Domingo, 19 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
Reaparece recurrentemente entre nosotros la discusión sobre la vigencia de la división del mapa político argentino entre izquierdas y derechas. No es una cuestión nueva ni restringida a nuestra realidad: los extraordinarios cambios sociales, políticos y culturales a escala mundial ocurridos en las tres últimas décadas pusieron en crisis los esquemas ordenadores de la política. La centralidad de los Estados nacionales tambaleó bajo el temporal de la globalización, las identidades sociales generadas durante la hegemonía del capitalismo industrial y la sociedad salarial sufrieron una intensa erosión, la “sociedad de los individuos” pareció alejarse definitivamente de los conflictos ideológicos y los antagonismos de clase. En el caso argentino, la dupla izquierda-derecha no se situó nunca en el centro de la disputa. Conservadores-liberales, radicales-conservadores, peronismo-antiperonismo fueron las antinomias que organizaron las grandes pertenencias políticas de la nación recién organizada, de la democratización y de la incorporación de los trabajadores a la plena ciudadanía política. La izquierda así autodefinida alcanzó a ocupar posiciones importantes en la lucha social pero no se expresó como alternativa política de poder, a no ser como “alas” de los grandes partidos populares. La derecha tampoco tuvo su expresión política hegemónica independiente y, en su caso, se expresó a través de las grandes corporaciones económicas, los sectores partidarios conservadores y, hasta 1983, por medio de los golpes y chantajes militares.
El debate se ha reinstalado. Desde su ascenso, el kirchnerismo ha reivindicado su lugar histórico en el mundo del “centroizquierda”, sin abjurar de su condición peronista y construyendo un nexo simbólico con la juventud de los años setenta. La derecha ha retomado el intento –exitoso con la UCeDé de mediados de los ochenta– de construir su espacio político propio a través de la figura de Macri y de su resonante triunfo electoral porteño de 2007.
Sin embargo, entre analistas políticos de diferente signo se procura recusar la existencia de esas divisiones. Cuando Macri ganó la elección en la ciudad de Buenos Aires, abundaron los juicios que negaban que eso significara un triunfo de la derecha. La sociedad porteña no votó a la derecha, decían, sino que se pronunció por un buen gobierno de la ciudad, al margen de los rótulos y las definiciones ideológicas. El argumento lució débil desde un principio: las derechas –tampoco las izquierdas– ganan con los votos de sus propias filas que, salvo en tiempos fugaces de excitación y temblor político, son siempre minoritarias en el conjunto de la población; necesitan, para ganar, del voto centrista y oscilante de las mayorías. Con el paso del tiempo y el desarrollo de la acción de gobierno, la interpretación tecnocrática del triunfo macrista languidece aún más. No solamente porque el gobierno profundizó la desigualdad, debilitó el espacio público, se concentró en los grandes negocios público-privados, nombró funcionarios de indudable abolengo conservador y desarrolló un discurso de derecha cada vez más crudo; también porque, aun en el marco de ese sinceramiento político, conservó un núcleo duro de apoyos electorales que, aun cuando aparece visiblemente debilitado, está en condiciones de pelear la continuidad en el gobierno. Difícilmente esos apoyos puedan explicarse en términos de “buen gobierno” y neutralidad política.
La escena desplegada alrededor del conflicto en el Parque Indoamericano refuerza la existencia y la vigencia de la alternativa derecha-izquierda. Un “parque” reducido a basural por la desidia gubernamental ocupado por pobladores de una villa cercana, un desalojo violento y fracasado, la demanda del gobierno porteño de un nuevo desalojo sazonado por apelaciones xenófobas que encendieron la mecha de la guerra entre “buenos vecinos” y “extranjeros delincuentes” y la decisión del gobierno nacional de descartar cualquier nuevo recurso a la violencia para encarar una búsqueda, finalmente exitosa, de solución política conformaron un cuadro muy completo de la naturaleza de las diferencias.
Claro que pensar en términos de derecha e izquierda requiere precisiones necesariamente litigiosas. Es necesario distinguir el plano de los valores y de las estructuras: sostener, por ejemplo, que el gobierno nacional sostiene rumbos afines a la izquierda no equivale a caracterizar de ese modo a todas las fuerzas políticas que lo apoyan. Del mismo modo, registrar las reacciones antiextranjeras como expresión ideológica de derecha no supone que las personas que ocasionalmente se pronuncian de ese modo asumen posiciones de derecha en todos los sentidos. Izquierda, supo decir Norberto Bobbio, significa básicamente igualdad y común pertenencia ciudadana, y derecha significa aceptación de la desigualdad como fuente del espíritu competitivo y creativo que desarrolla a las sociedades. Son dos polos “ideales” que, en la práctica política, funcionan de modo flexible y siempre acechados por los requisitos tácticos de la lucha por el poder.
En la Argentina de estos años funciona otra manera de la negación de la existencia de las derechas y las izquierdas. Su recitado es más o menos así: el gobierno no tiene ninguna afinidad con la izquierda y el centroizquierda; ha montado un simulacro en el que la agitación populista funciona como decorado del pragmatismo y la acumulación sistemática de poder. Esta mirada es, sin duda, una regresión metafísica, según la cual los grandes conflictos de intereses y valores políticos pierden entidad porque quienes lo impulsan carecen de autenticidad. Para identificar izquierdas y derechas bastaría una colección de carpetas de archivo mediante las cuales se identificaría el ADN del actor, lo que a su vez validaría o negaría sus pretensiones de identidad política. Lo que ocurre es que en política no hay máscaras o, lo que es lo mismo, todas son máscaras; lo que se dice y lo que se hace se convierte en una presencia independiente de la voluntad del actor. Así como hoy se puede reconocer que la conquista de las vacaciones y el aguinaldo son independientes del paso de Perón por Italia y su elogio de Mussolini, también con el tiempo la democratización de los medios, la asignación a la niñez o la reestatización de los aportes jubilatorios se emanciparán de la biografía de los Kirchner.
Por otra parte, ¿se justifica adoptar el ropaje del pluralismo y la negociación política en lugar de la represión ante el conflicto en el sur de Buenos Aires con fines electorales? Hoy hay muchos consultores que se atreven a poner en duda ese aserto y más bien consideran que el oficialismo puede pagar algún costo por esa definición. ¿Está la opinión pública tan volcada a favor de una gestión de la seguridad de corte político democrático y respetuoso de los derechos humanos como la que se insinúa con la designación de Nilda Garré al frente del ministerio? Es razonable ponerlo en duda. De manera que el balance provisorio del episodio es, más bien, una apuesta fuerte de la Presidenta a explotar su recuperación en términos de opinión pública en la dirección de una profundización de líneas de acción que serían más problemáticas en otros tiempos.
Tampoco es una apuesta “inocente”. Consiste en el aprendizaje de la experiencia: cuando un gobierno “crece” haciendo concesiones cruciales a sus adversarios (corporaciones, grupos mediáticos concentrados, sectores oscuros en las fuerzas de seguridad), los que en realidad crecen son esos adversarios. Las vicisitudes de la democracia recuperada desde 1983 parecen una prueba categórica al respecto.
Se podría pensar que la díada derecha-izquierda no solamente está vigente hoy entre nosotros, sino que ha adquirido una densidad temática y un dramatismo político que no tuvo antes. Y en ese clima, los argentinos decidiremos nuestro futuro político en octubre próximo.
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