Domingo, 11 de septiembre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › LA DECADA CAMBIO LA CULTURA DE LOS NEOYORQUINOS, QUE NO PUEDEN OLVIDAR NI TAMPOCO RECORDAR DEMASIADO
Los policías en todas las esquinas del Village. Las luces de la nueva torre a medio construir en el horizonte sur de Manhattan. El anuncio psicopático de que hay un nuevo atentado en camino, pero que lo mejor es conservar la calma.
Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
El cuerpo procesa todo al borde de una hemorragia cerebral. Las celebraciones oficiales, los documentales, el audio de los últimos momentos, las nuevas estampillas, el recuerdo de una ciudad remota, las palabras de George Bush, devuelto a la vida pública. Las teorías conspirativas. El libro para chicos con dibujos para colorear sobre los atentados que empieza diciendo: “Estos actos terroristas fueron hechos por gente que odia la libertad, musulmanes radicales, extremistas islámicos. Esta gente demente odia el tipo de vida americana porque nosotros somos LIBRES y nuestra sociedad es LIBRE”. Los policías en todas las esquinas del Village el sábado a las tres de la mañana, buscando un atentado del que ni siquiera saben quién, cómo, cuándo. Las luces de la nueva torre a medio construir en el horizonte sur de Manhattan. El anuncio psicopático de que hay un nuevo atentado en camino, pero que lo mejor es conservar la calma. El esfuerzo sobrehumano por tratar de pensar lo que pasó en estos diez años bajo la extorsión de volver a ver en cada pantalla a vecinos y amigos saltando desde un edificio en llamas a doscientos metros de altura, como si hubiera ocurrido ayer. La pérdida de cualquier intimidad en la que relacionarse con la memoria propia con algo de naturalidad.
Hoy a la mañana, cuando se cumplan los diez años, voy a tomar mi café en una taza que se consigue a ocho dólares en el negocio La Joie de Vivre. En el lado exterior de la taza está El Pensador, de Rodin, rodeado de palabras. “Por qué”, “muerte”, “trabajo”, “futuro”, “monstruos”, “dolor”. Pero cuando se la llena de café caliente, las palabras van desapareciendo una a una, hasta que El Pensador queda solo, liberado, la mente por fin en blanco. Lo único visible, intacto frente a él: “Free Coffee”. Aunque sea para poder pensar, es tiempo de olvidar.
Si alguien aún tiene dudas sobre lo bueno que es dejar atrás el pasado para poder mirar el presente, debería haber estado esta semana en Nueva York, en los preparativos para la conmemoración de la primera década de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. El énfasis desplegado en torno de no olvidar el evento más visto de la historia asfixia de antemano toda posibilidad de poner los atentados en perspectiva. Los méritos de una sociedad que logra dejar atrás sus traumas quedan estrujados como un acordeón cuando lo ocurrido hace diez años se siente como si aún estuviera pasando. Borges podía estar en lo cierto con aquello de que no basta ser valiente para aprender el arte del olvido, pero admitamos que hay que tener coraje para intentarlo.
Sobre llovido, el anuncio hecho el jueves sobre la posibilidad de nuevos atentados reactivó toda la ambivalencia que la ciudad vivió durante esta década. Desde el gobierno, los medios y casi todos aquellos con voz como para hacerse escuchar, el mensaje psicopático: la policía de Nueva York está deteniendo autos en el puente, revisando mochilas en el subte, registrando garajes con perros detectores de bombas, levantando todo auto estacionado en doble fila, instalando detectores de explosivos en los ingresos a Times Square, colocando oficiales con cascos y chalecos antibalas y rifles de asalto en todas las estaciones de tren..., pero los ciudadanos deben mantener la calma y seguir con sus actividades como en cualquier día normal. ¡En qué vida! El viernes a la madrugada, caminando por el Village, miles de personas borrachas o alegres o en grupo disfrutan en la calle de una noche perfecta. En la semana del Fashion Week, la multitud de modelos que uno se cruza en la Avenida Séptima obliga a un esfuerzo sobrehumano de contención victoriana para seguir siendo un ciudadano decente. Con muchos más patrulleros que de costumbre, todos miran en algún momento hacia el sur de la isla, donde la nueva Freedom Tower se levanta con una belleza amenazante y mayor que las torres a las que reemplaza. Aun así, decir que los neoyorquinos son indiferentes a esta paranoia sería tan inexacto como describirlos presas del pánico. Atrapados en la falta de un lenguaje que exprese la distancia justa respecto del terror, ésa sería la forma más adecuada de describir estos días.
