Domingo, 31 de agosto de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Su paso por Colombia causó un revuelo. El presidente, la Corte Suprema y las FARC escucharon sus sugerencias para evitar acciones penales en el tribunal más mediático del mundo.
Por Santiago O’Donnell
El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya armó un revuelo esta semana en Colombia con su visita de cuatro días. Empezó con el presidente de ese país, Alvaro Uribe, visiblemente nervioso, declarando ante los medios que la oposición quería que La Haya lo metiera preso y que la Corte Suprema había armado un complot para derrocarlo. Al día siguiente el fiscal visitante, el argentino Luis Moreno Ocampo, apareció impecablemente trajeado en una entrevista con la cadena CNN, donde dijo con una leve sonrisa: “Que las víctimas se queden tranquilas: si la Justicia colombiana no actúa, lo haremos nosotros.”
Al día siguiente el fiscal y su acompañante, el reputado juez español Baltasar Garzón, viajaron a la selva para presenciar las exhumaciones de fosas comunes encontradas tras la confesión de un paramilitar apodado “H. H”. Según había anunciado el gobierno antes de la visita del fiscal, “H. H.” será extraditado a Estados Unidos dentro de cuatro meses para enfrentar cargos por narcotráfico. “Esperamos que H. H. no sea extraditado”, declaró esa tarde el fiscal.
Al día siguiente los diarios colombianos titularon con más declaraciones del fiscal, que aprovechó los micrófonos y los grabadores para aclarar que no sólo se interesaba por los casos de los paramilitares y los parapolíticos. Advirtió que también investigaba a los guerrilleros de las FARC y sus contactos políticos, sobre todo en Venezuela, pero también en Ecuador, España y Dinamarca.
Al otro día el fiscal se despidió de Colombia con la promesa de contar todo lo que vio en un informe de próxima publicación, no sea cosa de que se relajen en la Casa de Nariño, la sede del gobierno uribista.
El fiscal dice que viajó a Colombia porque ese país es, junto con el Congo y Uganda, el que más víctimas civiles de un conflicto armado tuvo en los últimos años. Más de 5000 desde el 2002. La CPI tiene el mandato de juzgar violaciones graves a los derechos humanos, siempre y cuando esas violaciones no sean juzgadas en el país donde ocurren. Esos crímenes graves son imprescriptibles y no pueden ser perdonados ni amnistiados. Están tipificados en el Tratado de Roma sobre el genocidio, aprobado por las Naciones Unidas en 1957. El tratado es la Carta Magna que rige la aplicación de los derechos humanos a nivel internacional.
El fiscal de la CPI tiene dos funciones. Por un lado debe ayudar al poder judicial de los países donde ocurren esos crímenes para que castiguen a los máximos responsables de las atrocidades. Es la vía más expeditiva de impartir justicia, porque La Haya no puede investigar todas las masacres que ocurren en el mundo.
Pero cuando no es posible impartir justicia por vía de los jueces locales, ya sea porque la justicia local es demasiado débil o porque los responsables de las masacres son demasiado poderosos, entonces el fiscal debe asumir la segunda función que tiene: la de abrir casos y llevarlos ante el tribunal de La Haya. El tribunal fue creado en 1998 para hacer cumplir el Tratado de Roma, y su competencia es reconocida por casi todos los países del mundo, con la notoria excepción de los Estados Unidos.
Hasta ahora la corte penal de La Haya nunca abrió un caso en América latina. En cambio existe otra corte internacional de derechos humanos, la llamada corte de Costa Rica, que sí juzgó muchos casos en todos los países de la región. Así como los de la corte de La Haya son de cumplimiento obligatorio para los países de la región, también lo son los de Costa Rica, que depende de la Organización de Estados Americanos.
