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COMO FUNCIONA LA POLITICA EN UN PAIS CON POBREZA E INDIGENCIA RECORDS
Ser oficialista tiene sus bemoles
La cruel foto del INDEC y una errada declaración de Lavagna. La difícil síntesis que busca Néstor Kirchner. El pobrerío peronista, un target esquivo. La estrategia que propone el duhaldismo y ciertas dudas que desata. El Gobierno embiste contra los piqueteros, mientras negocia en paralelo. Disquisiciones sobre la política de los movimientos de desocupados. Y algunas paradojas que excitan al politólogo sueco.
Por Mario Wainfeld
Veintiún millones de argentinos son pobres y, dentro de ellos, diez millones indigentes, redondeando apenas las cifras que el INDEC dio a conocer el viernes. Datos que dan cuenta de la magnitud de los cambios que debe realizar un país que se pretende democrático y cuyo himno proclama -parafraseando la inmortal consigna de la Revolución Francesa– que la igualdad es noble. Nada menos noble que la foto de la Argentina actual donde un puñado de privilegiados, menos que el diez por ciento de la población, casi monopolizan el poder, el prestigio, los bienes económicos y las expectativas positivas a futuro. No es digna de mirarse al espejo una comunidad que niega a la mayoría de sus ciudadanos el acceso a los bienes básicos que prodiga la modernidad.
Tamaña afrenta viene radicalizándose de hace añares, más de un cuarto de siglo, y tuvo un ponderable crecimiento en la infame década menemista. El actual gobierno añadió su diezmo y consiguió su propio record. Un record que cualquier funcionario debería tener entre ceja y ceja a cada instante, máxime en sus raptos de soberbia, un pecado capital que suele prosperar en forma asombrosa en la corporación política que (allende ciertos pequeños matices) gobierna pésimamente desde hace 20 años este pequeño país asolado.
Horas antes de la difusión masiva de esos datos inapelables, Roberto Lavagna intentó ningunear la calidad de los índices del INDEC, con afirmaciones de improbable rigor técnico y nula sensibilidad política. Buscó el pelo en la leche de cifras que responden a parámetros internacionales reconocidos, en lo que unánimemente fue leído como un vano intento de tapar el cielo con un arnero. Las mediciones son convenciones (tanto como lo son los índices de precios al consumidor que el ministro de Economía suele blandir como trofeo), pero es un dislate dudar de que, a grandes trazos, son certeras. Si Lavagna pensaba, por decir algo, que en la Argentina hay 14 millones de pobres, primero y principal estaría burdamente equivocado y, segundo, habría debido pedir la cabeza del titular del INDEC. Si piensa que hay un pequeño error de margen, más le valía callar. Voceros de Economía intentaron minimizar la gaffe explicando que la declaración “no fue un hecho político” y fue formulada a medios extranjeros sin premeditación y sin esperar que repercutiera en la Argentina. Una esperanza o ingenua o errónea en la aldea global que puso a un funcionario que suele moverse con muñeca política en un registro similar al que transitó, otrora, el intratable autoritario Domingo Cavallo.
El episodio acaso sirva para iluminar algo que le viene ocurriendo a todo el oficialismo, que es una equívoca autoponderación, producto quizá de que ha recorrido una trayectoria inusual. Este gobierno hundió a la Argentina al peor abismo económico-social de su historia, por coronación de tendencias instaladas y de sus desvaríos durante los primeros meses de 2002. La disolución nacional pareció un diagnóstico ineludible que afortunadamente no se terminó de cumplir.
La parte del león del milagro la puso la mayoría de la sociedad obstinada en mantener cordura y unidad, y que tuvo la templanza y la astucia, bien argentina, de atar con alambre lo poco que había y tratar de zafar. Y una parte la añadió el propio gobierno que consiguió salir de la ingobernabilidad que él mismo había azuzado. Así las cosas, la sensación térmica del ánimo colectivo es menos catastrófica que hace un semestre, pero la situación real sigue siendo ominosa.
