Domingo, 10 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
En las nuevas condiciones de las democracias contemporáneas, la política es cada vez menos una competencia organizada entre divisiones claras y permanentes (radical/peronista - conservador/liberal) y cada vez más una dinámica fluida en la que mandan los líderes de popularidad, que establecen con el electorado-audiencia vínculos circunstanciales y cambiantes. Esto no significa, por supuesto, que los partidos hayan dejado de existir ni que carezcan de importancia ni, mucho menos, que la democracia pueda funcionar sin partidos, tecnocrática ilusión incomprobable en cualquier país del mundo. Pero sí implica que la política ha cambiado y que, librada de las ataduras del pasado, descongelada y fluida, adquiere nuevas características. Analizarlas con calma ayuda a entender el enloquecido cierre de listas de la medianoche de ayer.
Contra lo que piensan los nostálgicos y los antiguos, la primacía de la personalidad, la imagen y el spot sobre el comité, la lista y la militancia no es un invento argentino, sino una tendencia general más amplia. Dos ejemplos: Lula, el presidente más popular de Brasil desde Vargas, tiene serias dificultades para posicionar como sucesora a su favorita, Dilma Rousseff, del mismo modo que el MAS boliviano debe recurrir al carisma de Evo Morales para ganar las elecciones. Y si el imperio de las personalidades es notorio aun en el caso de un partido orgánico y sólido como el PT o de un movimiento social con una larga historia de lucha como el MAS, ni qué decir de los desangelados partidos argentinos.
En los meses previos al cierre de las listas, sólo el radicalismo de Jujuy y Chubut eligieron a sus candidatos a cargos nacionales mediante internas. Hubo alguna otra excepción para las listas provinciales o municipales, pero poco más. En general, los dirigentes más taquilleros se han reservado las definiciones, lo cual facilita las cosas cuando el líder es uno solo (como Macri en la Capital o Kirchner en la provincia) pero las complica cuando se trata de una alianza (como ocurrió con el peronismo disidente o el pan-radicalismo bonaerenses). Ocurre que, debilitados los partidos, son los dirigentes los que ocupan el centro de la escena. Y si antes alcanzaba con que el peronismo definiera un candidato para que éste ganara la elección o la disputara con chances, hoy el sello se ha devaluado. En otras palabras, no son las ambiciones de Mauricio y Gabriela ni el anti-republicanismo genético de Kirchner y Scioli ni la incompatibilidad de caracteres entre Cobos y Carrió las razones que explican las noticias de los últimos días, sino la gelatinización de los partidos y la ultrapersonalización televisiva de las campañas.
En simultáneo con los partidos, cambian también los ciudadanos. El ciudadano de hoy ya no se adscribe a un partido de una vez y para siempre. Los tiempos en que alguien nacía radical o peronista, como nacía hincha de Boca o de River, quedaron atrás. Y esto no necesariamente es malo. El politólogo francés Pierre Rossanvallon (La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, Manantial) alerta sobre las miradas tremendistas. Para Rossanvallon, el nuevo ciudadano es como un “consumidor exigente”: demanda, compara y está dispuesto a votar distinto de acuerdo al tipo de elección en juego (el clásico: “A tal lo voto para diputado, pero no para presidente”) y según el nivel de gobierno que se elija.
Y si esto por un lado refuerza el carácter fluido y dinámico de la política, que genera inestabilidad e incertidumbre, por otro puede ser visto como el signo de un electorado más atento y –esto último casi nunca se reconoce– más dispuesto a la autocrítica, a reparar sus propios errores: el hecho de que Eduardo Angeloz haya obtenido el 38 por ciento de los votos en plena crisis inflacionaria y que Leopoldo Moreau apenas arañara el dos por ciento tras la crisis de la Alianza no se debe a las diferencias de personalidad, sino a los cambios en el contexto. Para cuando Moreau decidió jugarse, el radicalismo había dejado de funcionar como un imán para obtener votos.
Otro epifenómeno interesante es el de la frontera política. Debilitados los partidos como organizadores excluyentes de la competencia electoral, la división se estructura cada vez menos alrededor de ellos y cada vez más en torno de la gestión de gobierno, su rechazo o aprobación. Es Kirchner, y no el peronismo, el que estructura la competencia, del mismo que en la ciudad de Buenos Aires es Macri, y no el PRO, el que organiza el debate político, y que en La Plata es Pablo Bruera y no el Partido del Progreso Social el que divide las aguas.