Pero existe una diferencia importante entre las dos cortes. Mientras la de Costa Rica sólo acciona contra estados, la de La Haya sólo lo hace contra individuos. La corte de Costa Rica ha condenado varias veces al Estado colombiano por su responsabilidad en masacres perpetradas por los paramilitares, y ha ordenado reparaciones. Pero el impacto mediático de la corte de La Haya es mucho mayor porque le pone cara, nombre y apellido a los culpables y los castiga con penas de cárcel. Ese impacto se multiplica cuando el fiscal maneja un alto perfil, como es el caso de Moreno Ocampo, el ex fiscal adjunto del juicio a la juntas argentinas. Mucho más cuando el fiscal se hace acompañar, como hizo esta semana, por un juez de alto perfil y gran predicamento dentro del movimiento de los derechos humanos, como es el caso de Garzón. Al fiscal de La Haya le gusta pensar que su poder, si se usa bien, sirve para meter miedo. Busca asustar a los que protegen a los criminales, dice él, para no caer en sus garras.
Colombia tuvo decenas de miles de víctimas civiles en los últimos años a causa de una guerra que lleva décadas y que involucra a fuerzas paramilitares, guerrilleras y del Estado, todas ellas cruzadas por el narcotráfico. La guerrilla viene sufriendo duras derrotas políticas y militares. El ELN casi dejó de operar y las FARC se han replegado a los sectores rurales más remotos.
Queda la fuerza paramilitar desatada por el Estado en los ’80, que tuvo su apogeo en los ’90 y que volvió a reciclarse en los últimos años. Los paramilitares son responsables por la gran mayoría de los aproximadamente 30.000 muertos y desaparecidos civiles que ha padecido Colombia desde que se inició el conflicto.
En el 2004, cerca de 20.000 paramilitares aceptaron deponer sus armas y ajustarse a derecho a cambio de una ley que les garantiza penas de cárcel de no más de ocho años. Esa ley, que se llama de Justicia y Paz, obliga a los paramilitares a confesar sus crímenes, colaborar en la recuperación de los cadáveres, pagar reparaciones a sus víctimas y suspender sus actividades delictivas a cambio de la reducción de penas.
Según declaró Garzón esta semana, la ley de Justicia y Paz está al filo del standard internacional. Esto es, el Tratado de Roma no permite indultos ni amnistías, ni abiertas ni encubiertas. Y aunque el tratado no establece penas mínimas, condenar a un paramilitar que confiesa miles de asesinatos a tan sólo ocho años de cárcel se parece demasiado a una amnistía encubierta.
Según el criterio de las organizaciones de las víctimas en Colombia, compartido por Moreno Ocampo y Garzón, el contexto en que se aprobó la ley de Justicia y Paz hace que sea apenas aceptable para el derecho internacional. Ese contexto incluye una situacion de guerra y la existencia de miles de desaparecidos.
La ley no provee mucho castigo, pero cumple en otros aspectos que hacen a un acto de justicia: provee verdad (información sobre los desaparecidos), reparación (resarcimiento para las víctimas) y seguridad (se desarticula un conflicto armado).
Pero ese mismo contexto hace que la ley de Justicia y Paz sea un instrumento vulnerable. Si la ley no se cumple a rajatabla, no alcanza el standard internacional y debe actuar un estamento superior que en este caso sería el tribunal de La Haya. Si los paramilitares no confiesan, si esconden sus bienes y si continúan sus actividades delictivas desde la cárcel, entonces no sirve.
Todo eso viene sucediendo en mayor o menor medida en Colombia en los últimos meses. Pero también se han obtenido testimonios valiosos, suficientes como para meter presos a treinta parlamentarios colombianos, casi todos aliados del presidente, por sus vínculos con los paramilitares.
Diez días antes de viajar a Colombia, el fiscal de La Haya hizo pública una carta a Uribe en la que le señala sus dos preocupaciones principales.
Una es que los jueces colombianos parecen reticentes a juzgar a los políticos vinculados con los paramilitares por crímenes de lesa humanidad, optando en cambio por la figura de un crimen común, “concierto para delinquir”.
Pero según el Tratado de Roma, el alcance de los crímenes de lesa humanidad no se limita a los autores materiales e intelectuales. El artículo 253, inciso C, dice que “son penalmente responsables quienes faciliten la comisión del crimen o suministren los medios para su comisión”.
