Domingo, 4 de noviembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca *
Uno de los centros del debate posterior a las elecciones del pasado domingo es el futuro del centroizquierda o del progresismo en Argentina. Está muy asociado a la disputa interpretativa alrededor de la distribución social y geográfica del voto y a la discusión sobre si tiene futuro la intención gubernamental de construir una coalición progresista, que incluya al peronismo pero que lo supere, como base de apoyo a esta nueva etapa de su gestión.
En más de un comentario aparece la siguiente operación argumental: a Cristina la votaron esencialmente los pobres (sea desde su identidad peronista o desde su condición de “cautivos del clientelismo”); la clase media, supuesto anclaje central del progresismo, le fue hostil. De modo que es esperable que el nuevo gobierno se oriente pragmáticamente a reforzar su control sobre la estructura peronista o, en caso contrario, pierda toda base de sustentación. El rumbo dejaría en el pasado –y en un status de ingenua fantasía– el proyecto de la concertación plural.
Para poder discutir esta idea se puede tomar el camino de discutir la supuesta base empírica del planteo. Por ejemplo, poner en duda que los “pobres” sean el 45% del padrón, lo que exigiría pasar de la desconfianza en el Indec a un nihilismo estadístico un poco extraviado. Pero no sería el camino más interesante porque a los números siempre se los puede retorcer hasta que digan la verdad que necesitamos que digan.
La cuestión podría ponerse en otros términos, digamos así, definicionales. ¿A qué le llamamos “centroizquierda” o “progresismo”, aceptados estos engañosos y ambiguos términos en reemplazo del más convencional “izquierda”, un poco desprestigiado por la conducta y performance de los grupos irrelevantes que así se autodenominan en el país? Si no nos planteamos esa pregunta toda la discusión puede girar en el vacío.
En los términos de Bobbio, izquierda es la preferencia política de aquellos para quienes la igualdad es el valor central y derecha la de quienes priorizan la libertad. Con un poco más de aumento en el lente, se podría decir que una propuesta de izquierda sitúa en el centro la idea de la ciudadanía social, puesta al amparo de las peripecias de la competencia mercantil; en consecuencia, ser de izquierda presupone auspiciar un Estado que intervenga para equilibrar lo que el mercado desequilibra y promover una política estatal que tienda al pleno empleo y a la protección sistemática y universal de aquellos que no tienen un ingreso que les permita vivir en condiciones dignas. La derecha, por su parte, sostendrá la necesidad de la más amplia libertad de los mercados, como condición de progreso del conjunto social, incluidos los más pobres que se beneficiarán con lo que esa riqueza acumulada derrame hacia abajo.
Hay muchas personas de izquierda que proponen incluir las libertades públicas y la vigencia irrestricta del estado de derecho como componente de esa identidad política. Es muy comprensible que así sea, dada la trágica experiencia que acompañó la subestimación de las “libertades formales” por parte de las principales fuerzas que se reconocían en esa identidad, durante el período sangriento de la historia nacional que se cerró en 1983. Sin embargo, se podría objetar que el respeto por las instituciones es, o debería ser, un piso de convivencia democrática y no un signo de diferenciación de una corriente política. En todo caso, habría que reconocer la cuestión institucional como un centro de disputa política: así, habrá quien privilegie ciertos aspectos de la institucionalidad, como la estabilidad jurídica para los inversores de capital o los grandes propietarios, y otros que otorguen prioridad a otras aristas, como la capacidad de proteger la competencia y evitar monopolios y oligopolios, de controlar el cumplimiento de las normas laborales o de asegurar el cobro de impuestos en una estructura tributaria más justa.
No hace falta decir que estas definiciones son convencionales y no pretenden descubrir “hechos de la naturaleza” sino poner la discusión bajo cierta (precaria) precisión terminológica. Es necesario, eso sí, aclarar que no se pretende discutir sobre tipos ideales ni sobre extremos ideológicos, sino nada más que señalar tendencias generales que permitan “clasificar” relativamente a las orientaciones políticas.
