EL PAíS › OPINION

La inflación no es como Ricardo Fort

 Por José Natanson

El aumento de la carne tiene explicaciones múltiples. Algunas lo atribuyen a los avances de los últimos años: el consumo per cápita ronda hoy los 75 kilos al año, un record resultado del alto crecimiento y los avances sociales. Otras son efecto de causas inevitables, como la sequía que adelgazó y mató al ganado, y otras, muchas, tienen que ver con desaciertos de la gestión: entre ellas, el avance de la soja, que empuja la frontera agrícola en desmedro de la superficie dedicada a la ganadería, y el fracaso, o la insuficiencia, de los programas de feed-lots. La estrategia de Guillermo Moreno de negociar con los grandes frigoríficos precios rebajados en los hipermercados a cambio de una agilización de los registros de exportación sirvió para contener los aumentos durante un tiempo, pero lógicamente no ayudó a revertir el deterioro del stock. A esto hay que sumar las acusaciones oficiales por la supuesta especulación de los productores, que apostarían a una suba de precios antes de faenar. Como señaló Fernando Krakowiak el jueves pasado en este diario, ninguno de estos factores es excluyente.

Y con el aumento del precio de la carne volvió, renovada, la inflación. El viernes, el Indec estimó el índice de inflación de enero en uno por ciento, aunque las consultoras privadas lo estiran hasta el 2 por ciento. En todo caso, no sólo la carne, que representa el 7 por ciento de la canasta de bienes y servicios que compone el IPC, sufrió un fuerte aumento, sino también la leche, las verduras, la fruta y la nafta, en un contexto de recuperación de la actividad y boom de consumo –alcanza con mirar las transmisiones de Crónica TV desde Mar del Plata, con la Bristol llena–. Se recrea así el dilema que persigue a los economistas desde siempre –cómo compatibilizar un alto crecimiento con una baja inflación– y que el gobierno kirchnerista no ha logrado resolver. A esta altura, parece evidente que la inflación alta (aunque no descontrolada) es un rasgo inherente al modelo K y no, como Ricardo Fort, un fenómeno del verano.

Veamos.

Dos modelos

El debate sobre los modelos –en el sentido de identificar los rasgos principales de un tipo de apuesta al desarrollo– es interesante siempre y cuando se acompañe con datos precisos y algunos números, como los que incluye Julio Sevares en su artículo “Argentina y Brasil: diferente macroeconomía, la misma vulnerabilidad” (Revista Nueva Sociedad Nº 219).

Simplificando apenas, el modelo económico kirchnerista, continuación del iniciado por Duahalde-Lavagna en el 2003, se basa en: un tipo de cambio devaluado (“competitivo” en la jerga oficial), retenciones (que funcionan como un cambio especial para el agro, los hirocarburos y la minería, permiten capturar súper rentas y por lo tanto fortalecer al fisco), poco financiamiento externo (menos como resultado de una decisión estratégica que como inercia del default) y una apuesta al aumento constante de la demanda interna. Las cuentas fiscales se mantuvieron controladas mediante la generación de superávit y, después, con medidas de política económica (transferencia del Banco Nación y el Central, Anses, etc.).

El resultado fue un alto crecimiento –8,8 por ciento entre 2003 y 2007–, un boom de las exportaciones agrícolas y aumento menos comentado pero muy real de la producción industrial: entre 2003 y 2007, el PBI industrial creció 16,4 por ciento, contra 5,3 del PBI agropecuario, aunque se trata de una industria muy dependiente del tipo de cambio y, por lo tanto, de baja productividad relativa. Desde principios del 2007, la inflación acompaña al crecimiento, con tasas anuales de entre 15 y 20 por ciento según las consultoras privadas y de menos de 10 de acuerdo al Indec.

Brasil, en cambio, mantuvo altas tasas de interés que, en un contexto de abundancia de capitales en los mercados internacionales (al menos hasta el estallido de la crisis mundial), generó un tipo de cambio sobrevaluado (en su punto máximo, el dólar llegó a 1,58 reales) y fluctuante (pese a los esfuerzos del gobierno por contener la devaluación, el real se depreció 40 por ciento en dos meses, para luego recuperar su paridad). El efecto negativo del tipo de cambio súper apreciado sobre las exportaciones industriales fue compensado con amplias y eficientes políticas sectoriales, en particular las implementadas por el BNDS. Por eso, las exportaciones se duplicaron entre 2003 y el 2007 y se logró mantener el superávit comercial (aunque aumentó el peso de las exportaciones agropecuarias sobre el total). La inflación se mantuvo baja –6,5 por ciento en el 2008, el peor año– pero a un costo alto: el crecimiento del PBI entre 2003 y 2007 fue de 3,7 por ciento, la mitad del argentino.

Economía y política

Si, a diferencia de Brasil, la inflación es parte constitutiva del modelo K (y vuelve renovada cada vez que, como ahora, se recupera el crecimiento), entonces no está de más preguntarse por su efectos no sólo económicos, sino también políticos.

