Martes, 5 de mayo de 2009 | Hoy
Por Adolfo Pérez Esquivel *
Cada persona guarda en su memoria hechos, acontecimientos, que marcan su vida y que no son aislados en la vida del pueblo y la situación del país y en la comunidad de pertenencia de cada uno.
Había estado en Ecuador participando en el encuentro de obispos latinoamericanos que se realizó en la Casa de Santa Cruz, en Riobamba, en la diócesis del obispo Leónidas Proaño y donde supimos del asesinato de monseñor Angelelli en la Argentina. Era uno de los obispos invitados que no pudo llegar al encuentro. Estuvo el arzobispo de Santa Fe, monseñor Vicente Zaspe.
La represión militar ecuatoriana invadió la casa de retiro y reprimió a los 17 obispos, religiosos y laicos, que fuimos detenidos y llevados al cuartel militar en Quito, a unos 300 kilómetros. Fue un operativo continental del Plan Cóndor, impuesto a través de la Doctrina de Seguridad Nacional, promovido bajo la dirección de Estados Unidos en los regímenes dictatoriales imperantes.
Al regresar a la Argentina después de mi liberación en el Ecuador, fui detenido en el Departamento Central de la Policía Federal el día 4 de abril, aniversario del asesinato de Martin Luther King y el primer día de la Semana Santa. Fueron momentos de fuerte tensión y de resistencia espiritual... Fui llevado a la Superintendencia de Seguridad Federal, un centro de torturas, y encerrado en un tubo, calabozo pequeño y maloliente con restos dejados por otros prisioneros; por ese lugar pasaron los Graiver, el director del Buenos Aires Herald, Robert Cox, entre otros. Lugar donde pasaban prisioneras que trasladaban a otras prisiones, con la promesa de que las liberarían. Cuando salían a la calle y con el estado de sitio, volvían a secuestrarlas.
El día 5 de mayo del año 1977, a la madrugada, la guardia abre el tubo y me sacan, llevándome a una oficina donde me informan que sería trasladado. No dan otra información. Hay un oficial que es el encargado de entregarme, dos oficiales y dos suboficiales, quienes me ponen las esposas y trasladan a un carro celular y soy encerrado en un compartimiento donde únicamente podía estar de pie.
Aproximadamente luego de hora y media de recorrido, se detiene y veo que es el aeródromo de San Justo. Había un letrero que lo identificaba; está cerca de un hangar de donde sale carreteando un pequeño avión. Me suben encadenándome al asiento trasero. Están el piloto, el copiloto, los oficiales y suboficiales que me buscaron en la Superintendencia de Seguridad Federal, armados con ametralladoras, y el avión tomó pista y se elevó dirigiendo su rumbo hacia el Río de la Plata.
Pregunté dónde me llevaban, pero el silencio era absoluto. Conozco perfectamente la zona sobre la que volábamos por haber navegado durante varios años la región. Pude ver los ríos Paraná de las Palmas, el Paraná Miní y el Paraná Guazú, la Barra de San Juan, Colonia y las luces de Montevideo. Era inexplicable ese recorrido y el tiempo transcurrido en el aire dando vueltas sin destino alguno.
Los guardias hablaban entre sí en voz baja. Uno de ellos se acercó para ver cómo estaban las cadenas que me ataban al asiento y sujetaba el candado. Lo sentía muy nervioso y alterado, pero silencioso, no se atrevía a mirarme. Algo estaba por suceder; yo no lo sabía, aunque presentía lo que podía ser. Los militares esperaban una orden y saber qué hacer conmigo. El piloto llama al oficial y hablan en voz baja. Siento que le dice “estamos esperando la orden”.
Muchos recuerdos se agolpaban en mi mente y corazón, sin embargo estaba sereno y mi fuerza nacía de la oración, de la fe y el compromiso asumido junto a los pueblos de América latina y la Argentina, de la pertenencia, valores y lucha por la vida frente a la dictaduras militares. Recordaba a los seres queridos, a mi esposa e hijos y que el día 7 de mayo es el cumpleaños de Ernesto, y el dolor de no poder estar junto a la familia para celebrar y compartir. La incertidumbre de no saber si estaría vivo.
Tenía información de prisioneros que la dictadura militar ordenó arrojar desde los aviones al Río de la Plata y al mar. En Ginebra, en la Asociación Internacional de Juristas, pude ver algunos microfilms de cuerpos de prisioneros que la corriente del río había arrastrado a la costa uruguaya.
El avión continuaba dando vueltas hacia la costa y el río. Hacía mucho frío y el tiempo inmenso transcurría en una espera incierta, cargada de tensiones y olor a muerte de un vuelo hacia ningún lado.
La madrugada y sol comenzaban a despertar de una noche llena de presagios e incertidumbres. Permanecía encadenado en el avión, sin capacidad de cualquier movimiento, sin respuesta a mis preguntas; sólo miradas furtivas y el susurro de sus conversaciones y las armas sobre sus rodillas. Me preguntaba si había llegado al límite de la vida; si todo eso era el fin, sólo trataba de aspirar el aire como si fuera la última bocanada de vida.
Recordaba a los compañeros y compañeras del Serpaj, a mi hijo mayor, Leonardo, en su resistencia y trabajo en defensa del derecho de los pueblos; era muy joven, con mucho entusiasmo y compromiso acompañando a organizaciones emergentes del drama que vivía el pueblo. Recordaba a quienes dieron su vida para dar vida, desde su lugar resistían con dignidad, como ese grupo de mujeres con las que compartimos el dolor, la resistencia, la esperanza y la fuerza de la oración ecuménica, superando barreras culturales, ideológicas y políticas, unidas para saber a dónde llevaron a sus hijos e hijas. Fuimos aprendiendo a tejer redes solidarias. El tiempo sin tiempo, sin dimensión, continuaba el vuelo de la muerte, hasta que el piloto dice en voz alta: “Tengo la orden de ir a la Base Aérea de Morón, con el prisionero”. Así el avión recorre la costa y se dirige a la base del Palomar. Un edificio pintado de amarillo ya un poco desgastado por el tiempo. El avión aterriza en la pista y estaciona cerca del edificio. Quedo con la guardia armada. El piloto, junto con los oficiales, se dirigen al edificio. No sé el tiempo transcurrido, tal vez más de dos horas. Creo que ahí se decidió qué hacer conmigo. La presión internacional era intensa, de las iglesias, gobiernos, organizaciones sociales y culturales, de organismos internacionales.
Cuando regresan el piloto y los oficiales dicen: “Póngase contento, lo llevamos a la U9, la Unidad Nueve”. Creo que hasta me puse contento de que me llevaran a la cárcel. Lo otro era la muerte.
El día 5 de mayo del año 1977 di gracias a Dios y a la vida poder continuar la lucha y la resistencia en la esperanza. Sé que esa lucha y resistencia no finalizó, que hay que continuar a pesar de tantas claudicaciones, entrega del patrimonio del pueblo a la voracidad de empresas transnacionales y traiciones de quienes vendieron el país. Hay que recuperar valores, identidad, sentido de vida y dignidad de nuestro pueblo. Que la lucha, esperanzas de aquellos que dieron su vida para dar vida no haya sido inútil.
A 32 años hay que continuar construyendo en la esperanza. A pesar de todo.
* Presidente del Serpaj, Premio Nobel de la Paz.
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