edición del 31 de marzo pasado. Suecia también está en el primer lugar en el ranking de país más igualitario del mundo según la medición por brecha de ingresos y por el coeficiente de Gini. Y como indicador de la importancia del rol del Estado en la economía, otro estudio del Banco Mundial (Reducción de la Pobreza y Crecimiento) revela que la distribución del ingreso en Suecia empeora bastante si no se considera la intervención del Estado. También en ese mismo artículo se mencionó que el Gini sueco sin la injerencia del sector público trepa de niveles de 0,25 a 0,40.
Después de la Segunda Guerra Mundial la idea predominante era que la principal responsabilidad del Estado era acelerar la industrialización, como así también apoyar la modernización de la agricultura y la provisión de la infraestructura indispensable para la urbanización. Fue la primera ola sobre el rol del Estado. Ese lugar de sujeto central de las transformaciones económicas y sociales, luego de alcanzados ciertas metas en ese sentido, empezó a ser criticado a partir de las restricciones que enfrentó para superar sus propias limitaciones en un mundo que fue cambiando. Cobraron relevancia las teorías minimalistas que insistían en limitar los alcances del Estado, acompañadas con las recetas económicas ortodoxas sobre el ajuste estructural. Fue la segunda ola. El desastre en términos sociales y económicos provocado por la implementación de ese programa llevaron a replantear otra vez el papel del Estado. Apareció, entonces, la tercera ola. Una característica de esa etapa, que comenzó a plasmarse a mediados de la década pasada y, con retraso, se acercó a estas playas luego de la crisis 2001/2002, reside en asignar un espacio relevante a la capacidad del Estado. Esta no sólo “en el sentido de la pericia y de la perspicacia de los tecnócratas que lo integran, sino en el sentido de una estructura institucional perdurable y eficaz”, explica Peter Evans, de la Universidad de California, Berkeley. En un documento publicado en Desarrollo Económico (enero-marzo de 1996), “El Estado como problema y como solución”, Evans sostiene que “guste o no guste, el Estado tiene una función central en el proceso de cambio estructural, aun cuando dicho cambio se defina como un ajuste estructural. El reconocimiento de este papel central retrotrae, inevitablemente, a las cuestiones vinculadas con la capacidad del Estado”. Agrega que no se trata meramente de saber identificar las políticas correctas, sino que, precisa, “la aplicación consistente de una política cualquiera, ya sea que apunte a dejar que los precios ‘alcancen su nivel correcto’ o el establecimiento de una industria nacional, requiere la institucionalización duradera de un complejo conjunto de mecanismos políticos”.
Evans destaca que los ejecutores de las políticas públicas como los teóricos pueden verse beneficiados por la “tercera ola” de ideas acerca del Estado y el desarrollo. “Los datos comparativos abonan una posición más centrada en la capacidad del Estado como factor importante en la elección de políticas y resultados”, afirma, para indicar que “la capacidad transformadora requiere una mezcla de coherencia interna y de conexiones externas, a la que puede denominarse autonomía enraizada”. Extrae como conclusión, entonces, que la primera y evidente lección en ese contexto es que hay escasez y no exceso de burocracia. Pero advierte que “un desempeño deficiente socava la legitimidad y torna dificultoso reclamar los recursos necesarios para el aumento de la capacidad”.
Esas virtudes y desafíos expuestos en forma sintética de la corriente actualmente predominante sobre el Estado y desarrollo, que el Gobierno de Néstor Kirchner busca transitar –muchas veces con éxito–, se desvían, por caso, en la bochornosa intervención del secretario de Comercio, Guillermo Moreno, en el Mercado Central. La imprescindible intervención del Estado en la formación de precios en mercados concentrados, informales y desequilibrados necesita de una burocracia con “pericia y perspicacia”, así como “una estructura institucional perdurable y eficaz”, como señala Evans. Nada de esa sensibilidad muestra Moreno y las patotas que operan en el Mercado Central, que obligaron a un economista capaz e identificado con el kirchnerismo, Ricardo Angelucci, a renunciar a la conducción como representante de la Provincia de Buenos Aires, por oponerse al manejo violento de ese centro concentrador de frutas y verduras. Aprietes a puesteros, productores y funcionarios terminan beneficiando en la práctica a las grandes cadenas de supermercados tras el objetivo de evitar la registración de un alza en el rubro frutas y verduras en la planilla del índice de precios al consumidor.
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