Martes, 22 de agosto de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Pedro Lipcovich
El aborto debe ser legal, libre y gratuito para todas las mujeres: este urgente reclamo debe diferenciarse claramente de las cuestiones que, dentro de la legislación actual, se plantean en casos como los previstos en el artículo 86 del Código Penal, que lo admite si el embarazo proviene de la violación sobre “una mujer idiota o demente”.
Este artículo, lejos de constituir un resquicio en la persecución penal del aborto, la ratifica en su espíritu discriminatorio: el aborto así permitido no es libre, ya que no prevé para la denominada “idiota o demente” la posibilidad de decidir. En realidad la mujer con algún grado de limitación en sus capacidades intelectuales, o con diagnóstico de psicosis, debe tener acceso legal al aborto por las mismas razones que cualquier otra mujer. Esos diagnósticos (que admiten tratamientos psicológicos, farmacológicos y sociales) no implican, a priori y en todos los casos, la abolición de la facultad de desear un hijo, ni tampoco a priori la abolición de la capacidad de –con adecuada contención comunitaria– criar a un bebé.
Subyace al artículo 86 el decimonónico, cobarde temor del legislador a la “tara hereditaria” que afectaría al hijo de “la idiota”: hoy existen tests que permiten diagnosticar problemas genéticos en estas u otras situaciones de riesgo. Por lo demás, la anomalía genética en sí misma no funda el aborto, como lo atestigua el deseo de muchos padres que aman y son amados por hijos con síndrome de Down.
La discusión de casos particulares puede ser necesaria pero la verdadera opción debe centrarse en la gravísima dimensión social del tema. El aborto es una práctica admitida desde hace siglos, como lo atestiguan, por ejemplo, los enterraderos de fetos encontrados en antiguos conventos católicos. El único cambio que depararía su legalización consistiría en su práctica bajo condiciones dignas y seguras para todas las mujeres. En el contexto de adecuados programas de salud reproductiva, la legalización conduciría, no a aumentar, sino a disminuir la cantidad de abortos.
Un riesgo de la discusión sobre casos particulares es consentir la imaginería de que quienes se oponen a la legalización del aborto luchan “por la vida”: más allá de sus discursos y aun de sus posibles convicciones, la punición del aborto sólo lleva a promoverlo bajo condiciones que, al propiciar la culpabilización personal de las mujeres, favorezcan su adhesión a instituciones como la Iglesia Católica, que utiliza el procesamiento de la culpabilidad –a través de herramientas como la confesión– como principalísimo medio de influencia sobre las personas.
La lucha por la legalización del aborto puede destacar el hecho de que el gobierno nacional no ha desautorizado a su ministro de Salud, quien se manifestó pública y reiteradamente a favor de la despenalización del aborto: es hora de exigir al Gobierno de la Nación que envíe al Congreso un proyecto de legalización del aborto en todo el país. Es mentiroso plantear una espera hasta que la sociedad –como si fuese una hortaliza– esté “madura”, y es un engaño “contribuir a un debate” que ya se efectuó en el mundo y que nuestra sociedad ya zanjó hace muchos años a favor de la aceptación –hasta hoy, clandestina– del aborto.
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