Domingo, 7 de abril de 2013 | Hoy
EL PAíS › LAS PROPUESTAS DE ANTONIO BRAILOVSKY, HISTORIADOR AMBIENTAL
¿Qué hacer mientras el Estado diagrama nuevas obras o revisa las existentes? ¿Cómo alertar y educar? ¿Cómo enfrentar la especulación inmobiliaria? ¿Cuál fue el papel de la autopista Buenos Aires-La Plata en las muertes? El especialista Brailovsky da pautas para actuar ahora.
Por Martín Granovsky
Economista, escritor, profesor universitario, experto en Ecología y ex defensor adjunto en la Defensoría porteña, Antonio Brailovsky explica por qué no hay que sentarse a esperar un resultado mágico mientras los especialistas definen qué obras revisar o emprender después de las inundaciones.
–¿Qué habría que hacer ya mismo?
–Modificar los códigos de planeamiento urbano y planificación para construir de otra manera en zonas con riesgo de inundación.
–¿Cómo se define qué es una zona con riesgo de inundación?
–Propongo cambiar de criterio. Debe ser una zona que se inundó por lo menos una vez en el último siglo.
–¿Cuál es el criterio actual?
–El Código de Aguas de la provincia de Buenos Aires toma inundaciones registradas en los últimos cinco años. Ese Código posibilitó urbanizaciones en lugares bajos inundables, incluyendo los countries de Pilar.
–¿Hay que cuantificar en milímetros la inundación?
–A partir de este nuevo criterio es necesaria una discusión entre técnicos a ver de qué manera se construye distinto. Hay ejemplos aquí mismo. Los tanos de La Boca sobreelevaron las casas. En el Delta del Paraná una crecida es una incomodidad más grande o más pequeña. Pero no un desastre. Es difícil que haya muertos. Bien: de eso, ¿qué podemos aprender? A veces uno termina hablando de cosas que, cuando no hay tragedia parecen pavotas, pero ante la tragedia suenan pertinentes.
–¿Un ejemplo de lo que parece pavote?
–Es muy elemental establecer que no debería haber garajes subterráneos en zonas de riesgo, ¿no? Tampoco cámaras eléctricas o nudos telefónicos. Otra más: el diámetro de bajada de los techos. Las bajadas tienen un diseño apropiado a la lluvia promedio de un siglo atrás. Hoy alguien puede sufrir una inundación en un quinto piso, porque el caño de descarga quedó chico. Los diámetros se corresponden con otra época.
–Con otros registros o con otro clima.
–Sí, con otro clima. Hay innumerables detallecitos que pueden considerarse si antes uno tiene en cuenta el cambio climático. Los detalles surgen de delimitar de otro modo las zonas de riesgo. Al caminar por el centro de Mar del Plata es posible encontrarse con carteles que dicen más o menos así: “Esta calle corre riesgo de inundación”.
–En Valparaíso están las indicaciones para saber qué escaleras usar en caso de tsunami.
–O en el sur de Chile los carteles dicen por dónde pasar y por dónde no si hay erupción volcánica. Claro, un tsunami o una erupción no son cosa de todos los días. Pero suceden. Y cuando suceden sin preparación las consecuencias son siempre más tremendas. Dado que la tecnología avanzó tanto, se pueden marcar vías de escape de manera cada vez más eficaz. La topografía tiene también un gran nivel de detalle. Conocemos metro por metro los declives y los desagües. Podríamos marcar con exactitud tanto las vías de escape como el alerta frente a las trampas seguras. Por dónde avanzar y dónde frenar. Hay que empezar ya una gestión de estos problemas. Una gestión del riesgo. Por supuesto que necesitamos obras, pero no creamos en la magia de sentarnos a esperar las obras porque no haremos nada. No puede ser que la gente no sepa qué hacer frente a un alerta meteorológico.
–Los alertas, además, parecen naturalizados. Hasta ahora, al menos, eran percibidos como la posibilidad de que hubiera o no granizo.
–Bien: si eso es cierto habrá que pensar también cómo se difunden distintos tipos de alerta. Habrá que dar instrucciones. Habrá que enseñar. En los Estados Unidos los chicos aprenden en la escuela desde muy chiquitos qué deben hacer si se les quema la campera. Les enseñan a rodar por el piso. Si les pasa, ya lo saben. Recuerdo de mi experiencia como defensor adjunto en la Ciudad de Buenos Aires cuando un chico se cayó por la escalera y se murió. La causa fue una sola: el pánico de las maestras de un jardín que no sabían cómo evacuarlo. ¿Hoy lo saben? ¿Lo aprendieron? ¿Lo ejercitan? México sufrió miles de muertos por los terremotos. Hoy en la ciudad de México, en el Distrito Federal, hay dos ensayos de evacuación por mes. El año pasado, hubo un terremoto en el DF que llegó a 7,8 grados en la escala de Richter, o sea un sismo muy fuerte, y no hubo un desastre en México DF y no se registraron víctimas. La sociedad entera sabía qué hacer.