Los atentados del 2001 están tan presentes que no son pasado. Mientras la sociedad cambia a ritmo vertiginoso, la imagen congelada de autocelebración con la que se impone todo el arco político, la repetición de “América es fuerte” recuerda a esas fotos de los jerarcas de la Unión Soviética en un pleno del Polit Buró, abroquelados, firmes, temerosos de sus propias ideas. Aun hoy, cuando alguien como Alex, en la pescadería de la calle Court, quiere contar que vio “un documental que dice que fue todo un trabajo interno de Bush”, elige hacerlo casi en secreto. En ese aplastamiento de la opinión pública, la presentación de los atentados como un cambio radical en la historia del país oculta que sólo aceleraron transformaciones de las últimas décadas. Cambios que, justamente, ganaron legitimidad al presentar a los ataques como un punto de inflexión. La memoria de aquel día lo ha tornado algo más grande, inmanejable, todopoderoso. Así es muy difícil demandar aumentos de salario cada día en que está en juego el destino del mundo. O reclamar una reducción del presupuesto de defensa cuando unos 200 mil chicos de veintipico de años están desplegados en todo el mundo en nombre de tu propia seguridad.
Este ejercicio de castración del presente es más que una figura retórica. El jueves, Obama presentó su megaplán contra el desempleo. No es que sea la entrada triunfal a Managua, pero aun así implica una inversión pública igual a un PBI y medio de la Argentina, lo suficiente como para que Obama necesite toda la fuerza y el espacio público imaginables para doblegar la resistencia republicana y la devoción con la que esta sociedad parece dispuesta a suicidarse en nombre de algunas de sus ideas fundantes. Pero el impulso arrasador de uno de sus mejores discursos en los últimos tiempos duró menos de una hora. Cuando las agencias de noticias anunciaron la alerta ante la posibilidad de un nuevo ataque terrorista, la recuperación del empleo inició una competencia penosa con la seguridad nacional y con el discurso increíble que invita a seguir con nuestras vidas al mismo tiempo que describe una cantidad de medidas de seguridad como para recibir a uno, dos, tres mil Bin Ladens.
Sin embargo, cuando pasen las alarmas y los recordatorios, lo que quedará de esta década es lo que pasó por ella. No el terrorismo, sino la arquitectura del terror que ha dejado a su paso. El domingo último, la revista de The New York Times presentó un despliegue fotográfico espectacular de la reconstrucción de los edificios de Ground Zero. Ahí, trabajando a cien metros de altura, se ve a esos obreros musculosos y masculinos, blancos, patrióticos. Son mucho más parecidos a los “Hard Hats” movilizados por los sindicatos en los ’70 para atacar a los estudiantes que protestaban por Vietnam, que a los obreros del ’30 que construyeron el Empire State, y en cuya estética se apoya la cobertura fotográfica para traficar un presente bien distinto.
La arquitectura de la época se ve aún mejor a unas seis cuadras de Ground Zero, donde recién se inauguró el rascacielos residencial más grande de Estados Unidos, diseñado por Frank Gehry. La torre, una de las más bellas e interesantes que se hayan construido en Nueva York desde que se abrió el Empire State en 1931, tiene el estilo de paredes onduladas que caracteriza la obra de Gehry y que permite que el sol se refleje en el edificio en múltiples direcciones... menos en el lado sur. La crisis del 2008 obligó a una súbita reducción de costos, por lo que el espíritu innovador que embellece los tres lados del edificio se ahoga de pronto en una pared plana que podría haber diseñado un maestro mayor de obras en un día inspirado. El edificio, visible desde todo Brooklyn, desafía la regulación de la zona, que limita el surgimiento de nuevas construcciones en altura. Una forma de medir el impacto de su altura fue estudiar la sombra que proyecta sobre los edificios vecinos, con el detalle de que buena parte de la sombra cae sobre la oficina pública que debe ejercer dicho control, y donde los empleados fueron “invitados” a afirmar que no existía la sombra que en los hechos oscurece el barrio durante buena parte del día.
Con alquileres que arrancan en los 2700 dólares al mes para un estudio, los precios llegan a 10 mil dólares, con algunas de las vistas más impactantes de la ciudad. La construcción multimillonaria se benefició de la compra de “bonos patrióticos” destinados a la reconstrucción de la zona, y de exenciones impositivas que la ciudad ofrece a cambio de que el edificio tenga al menos un 20 por ciento de viviendas sociales, pero la firma prefirió devolver parte de esos fondos para evitar esa obligación y mantener la homogeneidad financiera de sus nuevos ocupantes. En una ciudad que aún sigue teniendo un gran déficit de vivienda (con un presupuesto similar al de toda la Argentina, aún hay 38 mil homeless en Nueva York), el arribo de jóvenes blancos de clase media alta es al mismo tiempo la culminación de una limpieza social del Bajo Manhattan que arrancó hace cuarenta años con la construcción de las Torres Gemelas.
Cuando Obama llegue hoy a Manhattan para encabezar los actos de rigor, tendrá a su alrededor estas nuevas celebraciones al poder. Ya no son imponentes actos de fe al alcance absoluto del Estado, sino testimonios sutiles del poder más ubicuo que motoriza los cambios más permanentes en Estados Unidos, desplegados en la última década a la sombra del aparato de seguridad. Obama terminará como pueda la jornada de ceremonias y volverá a Washington para retomar su ofensiva por el plan de reactivación laboral, pero el viaje será mucho más largo que el de ida.
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