No es una paradoja sino más bien una complejidad, que marca el estrecho precipicio por el que debe transitar el pretenso delfín del duhaldismo Néstor Kirchner. Rescatar los mejores momentos de una administración que puso al país en coma cuatro y ahora lo tiene en terapia intensiva, con sensación y acaso con pronóstico de módicas mejoras, es una tarea densa. El beneficio de inventario es un derecho que los votantes no suelen reconocer a los políticos en campaña. El candidato ha empezado a caminar ese camino de cornisa y habrá que ver cómo le irá. En estos días ha combinado elogiospúblicos a Lavagna con posiciones críticas a tres de sus medidas más recientes e impopulares: la aceptación de reformas a la banca pública, los aumentos de tarifas de servicios públicos y la reanudación de las ejecuciones hipotecarias.
Esa voluntad de diferenciarse positivamente tal vez también incida en la designación de su compañero de fórmula, una decisión que suele desatar semióticas interpretativas a veces irreparables (que lo diga, si no, Adolfo Rodríguez Saá, cuya declinación coincide con la nominación de Melchor Posse). Eduardo Duhalde, asegura un ministro cuya oficina dista pocos metros de la del Presidente, sigue fascinado con que Lavagna vaya como vice. Es dable dudar de que la compañía del titular de Economía le sirva a Kirchner en los próximos meses, cuando él busque imantar multitudes y el Gobierno pague las facturas de su acuerdo con el FMI. La negociación con el Fondo ha tenido un reconocimiento no menor, al que esta semana se sumó públicamente Aldo Ferrer, y cierto es que el ministro tuvo actitudes firmes y hasta violentó verdades reveladas, pero su resultado no es (por decirlo con ironía) exactamente una victoria contra el imperialismo. Tal parece, y así lo reveló el periodista Diego Schurman en este diario, que Kirchner ya adelantó a sus laderos más fieles que no llevará en su boleta a un ministro del actual gobierno, una decisión que parece registrar los vientos del ánimo colectivo pero que aún está sujeta a la fumata entre el candidato y el Presidente que viene pensando distinto. De todas maneras, en estos días ha crecido la posibilidad, adelantada en esta columna el domingo pasado, de que el gobernador jujeño Eduardo Fellner sea el mocionado para vice, en pro de disipar algo el tufillo a duhaldismo.
Pegarse-despegarse. La charada es peliaguda porque Kirchner no sólo debe aligerarse de duhaldismo, también lo necesita para hacer pie en el tramo del electorado que le es más esquivo y que hasta (al día de hoy) literalmente lo desconoce: el pobrerío, en especial el que se sigue identificando como peronista. A la busca de su aprobación (y antes de su identificación) el patagónico iniciará el martes un maratón de docenas de actos en todo el país, con epicentro (¿dónde si no?) en el conurbano. Para un integrante de primer nivel del gabinete es un esfuerzo a pura ganancia: “Si caminamos bien la provincia podemos aspirar al cuarenta por ciento de los votos. Eso es, números redondos, el 16 por ciento del padrón nacional. Adicionando una buena elección en Capital –se estimula– ya estamos en ballottage. Nuestra gente tiene que conocerlo, identificarlo con Duhalde y estos actos son una baraja importante.”
Un consultor de primer nivel, que dialogó con Página/12 en prolijo off the record, piensa distinto. “Kirchner es un candidato de opinión, no un carismático que conmueve a sectores populares. No tiene asunto fatigarlo en actos en lugares donde Menem o Adolfo lo cuadruplican en intención de voto, por decir lo menos.” Lo cierto es que la predominancia de los dos candidatos alternativos del PJ en la masa –creciente como ya probó el INDEC– de pobres es otro de los escollos que deberá remontar Kirchner. El martes en Lanús, esperando tener a Chiche Duhalde al lado, empezará a ver si puede.