El politólogo Gerardo Scherlis lo resume bien en un artículo incluido en el último libro de Isidoro Cheresky (Las urnas y la desconfianza ciudadana, Homo Sapiens). “Habiendo perdido, o cuanto menos viendo sensiblemente resentido, su rol representativo, los partidos se legitiman sobre la base de su capacidad para gestionar los asuntos públicos. La pretensión de contar con capacidad de constituir el gobierno más eficiente deviene normalmente en el asunto electoral clave, sobre el cual se organiza la competencia.”
Esto genera a su vez una tendencia curiosa: todas las elecciones, aun las parlamentarias, son percibidas como elecciones ejecutivas. Que Francisco de Narváez se proponga como candidato a diputado argumentando que va a combatir la inseguridad (parece dudoso que pueda hacerlo si algún día es elegido gobernador, pero es materialmente imposible que lo logre desde el Congreso) o que Kirchner acepte pasar de la presidencia a una simple diputación, constituyen muestras de esta tendencia. Es esta novedad, más que cualquier otra cosa, la que explica que las listas incluyan a cinco presidenciables (Kirchner, Scioli, Reutemann, Solá y Carrió). Por eso carecen de sentido los insistentes llamados a bajar las expectativas (“¡Pero si en realidad se eligen sólo diputados....!”): no es la maldad irremediable de nuestros dirigentes la que tiende a ejecutivizar los comicios legislativos, sino las nuevas características del juego político.
Todo esto produce una consecuencia notable. Como cuando se miran los ojos claros de una mujer hermosa, cada vez es distinta a la anterior. Con un poco de sensibilidad, no es tan difícil detectar los matices y los tonos.
Durante años, el sistema político argentino fue un bipartidismo casi perfecto, con dos identidades políticas bastante estables que remitían a orígenes, liderazgos históricos y culturas diferenciadas. Tal vez haya sido el Pacto de Olivos el primer momento de ruptura con este esquema y tal vez también (habría que explorar la idea) el primer cortocircuito fuerte entre la sociedad y la clase política como un todo. Lo cierto es que ahora cada comicio es completamente diferente al anterior: en 1995 el radicalismo quedó relegado a un tercer lugar por primera vez en la historia, en 1997 debutaba la Alianza, en 1999 fue elegido el primer presidente de coalición, en 2001 triunfaba el voto bronca, en 2003 el peronismo presentaba tres candidatos (y el radicalismo también), en 2005 el peronismo definía su interna en elecciones generales, en 2007 todos los gobernadores del país, salvo dos, apoyaban al mismo candidato presidencial...
¿Cuál es, entonces, la novedad de la actual elección? La más importante tal vez sea la emergencia de un peronismo disidente (que antes existía pero que recién ahora ha tomado verdadera forma) y de un pejotismo disidente (nada menos que en Córdoba y Santa Fe), junto a la reunificación de la familia radical detrás en una sola lista. Comparando, la elección actual luce como una mezcla entre la legislativa del 2005 (en la que el peronismo bonaerense definió su interna Chiche-Cristina) con la legislativa del 2001, en la que importantes candidatos del partido oficial hacían campaña contra su propio gobierno. Reutemann es a Kirchner lo que Rodolfo Terragno fue a De la Rúa.
Aunque algunos insistan con la cantinela de los políticos que se atornillan a sus cargos, del son siempre los mismos, una mirada rápida a los principales dirigentes demuestra la liviandad del comentario: antes del 2001, Kirchner era un ignoto gobernador patagónico, Carrió una diputada radical en ascenso, Macri el presidente de Boca, Cobos el decano de la Universidad Tecnológica de Mendoza y Scioli el secretario de Turismo. La crisis del 2001, que no está tan lejos, produjo cambios sustanciales que casi nunca se reconocen, tal vez porque los nuevos líderes no surgieron del espontaneismo asambleario ni de la cruzada piqueteril sino del sistema político (aunque en general de sus márgenes).
En fin, no todo es tan negativo en la política argentina, aunque esto no debería leerse como una defensa corporativa sino como un intento por poner en cuestión algunos lugares demasiado comunes y reconocer los avances allí donde existen, además de contextualizar procesos noticiosamente escandalosos como las negociaciones por el cierre de las listas. Muchas veces son las tendencias estructurales las que explican los comportamientos de los dirigentes, sobre todo cuando todos parecen actuar de manera más o menos parecida.
Dicho esto, hay que reconocer también el lugar que juegan la voluntad, la inteligencia y la astucia, y agregar que sólo la miopía estratégica y las mezquindades personales explican algunos fenómenos, como el hecho de que el progresismo porteño pretenda enfrentar al macrismo dividido en ¡varias listas!
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