Miércoles, 31 de octubre de 2012 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Noé Jitrik
A propósito de la pronta publicación en la Argentina de la extraordinaria autobiografía de Trotsky, Mi vida, que pude leer hace años luego de recorrer los tres volúmenes de Deutscher, se me hizo presente otro libro que leí después de éste, publicado en México, titulado De Prinkipo a Coyoacán, y cuyo autor, Jean van Eijenoort, había sido uno de los secretarios del famoso exiliado. Una constelación de textos cuyo centro, Trotsky, había vivido, exiliado naturalmente, en ese lugar, Prinkipo, de 1929 a 1933. En ningún otro lugar, desde que había sido desterrado de la Unión Soviética, había estado tanto tiempo, hasta llegar a México, donde vivió un poco menos, unos tres años, brutalmente concluidos por el asesinato. En el período turco, que consideraba, salvo el hecho de que no podía moverse demasiado, paradisíaco, terminó de escribir Mi vida y, además, infinidad de textos, cartas, declaraciones, artículos. Se debe haber dicho, y no sólo por sus fieles y continuadores sino también por unos cuantos antagonistas, que esa autobiografía es uno de los grandes textos del siglo XX. Esa estimación, que desde luego no es sólo mía, me hizo pensar en otro libro fundamental, el increíble compendio de sabiduría literaria titulado Mímesis, también producido en Turquía por otro exiliado –de 1935 a 1947–, pero por otras razones –el nazismo–, el también judío Erich Auerbach.
Dos libros de alcance e intención muy diversa pero con algo en común: en ambos casos sus autores no tenían al alcance de la mano bibliotecas y si para Trotsky eso podía ser secundario no sólo porque traía consigo ingente documentación, sino porque recordar era básico e indispensable, para Auerbach debía ser dramático porque escribía sobre libros, desde la remota Biblia hasta las novelas de las postrimerías del siglo XIX, pasando por la Edad Media, el Renacimiento y la modernidad. Me imagino que si no aceptaban esa carencia y no la desafiaban y, deprimidos, desconcertados, como muchas veces nos sucede, se entregaban a la imposibilidad, podían ser derrotados por segunda y definitiva vez.
De modo que ambos en Turquía. ¿Sería tierra de exilio? ¿Habrían sido acogidos en virtud de una política que se enfrentaba con dos colosos, Stalin, empeñado en destruir a Trotsky; Hitler, empeñado en destruir a todo judío que pisara la tierra del planeta?
No puedo saber ninguna de esas cosas, pero es más que probable que admitir a esos perseguidos fue una decisión que había sido tomada por Kemal Pashá, llamado también Atatürk, un militar que había terminado con el Imperio Otomano, instaurado una república y al mismo tiempo su dictadura perpetua, y pretendía occidentalizar y modernizar un país que había vivido en las sombras de un despotismo sin igual y que además de diversas lacras propias de un feudalismo feroz tenía en su haber el genocidio armenio, una de las tragedias más notorias de un siglo que no ahorró genocidios tan o más espectaculares como ése, una brutal matanza que sigue siendo recordada con llanto y amargura, como si se hubiera producido ayer, por todos los armenios de dentro y fuera de un país diezmado y, sin embargo, añorado y orgulloso de su identidad.
Por complejas razones y un sentido misional semejante al de otros personajes de las primeras décadas del siglo XX, como si hubiera creído o presentido que la perduración del imperio terminaría por liquidar al país –ningún imperio ha podido detener su decadencia–, Atatürk, creyendo o no en determinados valores más o menos universales, o sea los de las burguesías centrales, modernizó el país a los golpes y si recibió a esos exiliados y los salvó de la muerte quizá fue para instalar una imagen humanitaria que no parece poder sostenerse a la luz de hechos muy concretos y que atañen específicamente a Armenia. Los argumentos armenios, que no cesan de formularse, que se apoyan en esos hechos, parecen conmovedoramente convincentes y los que suelen esgrimir los turcos al exaltar la figura de Atatürk, fundador y creador de todas las cosas, se desvanecen. Por empezar, la palabra Atatürk, que Kemal se aplicó, quiere decir “jefe” o “líder” o “führer” o “caudillo”, lo cual no deja de ser significativo y un primer indicio de que los armenios no dejan de señalar: Kemal como un nazi de segunda categoría, o sea, nada de democracia, sino todo lo contrario. Y a partir de ahí una catarata de argumentos demoledores: no sólo participó como militar en el genocidio del año 15 sino que, de una manera u otra, cuando se convirtió en presidente perpetuo, la suerte de los armenios siguió estando echada; no sólo inició la perdurable tradición –continuada hasta hoy día– de no reconocer que hubo un genocidio, sino que tampoco enjuició a los responsables seguramente no porque el genocidio no existiera sino porque, de una u otra manera, el genocidio prosiguió y aun de una manera indirecta fue reivindicado: lo prueba el mausoleo que se le erigió al principal actor de la masacre, el siniestro Talaat Pashá.
No puedo, a propósito de una simple mención a Atatürk, meterme sin más en el complicadísimo tema de las relaciones entre Turquía y Armenia. Puedo, en cambio, decir que si bien después del genocidio dichas relaciones fueron tortuosas y no hubo paz en las conciencias ni en el corazón de millones de personas, su ferocidad puede verse hacia atrás, hacia delante y hacia los costados y desde hace siglos. Hacia atrás, pero no mucho, en los pogroms rusos y en el tradicional “mate al judío” que gobernó la siniestra atmósfera medieval, pero también, por qué no, en la conquista de América: a españoles, portugueses, ingleses, franceses y holandeses les falta bastante como reconocimiento de lo que consumaron; hacia adelante en el exterminio de los judíos por los nazis; hacia los costados, las barridas de poblaciones enteras en Africa, la brutalidad de un Pol Pot, cuento de nunca acabar, sin una explicación genérica ni una causalidad clara, salvo la brutalidad en sí misma. Y tampoco olvidemos la irracionalidad argentina, con su cauda de desaparecidos y muertos y antes el tema que reaparece, como un trauma, de los pueblos originarios en las vastas extensiones de la misteriosa llanura. Para cada una de estas situaciones alguna explicación: lo que las liga a todas es el exterminio, el odio, el siniestro atractivo de la página en blanco, borrar gente para sentirse dueños y manejar los miedos sin nadie que se los recuerde. Las explicaciones económicas de tales empresas no enriquecen la interpretación y a veces incluso las reducen: no podría decir que el odio nazi merezca tal explicación ni tampoco la brutalidad inquisitorial ni los pogroms ni el genocidio armenio o el guatemalteco.
Lejos de mí introducirme por la ventana en el caso turco, mi falta de competencia en el tema me es innegable, pero no por eso dejo de sospechar que las explicaciones, siempre a la defensiva, del lado turco son encubridoras e inconvincentes, es lo menos que se puede decir. Los armenios, en cambio, herida sangrante, tienen mucho que decir acerca del “modernizador”: historias de muertes y traiciones, de abandonos y de exilios, de culturas destrozadas y de odios sin fin y de lo cual los países más declarativos del mundo que, dejando librado a su suerte al pueblo armenio, fueron diplomáticamente cómplices. Y en el caso turco de una obstinación que raya en la paranoia: los escritores turcos que intentan hablar en nombre de una modernidad diferente y humana son reprimidos hoy todavía en medio de un silencio que bien puede parecerse al terror. Y, como mirando desde un atalaya, los armenios, fieles a su desarraigo fundamental, los ojos bien abiertos, siguen recordando.
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