Domingo, 19 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
Los episodios de fuerte impacto social suelen abrir debates que parecían obturados: los medios aprovechan para desplegar información sobre temas nuevos y a veces hasta es posible sacar alguna que otra conclusión. Así como la discusión en torno de la 125 dio pie a miles de notas sobre la extensión de los cultivos transgénicos, los pools de siembra y la nueva realidad del agro, y así como el debate por la ley de casamiento igualitario permitió conocer las demandas de las minorías sexuales, los sucesos de los últimos días en el Parque Indoamericano habilitaron interesantes discusiones sobre la inmigración de los países limítrofes, las políticas de vivienda y ocupación territorial y el manejo de las fuerzas de seguridad. De entre todas las notas me interesa rescatar la publicada por Sergio Berensztein el martes pasado en Clarín, no porque sea especialmente buena ni especialmente mala, sino porque es sintomática, en el sentido de que condensa algunas ideas muy escuchadas en estos días y sobre las cuales, creo, vale la pena llamar la atención.
Berensztein pone el eje en lo que denomina el “fracaso” del Estado, fracaso que se verificaría en diferentes aspectos. Uno de ellos, que el autor obviamente destaca a partir de los episodios en el Indoamericano y tras aclarar que toda xenofobia debe ser repudiada, es la dificultad para “administrar de acuerdo con prioridades claras y revisadas a lo largo del tiempo los criterios de selección para todos los hombres y mujeres del mundo que quieran habitan nuestro suelo”.
El argumento es clásico: el problema no es la inmigración en sí, sino la inmigración descontrolada, sin metas claras ni objetivos ni, en palabras de Berensztein, “criterios de selección”. El problema de este razonamiento es que la inmigración siempre se descontrola. El ejemplo más claro es la ola de mexicanos a Estados Unidos: se estima que unos siete millones de mexicanos sin documentos viven en ese país y que cada año, pese a los esfuerzos, llegan otros 300 mil. Si la mayor potencia del mundo, con toda su infraestructura de seguridad, policías, patrullas y muros, no puede controlar los 3200 kilómetros de frontera que la separan de un solo país, ¿cómo hará Argentina, con muchos menos recursos, para controlar los 6834 kilómetros que la separan de cinco países?
Mientras haya desigualadad a un lado y otro de la frontera, habrá migraciones. Durante casi todo el siglo XX, los chilenos constituyeron la primera corriente migratoria proveniente de un país limítrofe. Luego, a partir de los ’80, comenzaron a disminuir, ubicándose hoy por debajo de los bolivianos, paraguayos y peruanos. Y esto no se explica por la construcción de un muro cordillerano sino por el alto crecimiento y la mejora sostenida de los indicadores sociales registrada en Chile en las últimas décadas.
Al modelo policial de Estados Unidos hay que oponerle el esquema europeo: con su ampliación a los 27, la Unión Europea aceptó la incorporación, con libre movilidad de personas, de países con grados de desarrollo muy diferentes, en algunos casos fronterizos (Polonia y Alemania, por ejemplo), bajo el supuesto de que sólo mediante una convergencia será posible el desarrollo del conjunto (aclaremos que el costo de la apertura de las fronteras internas fue un endurecimiento casi criminal de las fronteras extra europeas, en particular con Africa). En todo caso, y conectando su tradición humanitaria de puertas abiertas, Argentina debería apostar a este modelo, que busca equilibrar el desarrollo, más que a una, por otra parte imposible, política basada en “criterios de selección”.
Otro de los puntos señalados por Berensztein como demostración del cabal fracaso del Estado es su tamaño (“inmenso”) y su eficacia (“inútil”). Dice el autor que el Estado “asfixia” a los contribuyentes con una carga fiscal altísima. Pero no es así: Argentina recauda, incluyendo a las provincias, el equivalente al 27,6 por ciento de su PBI, según datos de la Cepal. Esto implica una recaudación inferior a la de países que suelen generar aplausos por su correcto manejo macroeconómico: Brasil, por ejemplo, recauda un asombroso 35 por ciento del PBI, mientras que en los países desarrollados la presión tributaria es aún mayor: asciende al 35,9 por ciento entre los integrantes de la OCDE.
Además de “asfixiante”, Berensztein también afirma que “los que soportan un porcentaje mayor de la carga tributaria” son los que “deben además abonar ellos mismos por los servicios que el Estado no presta (educación, salud, seguridad)”. La afirmación de que las clases medias y altas, que pagan por escuelas, planes de salud y hasta seguridad privada, son las que pagan más impuestos, también es discutible.
