Domingo, 31 de mayo de 2009 | Hoy
EL PAíS › A CINCUENTA AÑOS DE LA MUERTE DE RAUL SCALABRINI ORTIZ
Intelectual central para entender una época, hizo la autopsia de la economía británica en Argentina, defendió la neutralidad en la guerra, continuó la elaboración de una metafísica de la Patria y su gente. De Forja a su larga continuidad, dos reflexiones sobre un personaje necesario.
Por Horacio González
OPINION
Scalabrini manejaba teodolitos y aparatos de mensura. Un remoto temple positivista reinaba en su conciencia literaria. ¿Dónde y cuándo, como si fuera un narcótico salvador, se aloja en su profesión de agrimensor el tema del “hombre colectivo”? Se diría que siempre en Scalabrini convivieron los humores del positivismo paleontológico –herencia paterna– y los arrebatos del escritor sorprendido por el mito, la “creencia como magia de la vida”, cuestión que toma de Macedonio Fernández.
Pudo haber sido un aguafuertista, como Arlt. Algo de eso hay en La manga, sus cuentos de la década del veinte. Pero Raúl Scalabrini Ortiz abandonaría muy pronto su tributo a una literatura influida por aires decadentistas. Allí estaban la angustia de las muchedumbres, la relación de la locura con el genio y las memorias en primera persona de escritores desesperados.
Se equivocaría con él Hernández Arregui cuando festeja el discurso de la economía política crítica que informa la obra de Scalabrini, pero intenta separarlo de lo que llama las “neblinosas concepciones” tomadas de la obra macedoniana. No es así, una cosa está enlazada inseparablemente a la otra. Sin el autor de Papeles de Recienvenido no hay Scalabrini. Ni hay tampoco Borges o Marechal. Y tampoco hay Scalabrini sin el extraño telurismo que obtiene de la obra de Ameghino, apenas trasladándolo del naturalismo evolucionista hacia el cariz vitalista de un encierro moral que un día obtiene su resarcimiento súbito.
Scalabrini tuerce destinos literarios y científicos, de todo se impregna y todo reutiliza bajo su sello original, su revelada arrogancia. Con esas herramientas de desobediencia no solo leyó la historia de una postración nacional, sino que puso las bases para que no se pudiera hablar de imperialismo sin postular un sujeto moral en permanente convulsión. Esas “muchedumbres” que ya estaban en su obra juvenil, que recibe de la literatura social modernista. También presentes en El hombre que está solo y espera, lo que lo acerca aunque sea alusivamente al hombre social que surge de la venerable leyenda de la tierra poseída en común, que habían postulado los populistas rusos en el siglo XIX.
No es que Scalabrini manejara estos materiales de mezcla sin conciencia de lo que hacía, pues su idea del subsuelo es precisamente la de una fragua enterrada que mixtura lo artístico, lo social y la praxis de un mito reparador. Pero acaso sin percibirlo, ese vida subterránea encantada mantenía a la distancia un aire lugoniano en el estilo de su conciencia agónica y en la mención, no ocasional, de un personaje de la épica intelectual de todos los tiempos. Se trataba de un personaje dispuesto a mostrar en todo momento el honor desesperado de sus verdades: el escritor seducido por un arte de inmolación.
Para Scalabrini, el sujeto que garantizaba el sentido profundo de las cosas tenía un rostro compartido entre el jacobinismo de ínfula romántica y la investigación del archivo sigiloso de las fuerzas que generan el vasallaje nacional. Los investiga con la garra de un científico de las ciencias exactas, en la soledad empírica de su laboratorio.
Por otro lado, le importaba el lado agreste y revolucionario del misterioso secretario de la Primera Junta. El era un morenista. En cambio, no le importaba Rosas, a diferencia de tantos otros hombres de su generación y de su credo.
Aquel sujeto scalabriniano –en conmoción– tenía diversas traducciones. Para Jauretche asumía la figura de un payador de filo, contrafilo y punta. Para Hernández Arregui la de un proletario con conciencia nacional. Para Cooke la de un partisano lector de “manuscritos juveniles” un tanto luckacsianos. Pero para Scalabrini era propiamente el intelectual agonístico siempre al borde de ofrecerse en sacrificio público por la causa de una nación. Una causa que podía ir de la nada a la profecía. Este rasgo no lo toma Scalabrini del nacionalismo de alta escuela sino que lo encuentra en su propia concepción sacrificial. En un padecimiento novelado, con el que quería significar la alegoría misma de la desdicha nacional. Se atormenta una conciencia lúcida individual cuando ve sufrir al cuerpo nacional, antiguo tema del lirismo trascendentalista.
Sin embargo, Scalabrini es alegórico donde Lugones, en su suicidio, es resolutivo. Y es historicista con una visión progresista de la historia, allí donde los Irazusta o Ernesto Palacio son explícitos hombres de honor, duelistas declarados, tanto como eufóricamente lo fue Jauretche.
