Jueves, 7 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por O’Donnell Santiago
Por segunda vez desde que asumió como presidente, Raúl Castro invitó a George W. Bush esta semana a normalizar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. La primera había sido en una entrevista concedida al diario Granma a poco de asumir la presidencia de Cuba, el 31 de julio, por la enfermedad de su hermano, Fidel. Esa vez Raúl había sorprendido por la mesura y el respeto con que había tratado al país del Norte, pero sus palabras no habían sido bien recibidas en Washington. Bush, Condi Rice y varios más le habían respondido con insultos y sermones. Bush se había dirigido directamente al pueblo cubano, llamándolo a la insurrección. Tom Shannon no había tenido mejor ocurrencia que llamar al presidente cubano “Fidel light” y enumerar una serie de reformas y medidas que debían adoptarse en la isla antes de hablar de aflojar el embargo.
El domingo, en un discurso público tras un desfile militar para homenajear a Fidel, Raúl Castro reiteró la invitación y mantuvo el respeto y la mesura de sus dichos anteriores.
Esta vez la respuesta fue diferente. En vez de insultos exaltados, silencio. Algún comentario de rigor de voceros institucionales de la presidencia y el Departamento de Estado, pero nada más. Ni siquiera títulos en los grandes diarios, que se ocuparon de Cuba ese día, pero para resaltar la ausencia de Fidel en los festejos de su 80º cumpleaños.
El silencio podría leerse como un ninguneo, y seguramente algo de eso habrá, pero también puede ser el preludio de un cambio de actitud. Es que para el gobierno norteamericano la oferta de Raúl Castro suena más tentadora esta segunda vez.
En agosto la guerra del Líbano todavía ilusionaba a Bush y sólo los republicanos más pesimistas imaginaban la paliza que recibiría el gobierno en las legislativas. Las elecciones del mes pasado no sólo castigaron a Bush y cambiaron la dinámica interna de su país, sino que además pincharon el globo del lobby anticastrista.
En los últimos años, después de mucho remar, los cubanos de Miami habían alcanzado el status de grupo seudoinfluyente en la política local, y lo habían logrado por una circunstancia casi fortuita. Fue en el 2000, cuando la elección entre Bush y Al Gore se decidió por unos pocos votos en el estado de Florida, sureño y conservador, el único lugar del país donde el voto cubano-americano alcanza algún peso.
Una puesta en escena de esa seudoinfluencia se había ensayado en los ’90 con el caso Elián González, el niño cubano retenido en Miami en contra de la voluntad de su padre. Ese escándalo internacional mostró a los líderes anticastristas en su dimensión más patética y causó un fuerte deterioro a la imagen de la comunidad cubano-americana en los Estados Unidos.
Las elecciones del mes pasado no sólo castigaron al presidente que más los apoyó –y que es el hermano de Jeb Bush, el gobernador de su estado– sino que los castigó directamente a ellos. ¿Por qué? Porque la elección no se decidió en Florida como la del 2000. Se decidió en estados del mediooeste como Missouri, Indiana y Kentucky, y del medioeste como Maryland y Virginia, todos políticamente moderados y típicos representantes del pensamiento del norteamericano medio, que a esta altura anda medio podrido de tantas peleas y que empieza a darse cuenta, después de las Torres Gemelas, de que la Guerra Fría terminó.
El mundo también cambió desde la primera vez que Raúl Castro habló de negociar, hace más de cuatro meses. Ya no hay chances de sacar conejos de la galera en Irak, el Líbano se cae a pedazos, los cañones están puestos en Irán, y de paz en Medio Oriente ni hablar.
Mientras tanto, en un clima en el que hasta presidentes de segunda no se privan de echarse una parrafada en contra de Bush, aunque sea pour la galerie –ni hablar de las poesías subidas de tono que le dedican casi a diario Hugo Chávez y el presidente iraní– Raúl Castro se traga los insultos de los norteamericanos y contesta con tono conciliador, casi amistoso, reiterando la oferta de sentarse a dirimir su diferencias en una mesa de negociaciones.
A cambio de un poco de serenidad le ofrece a Bush una oportunidad de salvar la ropa, de pasar a la historia como el presidente que retomó la relación con Cuba después de medio siglo. Y con todas las ventajas del “Síndrome de China”, como se llamó el acercamiento entre Nixon y Mao en el ’72 que llevó al restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y China. El argumento entonces era que Nixon y Kissinger tenían más margen para negociar con Pekín porque la oposición demócrata no los podía correr por derecha. Ahora pasaría lo mismo.
Un par de datos de la actualidad podrían facilitar el diálogo. Primero, ya no está de por medio la figura de Fidel, el último sobreviviente de la confrontación con el bloque soviético. Esa ausencia obligada permite que no entren en juego factores emocionales que podrían interferir con un buen entendimiento. Segundo, hoy la prioridad absoluta del gobierno de Bush y de la gran mayoría de los norteamericanos es la lucha contra el terrorismo. En ese terreno es más fácil encontrar coincidencias con Cuba que en el de la confrontación ideológica entre el capitalismo y el comunismo que privó en los años de la Guerra Fría.
Pero lo más probable es que no pase nada. Aunque Raúl Castro refuerce su palabras con la liberación de algunos disidentes encarcelados y la gradual relajación de las medidas de seguridad adoptadas durante la transición, como lo viene haciendo en contrapartida con la ola represiva que pronosticaban en Miami mientras velaban a Fidel en vida.
La actitud de Estados Unidos sigue siendo intransigente, al menos por ahora. Un vocero de la Casa Blanca dijo el domingo que antes de negociar Bush quiere ver cambios concretos en la isla.
Cambios concretos hubo. En Cuba y en el mundo, porque el paso del tiempo es inevitable. No serán los cambios que Bush quiere ver, pero Raúl Castro no tiene la culpa.
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