–¿Siempre hacen faltan los muertos para que el aprendizaje surta efecto?
–Espero que no. Pero aquí, en la Argentina, los muertos ya están. Los que no pueden ser evacuados de un incendio, los que no tienen por dónde salir, los que se ahogan. La dosis es suficiente.
–Sobredosis.
–Pero todo será peor si no hacemos nada. Es inconcebible que la gente –y hablo de la gran ciudad, no del campo– ya no sepa que en medio de una tormenta eléctrica no debe pararse al lado de un árbol. En un árbol cercano puede descargarse un rayo. ¿Y qué hacer frente a una sudestada o a otro tipo de inundación? Hagamos las obras necesarias, pero bajemos ya mismo los riesgos. En la ciudad hace muchos años llegó a discutirse un proyecto elaborado en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales que, después de reuniones con vecinos y comparando con estudios especializados, buscaban marcar vías de escape en zonas de inundación.
–¿Dónde está?
–No está. El Gobierno de la Ciudad nunca quiso dejar por escrito el riesgo.
–¿Y los vecinos estaban de acuerdo?
–¡No, tampoco! Presencié discusiones en las que vecinos de zonas en riesgo argumentaban que poner carteles indicando vías de escape quitaría valor a sus propiedades. Se cae el valor de mi propiedad. Ahora, si me muero o no es secundario. En fin... Sigamos con las cosas concretas. Si la zona baja es comercial, ¿qué hacemos con los negocios? Cerrarlos no, por supuesto. ¿Por qué no tener en cuenta alturas para las heladeras? ¿Por qué no hablar con las mueblerías del barrio y encontrar una forma decorativa de subir la heladera? No puede ser que no encontremos formas concretas de afrontar esos problemas. ¿Por qué no pensar en puentes peatonales donde estuvimos usando botes ya muchísimas veces? Y al mismo tiempo insisto en que nada de esto reemplaza la necesidad de obras o la urgencia de coordinación metropolitana entre la provincia y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Hacen falta represas que retengan arriba, como se hizo en el río Reconquista, y obras de desagüe en la baja cuenca. Pero si tenemos las obras y no coordinamos minuto a minuto, las obras serán inútiles. La coordinación requiere decidir momento a momento cuántos metros cúbicos se largan y a qué ritmo.
–¿Qué patrón ofrecen las muertes en la inundación de La Plata y de la Capital?
–Pongámoslo de esta manera: el homicidio serial no se parece a las muertes habituales. En las inundaciones habituales hallamos más o menos la misma proporción de edades entre los muertos que entre los vivos. Los que mueren suelen perder la vida por electrocución. Y están dispersos. ¿Qué pasó en La Plata? Lo contrario. La mayoría de los muertos se concentraron. Estaban a pocas cuadras de la autopista Buenos Aires-La Plata. Y el registro muestra una alta proporción de mayores de 70 años. Esto nos dice que los desbordes del arroyo El Gato fueron, otra vez más, incontenibles.
–¿Cuál fue la incidencia de la autopista?
–La misma que antes tuvo en inundaciones menores más al norte de Tolosa, en City Bell y Gonnet: actuó como un dique. Si los desagües no alcanzan y además hay un dique, una gran precipitación termina en un desastre de gran magnitud. Y esto nos plantea un tema de responsabilidad institucional. En caso de mala praxis de un médico, el paciente muere. En caso de mala praxis en el diseño de obras públicas los muertos pueden ser muchos. Es obvio que mañana mismo hay que proyectar nuevos desagües. Pero a esta altura está claro que no hace falta esperar nuevos desastres para ver cómo se comporta la infraestructura. A partir de la última tragedia hay que encarar un peritaje urgente. Y convendrá empezar ya a colocar las prevenciones dentro de la cultura cotidiana. La prevención cuesta cara, sí, pero el desastre cuesta mucho más. Ni hablemos de los costos en vidas humanas.
–¿En la prevención hay que partir de la peor hipótesis?
–Siempre hay que partir de la peor hipótesis, no sólo sobre la lluvia histórica. Pero en momentos de cambio climático la lluvia histórica no sirve. Hay que pensar en posibilidades más altas de riesgo. Hay que recordar situaciones anteriores y tomarlas como aviso.
–Los Hornos está más lejos de la autopista, sin embargo.
