Viernes, 4 de abril de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Sergio Kiernan
Robert Mugabe, el eterno presidente de Zimbabwe, fue visto ayer en televisión por primera vez en una semana. Estaba bien acompañado por el ex presidente de Sierra Leona Ahmed Tejan Kabbah, que vino con el grupo de observadores africanos a las elecciones del sábado. Kabbah no sólo no le preguntó a su anfitrión por qué el fraude había sido tan abierto y por qué todavía no se habían publicado los resultados de la votación, sino que lo elogió con surrealismo. “Zimbabwe le está dando un ejemplo democrático al mundo”, dijo sonriente.
Mugabe tiene 84 años y está terminando su vida política de un modo vergonzoso. En 1980 fue el padre de la patria, el hombre que trajo paz a la última colonia británica en Africa y negoció la primera salida pacífica a un conflicto con una casta blanca decidida a dar combate. Nelson Mandela parece haber borrado la memoria de que fue Mugabe el primero en volver de la cárcel y el exilio para perdonar a sus opresores y ofrecerles un lugar en el nuevo país. Claro que Mandela gobernó un turno y se fue corriendo, casi asfixiado por el poder, mientras que Mugabe ya lleva 28 años en el trono y está matando a su país antes que aflojar. Eso sí que hace una diferencia de imagen.
Las primeras elecciones que ganó Mugabe no resultaron muy cuestionadas. A poco de asumir por primera vez había ordenado la masacre de decenas de miles de opositores en Matabeleland, en el seco oeste del país, pero la tremenda originalidad de tener ministros blancos en el gabinete lo protegía de toda mancha. Zimbabwe florecía y prosperaba, y era un ejemplo para cerrarles la boca a los racistas que auguraban un desastre en Sudáfrica si los blancos perdían el poder absoluto.
Pero los líderes como Mugabe tienen problemas serios en entender que el llano hecho de estar años y años al frente desgasta al más pintado. Para los noventa, el “Camarada Presidente Bob” tenía que hacer fraude para mantener su mayoría absoluta en el Parlamento y seguir mostrando que ganaba elecciones por porcentajes norcoreanos. En 2000, la rebelión era abierta y el repertorio de chicanas se agotaba: Mugabe comenzó a reprimir con todo, la tortura fue lo único que florecía y los granjeros comerciales, convenientemente blancos, pasaron a ser pintados como agentes del imperialismo británico que “agitaban a las masas contra la revolución”. Esta excusa costó sangre, liquidó el sector exportador del país e hizo ricos a los generales y burócratas que se quedaron con las mejores tierras y casas.
Zimbabwe es hoy uno de los países más pobres del planeta. La inflación de 2007 cerró en 100.000 por ciento, el desempleo en 80. Los estatales recibieron en marzo un aumento del 500 por ciento, con lo que un sueldo medio oficial alcanza para tomar dos colectivos por día. La miseria y devastación del país son inimaginables. Una cuarta parte de la población ya se fue, por lo que uno encuentra a los médicos de Zimbabwe vendiendo cigarrillos en los kioscos de Ciudad del Cabo o lavando autos en Port Elizabeth. Los mejores hospitales del continente son cáscaras mugrientas donde no hay ni aspirinas.
La crisis es tal que ni el miedo ni las urnas robadas alcanzaron para ganar la elección. Mugabe tuvo que aceptar por primera vez que los votos se contaran en cada lugar de votación –como ocurre en Argentina y en cualquier democracia medianamente competente– y que los resultados se escribieran en un papelito para pegar en la puerta. Así fue que la oposición liderada por Morgan Tsvangirai pudo hacer sus cuentas y proclamarlo ganador. Mugabe tuvo que aceptar que perdió las parlamentarias –99 diputados para Tsvangirai, 97 para él, 11 para los independientes–- pero se niega a admitir que perdió las presidenciales.
Los días pasan y el gobierno guarda silencio. Mugabe va a presidir hoy la reunión del presidium de su partido, el ZANU-PF, y todos esperan a ver qué dice. Una opción es que se invente una segunda vuelta entre Tsvangirai y un candidato oficialista que no sea el dictador, cosa de poder decir que él nunca perdió. Otra, publicada por los diarios sudafricanos, es que se niegue la presidencia a Tsvangirai pero se evite con un gobierno de transición un golpe militar y una guerra civil. Al parecer, los comandantes del Ejército, Constantine Chiwenga, y de la Fuerza Aérea, el feroz Perence Shiri, querían dar el golpe, pero los jefes de la policía y la inteligencia, junto a varios ministros y oficiales más jóvenes, los frenaron. Shiri y Chiwenga son duros entre otras cosas porque les deben demasiadas vidas a la Justicia y no quieren averiguar si serán juzgados.
Mugabe podría terminar sus días en un exilio interno o, si Tsvangirai logra la presidencia, se irá a Malasia, país amigo donde ya tiene una espectacular mansión y varios millones en cuentas seguras.
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