Domingo, 15 de octubre de 2006 | Hoy
Por Lucía Alvarez y Diego González
Desde Quito
Rafael Correa habla de revolución sin que le tiemble el pulso e incluso inventa la suya –“la revolución ciudadana”– a la que subraya como estandarte de su plan de gobierno. Repudia violentamente a los TLC (tratados de libre comercio con Estados Unidos) y denuncia al Plan Colombia (la iniciativa militar antidroga de Washington). Cuestiona al capitalismo, al mismo tiempo que se abraza con su amigo Hugo Chávez y reivindica a Evo Morales. Considera indispensable una integración energética en Latinoamérica y, después de la crisis de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), propone “acercarse al Mercosur y ampliarlo”.
En un eventual gobierno suyo, su norte sería esta compleja y nada homogénea latinoamérica. Sobre los matices de cada una de las realidades nacionales, Correa opina que “pretender que el estilo de Chávez sea el mismo que el de Bachelet es un error; un venezolano y un chileno son cosas distintas. No se puede encontrar catecismo de modelos exactos en países diferentes para decir ‘esto pertenece a la misma tendencia’. Sí creo que hay en Venezuela y Bolivia un nacionalismo antinorteamericano más claro, porque allí, a diferencia de Chile y Uruguay, se han devastado los recursos naturales. Aquellos que fueron más expropiados, más mutilados son los que hoy necesitan de opciones más radicales; y en Ecuador debemos ser muy radicales, porque aquí se nos han llevado al país”.
Para Colombia los comicios se han convertido en clave para las relaciones geopolíticas del gobierno de Uribe. Ya desde la salida de Lucio Gutiérrez, quien colaboró con hacer de la frontera un muro de contención a las FARC, la política ecuatoriana optó por dar un giro hacia la neutralidad respecto del Plan Colombia. La postura de Correa representa hoy una oposición mucho más radical. Su “revolución soberana” significa también la no injerencia de ejércitos extranjeros. Y en esta coyuntura eso representa no firmar en 2009 la renovación del Acuerdo de la Base Norteamericana de Manta, al suroeste de Quito, porque según Correa en los hechos ésta ha constituido una intervención geopolítica para el control de la guerrilla.
Uribe, sin contar con su otro país vecino, Venezuela, y a sabiendas de que el rol que juega la base es de fundamental importancia para continuar con su política de “seguridad democrática”, ha optado por la prudencia. Al punto de que la Casa Nariño se mantuvo en silencio con las declaraciones de Correa que caracterizaban a las FARC como una organización guerrillera y no terrorista.
Del lado peruano los temores son similares. Para Alan García, que no llega a definirse como el líder que Washington espera y Uribe no encarna, así como tampoco a posicionarse dentro de esta nueva corriente de gobiernos de centroizquierda, Correa es un problema. Tras la suspensión del TLC entre Estados Unidos y Ecuador luego de la caducidad del contrato de la petrolera Occidental Petroleum, el candidato izquierdista responsabilizó a Perú la acusación, junto a Colombia, de haber desencadenado una crisis de la CAN que desembocó en la salida de Venezuela. En esta misma línea, el eje Caracas-Quito-La Paz que se constituiría con el triunfo de Correa, polarizaría aún más al mundo andino, forzando a Perú a tomar posiciones.
Por todo esto, las presidenciales ecuatorianas de hoy no son una elección más; por el momento, las circunstancias y el lugar. América latina mira al pequeño país con mucho detenimiento, sabe que las consecuencias de lo que ahí ocurra pueden inclinar la balanza. Y en este juego, resulta decisivo cómo mira al mundo este lúcido economista de 43 años que encabeza todas las encuestas y pelea por llegar al palacio de gobierno en la primera vuelta.
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