Ojo con el amperímetro
El decano de la Facultad de Ciencias Políticas de Estocolmo no puede controlar su furia. Quien fuera su pollo, su protegido, el politólogo sueco que escribe su tesis de posgrado sobre Argentina, lo saca de quicio. Dos nuevos vicios ha adquirido el becario: una ostensible inclinación a favor del peronismo y la tendencia a repetir todos los clichés y lugares comunes del periodismo y los políticos argentinos en sus informes. “Desde que Lole se apeó en boxes, Duhalde se pasó buscando un muletto –reza el informe llegado desde Buenos Aires–. De la Sota nunca movió el amperímetro y ahora el muletto es Kirchner. Pero Duhalde no consigue alinear su tropa tras él,el menemismo sigue con los tapones de punta y habrá que ver si Kirchner mueve el amperímetro. De todas formas, el PJ ganará las elecciones porque es la única fuerza en Argentina acostumbrada a tutearse con el poder”.
El decano no puede creer lo que lee, le fastidian esas pretendidas metáforas, huérfanas de rigor científico. Máxime porque el hombre se ha familiarizado algo con el lenguaje coloquial de los argentinos y sospecha (equivocadamente, pero él no lo sabe) que la expresión “mover el amperímetro” tiene un doble, procaz, sentido.
Piquete de ojos
En un momento que cualquier manual de política juzgaría desaconsejable, el Gobierno se abrió un frente de conflicto con las organizaciones de desocupados, que detonó en una discusión pública cargada de reproches y denuncias mutuas de la que el oficialismo seguramente tratará de salirse en los próximos días. El mismísimo Presidente denunció politicismo y electoralismo de los dirigentes piqueteros, conductas que (más allá de la precisión de las imputaciones) no son precisamente pecado. La ministra Graciela Camaño, que suele tener buen diálogo con el sector, esta vez enriqueció la polémica con denuncias judiciales, un modo de apriete impropio, máxime si lo blande un gobierno de escueta legitimidad.
Los piqueteros han sido un emergente de los cambios siderales de la Argentina, que transitó del pleno empleo a la desocupación record en menos de un cuarto de siglo. La CGT –amén de sus defecciones que facilitaron el portento– no supo, no quiso o no pudo hacer pie en esos miles de compañeros trabajadores que, contra su voluntad y sus derechos no tenían empleo y muchas veces ni trabajo. En algún momento, la oposición a todo subsidio de desempleo fue la proyección lineal de lógicas conductas del pasado, cuando la pelea era por la plena actividad. Luego, sin dejar de computar la mala fe y el entreguismo de unos cuantos, fue una absoluta falta de adecuación a la realidad que había cambiado con giro de campana.
Las organizaciones de desocupados nacieron como una respuesta silvestre a esa nueva emergencia y su forma de lucha, el piquete, formó parte de un aprendizaje social complejo. Los piqueteros supieron también cambiar su actitud de cara a otros ciudadanos de a pie ligeramente menos desamparados e ir conquistando su tolerancia, su respeto y hasta ciertas formas de identidad.
La urdimbre de subsidios para paliar las atroces secuelas de la falta de laburo fue, en parte al menos, consecuencia de la tenaz movilización de esos grupos que hicieron política en los barrios más desamparados, tutéandose con el barro que los dirigentes de partidos populares han olvidado mayoritariamente desde hace añares. Buena parte de los movimientos piqueteros enriquecieron su praxis con permanentes negociaciones con intendentes, gobernadores y el gobierno nacional. Un tráfico en el cual, casi sobreabunda decirlo, el peronismo se constituyó un interlocutor mucho más apto que otros partidos. “El caudillo era el sindicato del gaucho”, escribió Arturo Jauretche jugando con el anacronismo para sugerir identidades históricas profundas. Los piqueteros son, parafraseándolo, el sindicato de los desocupados y eso supone una miríada de relaciones con sus representados y con los gobiernos de turno.