A partir de una propuesta como ésta, se puede intentar la interpretación del voto y el lanzamiento de alguna hipótesis de desarrollo del escenario político nacional. Pasemos al “centroizquierda”: sin reduccionismos sociológicos se puede pensar que existe cierta subjetividad colectiva más propensa a privilegiar las cuestiones de la igualdad, la distribución de los recursos, la intervención (razonable) del Estado para reparar injusticias. Y no parece muy lógico buscar, en principio, esa subjetividad entre las familias que llevan a sus hijos a colegios privados, cuidan su salud por medio de costosas empresas de medicina prepaga o defienden su tranquilidad pagando fuerzas de seguridad privada para sus casas y countries. No es que no haya personas que hagan esa vida y puedan ser de izquierda; de hecho hay muchos que lo son, por razones de sensibilidad social y solidaridad. También es posible que un duro pragmatismo lleve a gente de altos recursos a sostener posiciones políticas progresistas: por ejemplo, la convicción de que una ciudad en la que crece la miseria es una ciudad crecientemente menos segura y la profundización de las desigualdades los llevan a vivir enjaulados.
Sin embargo, no es caprichoso pensar que una política “progresista”, es decir más igualitaria, interese principalmente a sectores como trabajadores que se organizan, desarrollan conflictos y consiguen mejoras a través de nuevos convenios colectivos; o a familias que se benefician por un mayor presupuesto educativo y la consecuente mejora de la escuela pública, o viajan en transportes baratos porque son subsidiados. Ni hablar de millones de personas que, como es el caso de nuestro país, no tenían trabajo y ahora lo tienen. En términos generales –y “falsa conciencia” aparte– parece lógico esperar que esas personas auspicien políticas distributivas y de reparación social. Tampoco es muy disparatado pensar que “algo de eso” puede haber habido en el voto ampliamente triunfante el último domingo.
Con toda razón se puede argumentar que los índices de pobreza e indigencia siguen siendo vergonzosos, que no ha habido una profunda reforma tributaria que tienda a una mejor distribución y otros temas muy discutibles para una política progresista en estos años de gobierno de Kirchner. Pero ¿quién representó seriamente estas demandas en la última elección? La elección de Pino Solanas y Claudio Lozano en la Capital puede tener un significado desde ese ángulo, pero convengamos en que el volumen de la cosecha electoral nacional no los sitúa como alternativa viable. Claramente la candidata que ocupó el segundo lugar no disputó un voto de centroizquierda. Afirmada en su proclamada concepción de una coalición “prepolítica” dirigió su campaña a socorrer a los adversarios del Gobierno; los encontró en el “campo”, eufemismo por la Sociedad Rural, la “iglesia”, eufemismo por la cúpula católica, y llamó a “restañar las heridas” contra los militares, lo que no se entiende sino como cuestionamiento de los juicios impulsados por el Gobierno contra los ejecutores del terrorismo de Estado.
Más fiel a su propósito de representar al “centroprogresismo” (mezcla de centroizquierda y progresismo) se mostró Lavagna, aun cuando cierta retórica sobreactuada en el tema de seguridad lo puso en vecindades no muy progresistas. Pero justamente en esa fidelidad a sí mismo consistió su limitación: se dirigió a un electorado que no tenía por qué votar contra el Gobierno.
Hay quien pretende deducir del resultado del 28, de un modo estricto, el escenario político del futuro en Argentina. Creo que es imposible. Lo es porque la ausencia de partidos y coaliciones sólidos resta previsibilidad a las conductas; lo es, también y principalmente porque ahora es el momento de la política. Eso quiere decir el momento de saber si el gobierno de Cristina seguirá manteniendo el impulso simbólico y práctico de la gestión de Kirchner, que es, según todos los estudios, la causa principal entre las que la llevaron a la victoria. También es el momento de saber si la coalición informal que sostiene al kirchnerismo logra superar los límites políticos y comunicativos que le restan apoyo en los sectores medios que potencialmente podrían ser sumados. Si logra ambos objetivos, es muy posible que se consolide la actual conformación de la escena política: la oposición con chances de desafiar al Gobierno seguirá viniendo desde la derecha.
* Politólogo.
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