Domingo, 4 de noviembre de 2007 | Hoy
Por primera vez una corte internacional condena por genocidio a los culpables del exterminio de la etnia tutsi. Entre los responsables hay periodistas, curas, politicos y militares, empresarios y un cantante.
Por María Laura Carpineta
Los judíos, los armenios y los ruandeses. Las tres etnias sufrieron los genocidios más grandes del siglo XX. De los primeros se saben las causas, las consecuencias y hasta los detalles. De los segundos, se volvió a hablar recientemente por la disputa entre Turquía y Estados Unidos (ver recuadro). De los terceros, en cambio, se sabe en general poco, excepto que la mayoría hutu masacró a casi 4/5 de la principal minoría del país –cerca de un millón de tutsis– durante apenas unos meses en 1994. Pero a pesar del poco interés global que genera, el caso ruandés marcó un antes y un después para el derecho internacional. La Corte Internacional Penal para Ruanda fue el primer tribunal judicial que utilizó la figura del genocidio y, 13 años después, ya tiene 26 condenados.
La lucha entre los hutus y los tutsis fue una de las más salvajes de los últimos tiempos. A diferencia de los métodos sofisticados de los nazis, en Ruanda las armas eran machetes y cuchillos, y los verdugos fueron vecinos, estudiantes y los curas. En los años anteriores al genocidio, la dictadura del general hutu Juvenal Habyarimana, el hombre que había triunfado en la guerra civil de los ’60, se había ganado el apoyo de algunas potencias mundiales –Estados Unidos, Francia y China–. Millones de dólares entraban en el país en forma de préstamos del Banco Mundial y del FMI, permitiendo el rearme del régimen militar y las nuevas milicias populares.
Por los medios de comunicación, los sermones en las Iglesias y la cultura popular, Habyarimana intentó convencer a millones de hutus de que los tutsis, la antigua oligarquía de la época colonial, estaba planeando volver de su exilio en la vecina Uganda para recuperar el control del país. La estrategia fue tan efectiva que la Corte de la ONU condenó por genocidio a todos aquellos que desde sus lugares de influencia incitaron al odio y a la matanza de tutsis y de todos los hutus moderados, que no estaban de acuerdo con lo que sucedía. De los 61 detenidos por el tribunal internacional, cinco son líderes religiosos, tres periodistas, un cantante y dos empresarios.
Después del misterioso asesinato del dictador Habyarimana y del ataque de la guerrilla tutsi creada desde el exilio, el Frente Patriótico Ruandés (FPR), el odio racial alcanzó una nueva dimensión. En apenas tres meses fueron asesinados alrededor de 800 mil ruandeses. El clima de violencia escaló hasta el punto de que los que habían comenzado como simples voceros, empezaron a tomar el asunto en sus propias manos. A fines del año pasado, la Corte Internacional condenó a 15 años de prisión al cura Athanase Seromba por asesinar a dos mil de sus fieles. Según concluyó el tribunal, el sacerdote había convencido a su congregación –de mayoría tutsi– de esconderse en su iglesia para salvarse de las milicias paramilitares. Una vez que todos estuvieron adentro, Seromba ordenó que trajeran topadoras y tiraran abajo la iglesia. Los que lograron sobrevivir al derrumbe fueron ultimados por los vecinos con machetes y pistolas.
Historias como ésa inundaron los tribunales de la Corte de la ONU, instalada en Arusha, la capital de la vecina Tanzania. El tribunal tuvo que derivar casos a los jueces ruandeses. Después de la victoria definitiva del FPR, el nuevo gobierno ruandés había comenzado a hacer justicia a su manera. Para 1998, los tribunales locales ya habían condenado a 114 personas a ser ejecutadas en un estadio de fútbol o una plaza. Ninguno por genocidio, sino por masacres o asesinatos particulares. Pero con el correr de los años, el sistema judicial ruandés comenzó a colapsar. Había 120 mil personas abarrotadas en las cárceles de todo el país, la mayoría todavía a la espera de un juicio.
En 2002, el gobierno convocó a las comunidades a retomar un antiguo sistema de cortes populares llamado Gacaca (justicia sobre la hierba). Cerca de 200 mil ciudadanos comunes fueron elegidos para juzgar a más de 700 mil acusados por crímenes de guerra. Lejos de las condenas de la Corte Internacional, aquí la pena máxima es de 30 años y el objetivo principal es que todos confiesen sus crímenes ante la comunidad, cumplan su condena y puedan reinsertarse.
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