Los piqueteros hacen política, dialogan y negocian (algunos más, a veces demasiado, otros menos). Nadie que entienda las reglas del arte debería rasgarse las vestiduras por esa instancia democrática de época. Tampoco lo hace, dendeveras, el Gobierno que se endurece vía la ministra de Trabajo y la poco feliz verba presidencial pero abre canales informales por intermedio del responsable de la Producción Aníbal Fernández que suele tener muy buenas relaciones con la dirigencia piquetera desde que ocupó cargos en áreas sociales en la provincia de Buenos Aires.
Enfurecerse porque los líderes de los desocupados dialogan y negocian(cual lo hace cierta izquierda, cierto periodismo banal o el anarquismo tan romántico cual ineficaz de la posmodernidad) o porque algunos cotizan entre sus afiliados (como hacen tantas fuerzas populares del mundo desde el inicio de los tiempos, habida cuenta de que sponsors más provistos de dinero les rehúsan cobijo) es pedirles un purismo que conduce a una desaparición que menudo daño le haría al equilibrio social y político de estas pampas.
Las diferencias entre distintas facciones del movimiento piquetero aluden a un pluralismo que espeja al de la sociedad. Nada tiene de malo que convivan fuerzas que despliegan ciertas formas de asistencialismo dialoguista “tradicional” con otras (como aquella en que militaban los pibes Santillán y Kosteki) que combinan meritorias prácticas cooperativas con gandhianos objetivos revolucionarios.
El tema central que movió a muchos líderes piqueteros a reaccionar con furia –siempre controlada y expresada en movimientos de masas ordenadas y encuadradas– fue el surgimiento de numerosas bajas entre los beneficiarios del Plan Jefes y Jefas de Hogar. Según fuentes atendibles del propio Gobierno, las bajas desamparan a argentinos de carne y hueso que no cumplen (a los ojos de sistemas informáticos nunca equitativos y a veces mal cargados) todos los recaudos exigidos por ley. El pedido es no dejar sin la mínima prestación de un puñado de Lecops a pobres de solemnidad por meses. “Imagínese un hombre de 60 años, que no trabaja hace diez y no tiene hijos a su cargo, que haya sido aceptado en la masividad de la inscripción –dice un ministro del Ejecutivo nacional– tras el chequeo se ve que el hombre no reúne los requisitos legales. La máquina `lo escupe’ pero ese hombre de carne y hueso necesita una ayuda urgente.” La intervención piquetera es vista por el funcionario como una mediación útil entre lo formal y las necesidades reales. Una visión sensata que no fue el mensaje oficial predominante en estos días y que ojalá prevalezca en los albores de una jornada de movilización que, como todas, reaviva el temor de la barbarie policial que (horneada al calor de una enardecida prédica gubernamental) tiñó de sangre argentina las calles de Avellaneda hace un puñado de meses.
El imperio de lo precario
“Me preocupa la reanudación de las ejecuciones hipotecarias”, confesó ante los suyos Alfredo Atanasof. El jefe de Gabinete no teme un aluvión de remates pero sí algunos, acaso uno solo, que suscite reacciones colectivas de protesta e identificación entre argentinos de clase media. Una previsión sensata que revela lo precario de la tranquilidad que es bastión del Gobierno.
Muchos riesgos jaquean al oficialismo, incluso el de perder el poder a manos de Carlos Menem justo cuando la perversa ideología que encarna el riojano está más desacreditada en todo el mundo y acá mismo.
Paradójica es la situación argentina. En un año se ha demostrado la futilidad de la receta neoliberal, la posibilidad de pulsear con el FMI, la de vivir con lo nuestro sin caerse del mundo, la recuperación del espacio público por buena parte de la sociedad, el surgimiento de un sano nacionalismo que parecía muerto cuando un dólar se dejaba comprar por un peso. Y, sin embargo, un campeón de la entrega sigue ahí, entreverado en el primer pelotón de la intención de voto.
Un dato asombroso, propone el politólogo sueco a su decano y le pide viáticos para quedarse hasta abril. “En esa fecha, profesor, va a haber elecciones –asegura y luego, argentino hasta la muerte, matiza– si es que la jueza María Romilda Servini de Burubudía así lo quiere.”