Conviene siempre empezar por el principio: ¿por qué perdió Kirchner las elecciones del 28 de junio? En su momento circularon varias hipótesis, que atribuían la derrota al estilo presidencial, la influencia contrera de los medios o la mala fama de algunos integrantes del gabinete. De entre todas estas teorías, una de las más comentadas relacionaba los resultados con el conflicto por el campo. Y aunque es cierto que a partir de la disputa por la 125 algo se rompió para siempre (y en política sucede como en el amor: de algunas cosas es imposible volver), también es verdad que los sectores medios, los más expuestos al influjo mediático y más sensibles al clima de polarización generado por el conflicto agropecuario, habían comenzado a alejarse del Gobierno mucho antes, antes incluso de las presidenciales del 2007. Un rápido repaso por los resultados de aquellos comicios confirma que Cristina Kirchner había ganado básicamente con el apoyo de los sectores tradicionales del peronismo (arrasó en el conurbano y obtuvo muy buenos resultados en el Noreste y el No-roeste) y había obtenido menos votos en las zonas de clase media (Elisa Carrió ganó la Capital y Roberto Lavagna en Córdoba).

Pero la hipótesis que circuló en los despachos oficiales y que Kirchner hizo suya atribuía la derrota a la indecisión a la hora de avanzar en ciertas reformas de fondo. La lógica consecuencia de esta idea –para recuperar el amor popular era necesario desplegar iniciativas audaces– fue el impulso a la ley de medios, batalla que el Gobierno ganó luego de un par de meses de polarización y conflicto. Y aunque es cierto que este tipo de jugadas pueden ayudar al oficialismo a recuperar parte de su buena imagen, mi impresión, ya comentada en esta columna, es que sirven para consolidar un núcleo de apoyo sólido pero reducido (una minoría intensa) antes que para recuperar el respaldo de amplios sectores sociales. El problema es que la adhesión de este núcleo duro puede ser útil para garantizar la gobernabilidad en tiempos de “pato rengo” pero difícilmente alcance para ganar una elección (salvo en contextos de extrema atomización, como en las elecciones del 2003).

Es raro, en política, encontrar explicaciones monocausales. El Gobierno perdió las últimas elecciones por muchos motivos, de los cuales los arriba mencionados pueden ser importantes. De entre todos ellos, sin embargo, la inflación quizás haya sido el más relevante.

Como se sabe, los más afectados por la suba de precios son los sectores populares, que carecen de capacidad de ahorro (gastan todo lo que ganan), destinan la mayor parte de sus ingresos a alimentos (que registraron aumentos superiores a la media) y que no tienen mecanismos para protegerse, tarjeta para patear pagos, gremios que negocien sus salarios (en general trabajan en condiciones de informalidad). La mejora de los indicadores sociales registrada a partir del segundo semestre del 2002 (cuando la pobreza llegó a su máximo histórico: 54 por ciento) fue nítida: el segundo semestre de 2006, el último para el cual se cuenta con datos confiables del Indec, cerró con 26,9 por ciento de pobreza. Desde aquel momento, el índice comenzó a deteriorarse. Según la consultora SEL, ajustada por la canasta real y no por la informada por el Indec, la pobreza habría comenzado a aumentar a partir de mediados del 2007: 28,3 en el primer semestre, 30,3 en el segundo, 32,3 en 2008 y 34 por ciento en 2009. Artemio López estima la pobreza en alrededor de 31 por ciento, al igual que Ecolatina, es decir el doble de la medición del Indec y cinco puntos más que los niveles de fines del 2006.

En las elecciones del 28 de junio, el Gobierno perdió el apoyo de muchos sectores que hasta el momento lo habían acompañado: menos de diez puntos separaron a Kirchner de Francisco de Narváez en distritos como La Matanza o Esteban Echeverría, e incluso fue derrotado en Tres de Febrero, San Miguel y Lomas de Zamora. Fue sobre todo el malestar del electorado peronista tradicional, el más afectado por la inflación, lo que explica la derrota.

Pero hay una diferencia crucial entre aquel momento y el actual. La experiencia internacional confirma que los planes de transferencia de renta, bien utilizados y masivos, contribuyen a bajar la pobreza. Volviendo al debate sobre los dos modelos, el bajo crecimiento de Brasil no impidió una mejora sostenida de los índices de pobreza: según datos de IPEA, pasó de 42,7 por ciento en 2002 a 30,7 por ciento en la actualidad, explicable en buena medida como resultado del impacto del Bolsa Familia, que llega ya a casi 12 millones de familias (50 millones de personas). ¿Qué sucederá en Argentina? El Ingreso Universal para la Niñez, lanzado en octubre del año pasado, enfrenta serios desafíos de gestión, y todavía debe cumplir la promesa de extenderse hasta llegar a los 5 millones de beneficiarios. Sin embargo, si se implementa correctamente puede contribuir a paliar el efecto de la suba de precios en los sectores populares, un problema económico que le ha generado al Gobierno muchos más costos de lo que parece dispuesto a reconocer.

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