EL MUNDO › OPINION

La “invasión” consentida

 Por Fernando Krakowiak

En noviembre tuve la oportunidad de visitar Puerto Príncipe durante diez días y lo que más me llamó la atención no fueron los pobres sino los ricos que viven en Haití y suelen pasar desapercibidos en la mayoría de las crónicas periodísticas. En el imaginario social que esos relatos ayudan a construir, Haití es sinónimo de hambre y desolación, pero su característica más distintiva no es la pobreza sino la desigualdad, lo que deja entrever que a algunos no les va tan mal. De hecho, el coeficiente Gini, que mide el grado de concentración del ingreso, es el más alto de toda América con 0,66, incluso por encima de Brasil que tiene 0,61.

El primer indicio sobre esta situación lo tuve al ver circulando por las polvorientas calles de la ciudad algunas camionetas último modelo Hummer, Ford, Nissan, Toyota y Mitsubishi. Sin embargo, la sorpresa mayor me la llevé cuando fui a hacer las compras. En las góndolas de uno de los Big Market del barrio PétionVille encontré una amplia variedad de productos importados que iban del whisky Chivas Brothers proveniente de Escocia hasta la leche entera larga vida Elle & Vire importada de Francia, pasando por el Cognac Hennessy del mismo origen, la margarina Marienne de Noruega y el jugo Ceres de Sudáfrica. Había una góndola sólo con comida y shampoos para perros y gatos y otra con todo tipo de hierbas e infusiones para adelgazar, algo llamativo en un país donde, ya antes del terremoto, el 23,8 por ciento de la población padecía malnutrición crónica y el 61 por ciento de los chicos menores de cinco años sufría anemia. Cerca del hotel donde me hospedaba también encontré una galería comercial que no tenía nada que envidiarle al Patio Bullrich y una casa de venta de cerrojos de última generación.

No fue fácil localizar las mansiones que demandaban esos bienes de lujo y los dispositivos de seguridad para preservarlos. Hubo que adentrarse en la montaña para ver las fortalezas “medievales” de piedra ubicadas en Boutelliers y Kenskoff, dos barrios que fueron apenas afectados por el sismo. Allí viven banqueros, importadores, industriales, los dueños de las maquilas y de las empresas de servicios públicos que ganaron las privatizaciones de los ’90, porque en Haití no hay mucho, pero todo es privado y está en manos de unos pocos empresarios, entre los que se destacan Edouard Baussan, Richard Coles, Gilbert Bigio, Gregory Mevs y Réginald Boulos.

Ellos son la cara visible de una elite que vive con un pie en Estados Unidos. No sólo por los vínculos comerciales que mantienen con capitales estadounidenses, sino porque pasan gran parte de su tiempo en la Florida. Antes de que ocurriera la tragedia, Air Caraïbes ofrecía cuatro vuelos diarios a Miami, American Airlines tres, United Airlines dos y Delta, Spirit, Copa y Air France uno cada una, pese a que el turismo extranjero prácticamente no viaja a Puerto Príncipe. De hecho, para la elite haitiana la visa norteamericana es más importante que el agua. Por eso no es de extrañar que en medio de la tragedia provocada por el terremoto avalen el desembarco de los marines, quienes por estos días controlan la seguridad en puntos clave de la ciudad, como el aeropuerto y las ruinas del Palacio Presidencial.

Para ellos no es una “invasión” porque cada vez que sus negocios estuvieron en riesgo por la recurrente inestabilidad política y social se reposaron sobre la principal potencia continental a la espera de que pusiera orden. Siempre necesitaron a las tropas estadounidenses para asegurarse de que nada cambie. De hecho, fueron los marines quienes en febrero de 2004 forzaron la renuncia de Jean Bertrand Aristide y lo llevaron al exilio cuando el entonces presidente avanzó con algunas reformas sociales poniendo privilegios en riesgo. Ahora tampoco están dispuestos a que el terremoto permita barajar y dar de nuevo. Confían en los marines para volver a descansar en la cima de las montañas, lejos de los pobres y cerca de Estados Unidos.

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