Como sucede en casi todos los países en vías de desarrollo, en Argentina la distribución del ingreso empeora, en lugar de mejorar, luego de impuestos. Esto significa que, proporcionalmente, los pobres pagan más y no menos impuestos que los ricos, tal como demuestra un trabajo de Oscar Cetrángolo y Juan Gómez Sabaini (“La tributación directa en América latina: equidad y desafíos”): en Argentina el Coeficiente de Gini (el índice más popular para calcular la desigualad) empeora 3,5 puntos luego de impuestos. En Suecia, en cambio, mejora 52,2, en Holanda 40 y en Francia 41.
Tras denunciar su tamaño, el artículo propone recuperar el Estado. Escribe Berenztein: “Esos fracasos cotidianos son de distinto alcance y magnitud, pero tienen algo fundamental en común: se caracterizan por una patética mezcla de ineficiencia, de- sidia, corrupción, improvisación , reacciones espasmódicas, falta de diagnósticos correctos y actualizados, falta de recursos humanos” (...) “Es hora de asumir que nunca la Argentina se dio a sí misma la oportunidad de diseñar un modelo de Estado que cuente, de una vez por todas, con los recursos institucionales, humanos y tecnológicos para brindar los bienes públicos esenciales para el desarrollo humano”.
La cuestión es la deshistorización del planteo. El Estado argentino no siempre fue ese agujero negro de ineficiencia que horroriza a Berensztein. De hecho, a mediados del siglo XX Argentina contaba con un Estado de bienestar obviamente imperfecto pero amplio y generoso para los estándares regionales: ¿qué país latinoamericano –salvo Uruguay y en menor medida Costa Rica– contaba con seguro de salud prácticamente universal, sistema jubilatorio, planes de turismo social, etc.? Los grandes avances con los que da la lata Pino Solanas –Argentina fue el 8º país del mundo en construir un avión a reacción, el primero de Sudamérica con una central nuclear del continente y el único con tres Premios Nobel en ciencias– son todos resultado de esa época. Si hoy tenemos un Estado en decadencia (punto que habría que discutir), no es por una malformación genética, sino por un proceso de destrucción que comenzó en los ’70 y concluyó en los ’90, con el desguace neoliberal.
La derivación natural del planteo deshistorizado de Berensztein es un estatismo tan abstracto como inconducente. El autor quiere Estado pero no dice con qué. Por ejemplo, reclama un Estado que “asegure la integración del conjunto del territorio nacional”. Perfecto, pero... ¿con o sin Aerolíneas? Visto el fracaso de la gestión privada, ¿está dispuesto a aceptar Berenztein una línea de bandera que mantenga vuelos a Santiago del Estero y Formosa? Eso cuesta mucha plata, pues se trata de destinos inevitablemente deficitarios, aunque esenciales para asegurar “la integración del conjunto del territorio nacional”. Del mismo modo, Berensztein sostiene que el Estado debe “desarrollar una red de servicios de salud básica que priorice los esfuerzos preventivos y los grupos de riesgo” y “asegurar un sistema de infraestructura física que brinde certidumbre y estabilidad en la oferta energética”. Perfecto, pero ¿cómo financiar todo esto si la carga fiscal ya es “asfixiante”?
Al presentar una lista de buenas intenciones sin especificar la forma en que deberán llevarse a cabo, Berensztein ignora los profundos conflictos que implica cada decisión adoptada al frente del Estado. Revertir la contaminación en la cuenca Riachuelo-Matanza, que el autor reclama con urgencia, supone enfrentarse con centenares de empresas que vierten allí sus de- sechos (una de las denunciadas por contaminantes es justamente Papel Prensa). El problema de Berensztein no es lo que dice, pues nadie en su sano juicio objetaría la idea de un Estado que “fomente el de- sarrollo humano”. El problema es lo que no dice, la superficialidad del planteo. Contra lo que sugiere el autor, el Estado no flota en el vacío: se mueve en –y es arena de– permanentes choques de intereses, siempre enredado en densas tramas de actores que lo condicionan y le ponen límites. Como demuestran algunas experiencias recientes (De la Rúa) y otras en curso (Macri), ignorar esta realidad es lo que realmente conduce al fracaso del Estado.
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