El fiscal de La Haya usó su visita a la Corte Suprema para convencer a sus miembros de que se hace evidente la necesidad de investigar a los políticos, especialmente algunos casos emblemáticos, por presuntos crímenes de lesa humanidad.
También habló con el fiscal general colombiano, Mario Iguarán, que recientemente abrió una investigación contra la multinacional Chiquita Brands, y habría obtenido la promesa de hacer lo mismo contra otras empresas extranjeras vinculadas con el paramilitarismo, como la Drummond y la Coca-Cola.
El otro tema que mencionó el fiscal en su carta abierta para Uribe es todavía más espinoso. Hace tres meses el presidente colombiano extraditó a los 15 principales jefes paramilitares a Estados Unidos para ser juzgados por narcotráfico, diezmando de hecho el proceso de justicia y paz. Uribe dijo que lo hizo porque los jefes seguían cometiendo delitos desde la cárcel, porque alcanzó un acuerdo con los Estados Unidos para que sigan declarando en las causas colombianas y porque los paramilitares siguen sometidos a la ley de Justicia y Paz y eventualmente deben volver a Colombia.
La decisión de Uribe causó furor porque lo hizo sin avisar a la Justicia ni a las víctimas, porque lo hizo violando varias leyes y porque el supuesto acuerdo alcanzado con Estados Unidos no figura en ningún papel conocido hasta el momento. Es más: ningún funcionario de Estados Unidos ha reconocido la existencia de semejante acuerdo. En el Departamento de Estado explican que sólo los jueces o los fiscales pueden acordar condiciones de extradición, porque el Poder Judicial actúa de manera independiente.
Tampoco se sabe ni cuándo ni donde van a declarar los extraditados ni por qué lo harían, ya que uno de los principales incentivos de la ley de Justicia y Paz era evitar la extradición a Estados Unidos, donde las penas por narcotráfico superan holgadamente las que los paramilitares negociaron en Colombia. En este escenario, nadie puede garantizar que los paramilitares se conviertan en agentes encubiertos o testigos protegidos y no vuelvan a su país nunca más. Mientras tanto, la mayoría de procesos en Colombia se ha paralizado, a falta de los testimonios de los principales imputados.
La Corte Constitucional y la fiscalía general de Colombia no compraron los argumentos legales de Uribe para extraditar a los paramilitares. Argumentaron que según la ley de Justicia y Paz, si los paras siguen delinquiendo en la cárcel, deben ser separados del proceso y juzgados por la Justicia ordinaria. Dijeron que, según la ley, extraditarlos a Estados Unidos no es una opción, y que en todo caso corresponde a la Justicia y no al gobierno determinar cuáles paramilitares se ajustan al proceso y cuáles no. También señalaron que los crímenes de lesa humanidad tienen precedencia sobre los de narcotráfico porque Colombia es signatario del Tratado de Roma, y que las víctimas colombianas tienen precedencia sobre las víctimas estadounidenses, que es lo mismo que decir que hay que ocuparse de los desaparecidos en Antioquia, antes que cumplir con consumidores de crack en Nueva York.
La Corte Suprema colombiana avaló las extradiciones. Pero antes encarceló a Mario Uribe, primo hermano y estrecho colaborador del presidente, a quien la Corte vinculó con crímenes de paramilitares. El primo Mario fue excarcelado cuatro meses más tarde por el vicefiscal general, un hombre muy vinculado con el gobierno. El vicefiscal se ha caracterizado por ordenar la libertad de varios políticos comprometidos, contradiciendo decisiones adoptadas por la Corte Suprema. Uribe aprovechó la liberación de su primo para acusar de complot al tribunal supremo.
El acusador del primo Mario es Salvatore Mancuso, uno de los paramilitares extraditados. A través de su abogado, Mancuso hizo saber que quiere ampliar su testimonio, pero nadie le toma declaración.