–Pero originalmente fue un área marginal de la ciudad. Cuando los constructores de La Plata realizaron esa magnífica obra pusieron la construcción de ladrillos en un sitio que no afeara el diseño. Así nació Los Hornos. Yo sugeriría revisar también la relación entre red de agua potable y cloacas, tema que le debemos a una herencia de María Julia Alsogaray cuando fue funcionaria del gobierno de Carlos Menem.
–¿Qué hizo?
–En toda el área metropolitana, e incluyo entonces la Capital Federal y el conurbano, autorizó que la entonces privatizada Aguas Argentinas pudiera conectar agua aunque no hubiera cloacas. De ese modo la empresa quedaba en condiciones de cobrar de inmediato. La inversión en cloacas se postergó. ¿Qué hace el usuario con el agua que no le sirve? La derrama y termina en la napa. Las aguas suben. Para que una plaza o un campito funcionen como terreno absorbente en una tormenta debajo debe haber tierra seca. Si hay una napa, ese terreno no absorberá lo suficiente. Así, los espacios verdes no cumplen con una de sus funciones, que consiste en escurrir. Cada medida como ésa se paga algún día. Lo mismo sucedió con los ferrocarriles. Cuando armó la red ferroviaria, la generación de 1880 pensó en aumentar la producción agropecuaria. Los productores necesitaban muy buenos pronósticos meteorológicos para hacer las estimaciones de cosecha.
–¿Y qué hacía el ferrocarril?
–En su parte diario el jefe de estación informaba por telégrafo la temperatura, la humedad, los vientos, etcétera. La información local era muy detallada. También esto se perdió cuando los ferrocarriles fueron destruidos. Los satélites están muy bien, aunque para meteorología la Argentina no tiene satélite propio, pero de todos modos las imágenes deben ser contrastadas con el mundo real. Cuanto más estaciones meteorológicas haya, mejor. Si no hay chequeo de campo, el pronóstico será más impreciso.
–Ni Tolosa es el barrio más pobre de La Plata ni lo es la zona de Parque Saavedra. Tampoco son pobres los que viven sobre Juan B. Justo o sobre Blanco Encalada. ¿Qué relación hay actualmente entre zonas bajas y sector social?
–El fenómeno es histórico. Originalmente fueron los inmigrantes pobres quienes iban a parar al borde de los arroyos. La descripción de esas zonas que hace Borges en “El hombre de la esquina rosada” no es precisamente el relato de cómo viven los ricos. Después los inmigrantes fueron mejorando su situación social y ese proceso fue acompañado por el loteo de terrenos y huecos. Alguien, entonces, pensó en entubar los arroyos para hacer un negocio inmobiliario y todo se disparó. La estrategia clave para el cambio de la clase social fue el entubado. Las ideas de fines del siglo XIX pasaron a concretarse en una dinámica fuerte en las décadas de 1920 y 1930. Al plantear culturalmente la inexistencia del arroyo los residentes ascendían desde el punto de vista social. Pero el tema de fondo no mejoraba: el agua seguía igual.
–Y las tierras se valorizan incluso en zonas bajas. ¿Por qué?
–Por lo mismo que funcionarios y vecinos no querían poner carteles con indicación de peligro o vías de escape: porque si no hay registro, el mercado inmobiliario no tiene memoria. En los Estados Unidos, un año después de grandes desastres la propiedad ya había vuelto a su valor previo a la catástrofe. Los personajes de Borges no tenían otro lugar adonde instalarse. ¿Y la familia que hoy pone sus tres autos en un garaje al lado de un arroyo? Sobre todo en las grandes ciudades hay una tendencia general a negar la naturaleza. Antes de la explosión urbana china las ciudades que más crecieron fueron las de América latina. Y crecieron sin planificación ni límites. Hubo tormentas excepcionales que se llevaron a la gente que vivía en los cerros en Colombia o Venezuela, en los morros de Brasil o en las zonas bajas de la Argentina. En Venezuela el deslave del estado de Vargas, la serie de desmoronamientos en la costa caribeña, terminó en 1999 con diez mil muertos. Cuando los pobres llegan a una ciudad van a las zonas menos aptas para vivir.
–En Tolosa y la Capital Federal tampoco funcionaron los alertas. Más allá de la radio y la televisión, no hubo una red pública de empleados avisando con un megáfono.
–O con sirenas. El Servicio Meteorológico antes no daba los alertas a la población. Y estos últimos días una falla estuvo en no asegurarse de que los alertas llegasen y fuesen comprendidos por todos y en toda su dimensión. Hay una línea de pensamiento que dice que las cosas no hay que divulgarlas para no asustar. O no se preocupa por la gestión concreta de los alertas, para que lleguen a quien deben. Y después pasa lo que pasó.
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