Todo esto ya está insinuado en El hombre que está solo y espera, un escrito absolutamente modernista al que solo la metafísica que absorbe de su maestro Macedonio Fernández le impide el giro carnavalesco que el mismo tema tiene en Brasil en la figura de Macunaíma o de la antropofagia de Oswald de Andrade. En el siempre recordable Hombre de Corrientes y Esmeralda se halla el arquetipo de una redención amorosa y fraternal, tallada en la inocencia de las multitudes argentinas de las que ya se había ocupado el ensayismo nacional de todas las épocas. Pero en Scalabrini se encuentran volcadas a una epopeya melancólica, a una epifanía de la que surgiría un hombre social emancipado, a partir de los planos internos de una naturaleza mítica. Saldría ese hombre del interior de la geografía, de los ríos, la fauna. De las piedras de las ciudades. Así, Scalabrini va recorriendo un camino. Desde lo inanimado del mineral iniciático, hasta al soplo de la vida liberada.
La famosa descripción del 17 de octubre del ‘45 implica una literatura mitológica, creacionista, con elementos tectónicos y políticos a la vez. Por otro lado, presenta de la manera más original posible, con simultáneo envoltorio mítico, social e histórico, el recorrido de un frente nacional obrero-campesino y criollo-inmigratorio. Hermanados, van el “peón de campo”, el “obrero de las hilanderías”, el “rubio inmigratorio”, el “morocho de overol engrasado”. Es la marcha de los mismos funámbulos que aún hoy –en estos mismos días– son interrogados por literaturas que quizá no consiguen alzar vuelo, aunque se presentan en el afán de dar reinicio a otro ciclo de la memoria crítica nacional.
Martínez Estrada había visto lo mismo, esa gran marcha de espectros, pero como primero creyó que debía condenarla para luego ir él mismo, ¡en persona! a salvarla, logró ser un verdadero incomprendido pues quedó tan solo la primera parte del argumento y no la que le seguía y lo justificaba. Injustamente se lo consideró así un antagonista de Jauretche y Scalabrini cuando en realidad era su complemento secreto. Una suerte de no declarado forjista en la Buenos Aires vista como “cabeza de Goliat”.
Scalabrini es hijo de una irrepetible conjunción. Pensó la economía política con las categorías del Lenin del Imperialismo, fase superior del capitalismo, pero lanzó su escritura como si fuera una réplica macedoniana de los papeles de recienvenido. Este era un hombre macedoniano burlesco, pero también un personaje que estaba solo y esperaba. Sólo que su humor patafísico originario es reconvertido por Scalabrini en un estilo grave y dolorido, del que denuncia en tanto humillado, en tanto perseguido. Entonces, Scalabrini no se privó de la justa altanería del profeta en el desierto, aunque a su alrededor crecían los lectores, que al mismo tiempo que se informaban sobre las formas imperiales de dominio, sentían que se operaba un llamado “desde el subsuelo”. Era la voz que intranquilizaba y urgía. Faltan hoy esos llamados.
Halperin Donghi se equivoca al relativizar a Scalabrini por prácticas que llama “demonológicas” en el lugar que debía haber análisis histórico–sociales. Este tema vale la pena debatirlo. Las de Scalabrini no son tanto demonologías como un capítulo esencial de la historia intelectual argentina, solo que definiendo al intelectual no como un ser irónico –-como lo hace de Halperin– sino con un ser intenso, turbado y agonal.
Una de las piezas maestras scalabrinianas, la “Destitución de Aramburu y Rojas”, publicada en la revista frondizista Qué, permite evaluar al paradoja del intelectual crítico. Frente al mismo Perón intenta rectificar los rumbos que juzga equivocados del gobierno surgido de las agitaciones del ‘45, mientras aquellos militares golpistas en su momento recibirían prebendas y medallas. Luego del golpe, es el intelectual que se había declarado disconforme el que saldrá a defender al gobierno derrotado por esos almirantes y generales, los mismos que en su momento habían sido parte del “sistema”. Como intelectual “descarnado” Scalabrini deberá mostrar que no pertenece ni pertenecerá a los dominios del Estado sino a una república utópica de revelaciones intelectuales y catacumbas pasionales. No hace demonología sino vivisección social con datos estadísticos sobre ferrocarriles y petróleo. No hace sociología política sino que se implica en una rara suerte de mesianismo realista, un patriotismo de cuadros estadísticos y democracia radicalizada.
Como nacionalista popular, Scalabrini esgrimió una economía de emancipación; como escritor amante de alegorías, fue poseído por una metafísica vitalista. Esta explosiva fusión es aún un ejemplo para los tiempos que corren. Verdaderos materiales faltantes en una vida nacional embotada que es menester recrear y despertar. Con ellos, Scalabrini sigue ofreciendo su pócima moral. La soledad junto a la esperanza. No las dos cosas separadas, como querrían los apenas ensimismados y los solamente bienhechores. Sino esas dos éticas actuantes en común. La del anacoreta en su cartuja avizora y la del expectante con su manojo de papeles de requerimiento y advertencia. Con ellos se dirige a las multitudes que siempre se hacen presentes, y siempre hacen notar un dolorido rasgo de ausencia.
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