Martes, 22 de agosto de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Washington Uranga
Nada descubrimos si afirmamos que la guerra se concreta tanto en el campo de batalla físico, con todos los medios tecnológicos de gran capacidad de destrucción, en el cuerpo a cuerpo, pero también en el terreno discursivo y simbólico. Por eso es interesante observar cuáles son los argumentos que hoy se manejan en este terreno a propósito de la conflagración en Líbano. Desde muchos frentes, en particular del norteamericano a través de George Bush se ha pretendido instalar la imagen de una guerra religiosa, apoyándose también el discurso de los fundamentalistas islámicos. ¿Existe tal guerra religiosa? Nada indica que así sea. Sí existe, en cambio, una justificación religiosa de una guerra que, como siempre, es por intereses económicos y de poder. Ni el Estado de Israel ni el Líbano ni Hezbolá se mueven por motivos religiosos. Combaten por territorio, por riquezas, por poder y, por cierto, encuentran en lo religioso una cuota adicional para alimentar la disputa que alimenta el espíritu de combate, agrega mística y sublima hasta la inevitable tragedia de la muerte, permitiendo asimilarla, comprenderla y justificarla. Ninguna de las tradiciones religiosas más importantes de la historia de la humanidad, incluyendo allí a judíos, musulmanes y cristianos, sostiene válidamente la invocación a Dios para acabar con la vida. El martirio es una consecuencia no deseada –aunque reconocida y valorada– de la búsqueda de la vida. Por esta misma razón es dudoso que puedan ser considerados mártires quienes pierden su vida para provocar más muertes.
Los discursos norteamericano y británico siguen utilizando ahora los mismos recursos que en su momento se usaron en la Guerra Fría para “construir el enemigo”. Ayer eran “comunistas” y hoy son “musulmanes”. Curiosamente los enemigos de ayer eran “ateos” y hoy son “religiosos fundamentalistas islámicos”. El argumento de ayer era salvar de la “agresión comunista y atea” al mundo “occidental y cristiano”. Hoy los “agresores” son árabes y musulmanes, que son creyentes, pero “fundamentalistas” y ponen en peligro a la “civilización judeo-cristiana y occidental”. ¿Quiénes son más fundamentalistas? Sería difícil precisarlo. Para la potencia hegemónica del mundo la condición de árabe y de musulmán equivale a la de “terrorista” y esto justifica cualquier “acción preventiva” de los guardianes del orden mundial. Y si no es así que lo digan muchos de los detenidos en la “espectacular” acción “antiterrorista” anunciada en Londres: todos ellos tienen en común sus raíces árabes o musulmanas pero la mayoría de los que harían volar aviones en pedazos no tienen pasaportes, nunca sacaron pasajes para los vuelos en los que habrían de cometer los atentados y no se les pueden probar las actividades de las que se los acusa. En América latina, donde culturalmente la mayoría sigue siendo cristiana, la acusación se traslada a otro campo: el enemigo es el “narcotráfico” y todos aquellos que se oponen al sistema son “narcotraficantes”. Por eso la DEA se encarga del “fortalecimiento de la democracia” a través del combate al narcotráfico.
La guerra nunca sirve para construir la paz. Los misiles y las bombas no dialogan. Los que usan la guerra como recurso para seguir imponiendo su poder, cualquiera que éste sea, necesitan también construir el enemigo discursivamente. Eso es lo que hicieron antes y lo que siguen haciendo ahora. Los enemigos antes eran “ateos” y ahora son “fanáticos religiosos”, antes eran “comunistas” y ahora son “terroristas” o “narcotraficantes”. No cambia lo esencial que es nombrarlos de manera tal que se justifique su aniquilación por cualquier método.
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