El fiscal de La Haya reconoce que el sustento legal de las extradiciones es endeble, pero cree que hubo razones políticas atendibles para llevarlas adelante. Está convencido de que la violencia disminuyó notablemente desde que se fueron a Estados Unidos, lo cual demostraría que los extraditados seguían ordenando crímenes desde sus celdas. También piensa que en algunos casos los paramilitares usaban sus testimonios para sacar ventajas políticas, ya que cada acusación contra un importante miembro del gobierno, aún antes de ser comprobada, causaba un terremoto en los medios. Más allá de los méritos del caso, el fiscal dice que intenta actuar de la mejor manera ante un hecho consumado. Por eso hace saber sus deseos de que los acuerdos alcanzados, si es que los hubo, se hagan explícitos, y si no los hubo, que el gobierno colombiano haga lo necesario para alcanzarlos, aunque sea caso por caso. También dice que hace todo lo posible para que el gobierno no extradite a nadie más por lo menos hasta que terminen sus confesiones, sobre todo en un caso como el de “H.H.”, el paramilitar que localizó las fosas comunes que el fiscal visitó.
El otro tema que interesa al fiscal, aunque no lo mencionó en su carta, es el de los crímenes de la guerrilla, sobre todo la estructura de apoyo internacional que supuestamente los facilitó. En el último día de su visita, el fiscal se reunió con los representantes de la delegación local de Interpol para interiorizarse sobre los contenidos de la computadora secuestrada en el campamento ecuatoriano del líder guerrillero Raúl Reyes, que murió en marzo durante un ataque del ejército colombiano. La entrevista sirvió para cruzar datos que el fiscal viene recibiendo del gobierno colombiano, y que el juez Garzón ya utilizó para detener a una supuesta colaboradora de la guerrilla en España, liberada al día siguiente por una cámara de apelaciones.
El criterio que utiliza el fiscal para imputar crímenes de lesa humanidad a organizaciones guerrilleras como las FARC es distinto del que prevalece en la Argentina y gran parte de América latina. Aquí, siguiendo la doctrina de juristas como David Luban, se interpreta que es el contexto lo que separa a un crimen común de un crimen contra la humanidad. Por lo tanto, la participación del Estado o de una organización con funciones de Estado y control territorial es una condición necesaria para que un crimen sea considerado de lesa humanidad.
En cambio, el fiscal de La Haya pone el eje en la duración e intensidad de las violaciones a los derechos humanos. Favorece un lectura más literal del Tratado de Roma, que define al crimen de lesa humanidad como “ataque masivo y sistemático a la población civil”.
En todo caso la línea de investigación que involucra a las FARC le sirve al fiscal para mantener el equilibrio en la escena internacional, donde ya apostó fuerte al pedir la captura del presidente en funciones de Sudán. Esa medida provocó la reacción de China y de casi todos los países africanos, que lo acusan de desestabilizador, y de un grupo de juristas europeos, que lo acusan de poner en riesgo la credibilidad del tribunal con medidas sensacionalistas.
Más allá de este antecedente, es poco probable que el fiscal solicite la captura del presidente colombiano en las condiciones actuales. Dice que hasta ahora no ha visto ni una prueba que lo vincule con los crímenes de los paramilitares.
Ni siquiera se puede dar por cierto que abrirá casos en Colombia. A diferencia de otros países en los que sí presentó denuncias penales, como el Congo y Uganda, el fiscal cree que en Colombia existen instituciones sólidas. Destaca que el nivel de aprobación de la actuación policial en ese país ronda el setenta por ciento, un índice impensable en varios vecinos de la región, incluyendo la Argentina. Recuerda que hace pocos días un fiscal de provincia no dudó en destituir a un colega, hermano del ministro del Interior, cuando se comprobaron sus nexos con los paramilitares.
Pero no entiende algunas actitudes de Uribe, como sus extradiciones intempestivas o sus ataques no fundamentados contra la Corte Suprema o sus maniobras para perpetuarse en el poder.
A juzgar por ese comportamiento, daría la impresión de que el presidente hizo algo que quiere esconder, pero al fiscal de La Haya no le consta.
Cree que se puede trabajar con Uribe, aunque no sea fácil, y que por ahora un buen susto alcanza para encarrilar el proceso. Le gusta hacerse el cuco. Por eso viajó a Colombia con su arsenal mediático. Lo demás está por verse.
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