Domingo, 7 de abril de 2013 | Hoy
Por Ricardo Forster
Nicolás Casullo, Las cuestiones
Ha sido esta permanente tensión la que ha signado el recorrido por la historia de “la religión”. Una tensión entre su dimensión institucional, aquella que la vinculó con los poderes establecidos y que le permitió legitimar las pesadas injusticias que han caído sobre los débiles y los desposeídos; y, esa otra dimensión, nacida del fondo más arcaico de las creencias populares que, al decir de Casullo, se ha nutrido de una “cosmovisión salvífica”, de un ensoñamiento redencional que ha proyectado, la mayor parte de las veces como paliativo, la ilusión de un mundo justo y depurado de tantas miserias materiales y morales. Una tensión, lo sabemos, que en términos históricos no ha dejado de inclinarse hacia un poder institucional asociado, desde su lejana fundación, con los causantes de las injusticias y los males que siguen afligiendo a los desheredados y a quienes escucharon a Jesús pronunciando el sermón de la montaña. Un sermón que, con el paso del tiempo y la consolidación de la jerarquía institucional romana, se fue convirtiendo en lengua ausente, en huella tenue de un camino sellado por quienes fueron en busca del pacto con los poderosos de este mundo. Lo que persistió fue, sin embargo, la lengua religiosa como expresión de todos aquellos que siguieron insistiendo, por fuera de la jerarquía y del poder, con aquello de la “distribución del pan” y de la esperanza mesiánica. Durante 2000 años, pero en especial desde que legitimó un tipo de organización y de poder que nada tenían que ver con los tiempos del comienzo cuando recién surgían las primeras comunidades, se ocupó, con singular esfuerzo, en retrasar e impedir “la llegada del reino”.
Allí, en el comienzo de su camino temporal, cuando se volvió iglesia de Roma, fundamento espiritual del Imperio y de su dominio, la religión católica, organizada bajo la forma de jerarquías inconmovibles y de concilios depuradores de heterodoxias y de herejías amenazantes de la centralidad dogmática, le dio forma a una arquitectura del poder que la fue alejando, cada vez más, de su ya oscuro origen igualitario en el que los miembros de la comunidad de los creyentes compartían bienes e ilusiones. Transformada en leyenda esa historia de las primeras comunidades cristianas, acabaron por dejar su lugar ejemplar a una institución estructurada alrededor de la jerarquía, los oropeles y la riqueza capaz de competir con los otros poderes de este mundo. A lo largo de su más que milenaria historia sufrió rupturas y desprendimientos casi todos asociados al abismo que la fue separando de sus orígenes y que fue profundizando la corrupción de sus prácticas y de sus estructuras organizativas. Caminando hacia “el encuentro de Cristo”, la Iglesia fue ahondando el abismo que la separó del sufrimiento de los débiles al mismo tiempo que pronunciaba aquella frase de vastísimas consecuencias históricas y políticas: “Al César lo que es del César” (traducido venía a significar la legitimación de la injusticias y las desigualdades, de la discrecionalidad de los poderosos y de la perpetuación, mientras durase la vida pecaminosa de los hombres en este mundo, de la pobreza como testimonio de una promesa a cumplirse más allá del tiempo y de la historia).
Una “Iglesia de los pobres” que nunca se propuso combatir las causas de la pobreza y que prefirió, siempre, naturalizar esa condición transfiriéndola al misterio de Dios que, eso sí, acabaría por preferir, el día del juicio, a las multitudes incontables de quienes sufrieron la amargura de la pobreza en la vida terrenal. “Más difícil será que un rico entre al paraíso que pasar un camello por el ojo de una aguja.” De ironías también está empedrado el camino de la salvación. Lo cierto, es que las señales que emanaron desde la cúpula eclesiástica han convertido ese antiguo refrán en un hazmerreír o, peor aún, en una cruel evidencia de la falsedad de una institución que ha venido trabajando con sistemático denuedo en garantizar la sumisión de los pobres y la perpetuación del reino de los ricos. Claro que siempre quedará como paliativo la promesa de ese otro reino allende la vida terrenal. De infinitas postergaciones está hecho el largo camino del Señor. Y, en el mientras tanto, se trata de sostener a rajatablas el poder de todos aquellos que, eso sí, no lograrán “entrar al paraíso”. Por supuesto que siempre están a la mano, para no perder la esperanza de la salvación, la caridad, la filantropía y las indulgencias. La Iglesia ha sabido negociar con “sabiduría” ese delicado equilibrio entre la satrapía del poder de los ricos y la interdicción a sumarse al rebaño de los salvados. El pastor quiere que su Iglesia “huela a ovejas”, que sea la casa a la que peregrinen los pobres para recibir, de su “santa madre”, la eucaristía y la promesa siempre postergada. Lo que no quiere es que “sus ovejas” dejen de ser un rebaño manejado por los poderosos ni que logren empoderarse de sí mismas buscando acercar el día de la redención bajo la forma de la conciencia social, cultural y política. Ante la amenaza de que eso pueda llegar a ocurrir, de que las ovejas se vuelvan rebeldes, siempre ha sabido a quiénes recurrir. Su ojo ha sido infalible e impiadoso para su propio “rebaño”. De eso sabe mucho la abrumadora mayoría de la jerarquía de la Iglesia latinoamericana. Bergoglio, antes de ser Francisco, también supo de estas imprescindibles “transacciones” con los poderes terrenales. ¿Querrá o será capaz de cambiar esta historia recurrente? ¿Irá contracorriente de lo que él ayudó a construir siendo jefe de la curia metropolitana y luego cardenal primado de la Argentina? ¿Logrará sustraerse a su doble faz, aquella del sacerdote austero preocupado por los más pobres y aquella otra de la complicidad con lo peor de nuestra historia? Un razonable escepticismo nos acompaña. También estamos atentos a la novedad que entraña la entronización del primer papa latinoamericano. La historia, lo sabemos, nunca es lineal ni carece de sorpresas y cambios de dirección. Veremos.
Dar cuenta de esta diferencia entre lo institucional y lo salvífico, entre la construcción sistemática de un poder asociado a todos los poderes terrenales y cada vez más alejado de sus orígenes míticos, y una iglesia clandestina preocupada y ocupada de la “criatura sufriente”, voz secreta y minoritaria que a lo largo de la historia no dejó de ofrecer ejemplos de entrega y heroísmo en nombre de los “pobres de espíritu”, constituye un tema no menor cuando hoy, entre nosotros y en una época fuertemente caracterizada por la secularización y la profanación de casi todas las formas de religiosidad, la “institución” Iglesia católica, envuelta en una tremenda crisis de legitimidad, y aferrada a su deseo de eternidad, busca, con la astucia y la inteligencia que la ha caracterizado desde su primeros conflictos internos y externos, sortear sus dificultades buscando borrar, en parte, esa absoluta distancia entre lo “institucional” y lo religioso como vivencia social y popular.
La elección de Francisco (ya he hablado de la significación de su nombre que por primera vez ha sido utilizado por un papa) debe ser interpretada en el conflictivo escenario por el que se desenvuelve una Iglesia profundamente dañada y corrompida. Francisco, en todo caso, no surge de un momento de reespiritualización de Roma o, mejor todavía, de una decisión unánime de regresar sobre las huellas de ese origen mítico de una ecclesia de los creyentes, sino que es el resultado de su escándalo y confusión o, dicho desde otro lugar, un nuevo giro para intentar paliar su decadencia y su pérdida de credibilidad. En la hondura de su crisis es que hay que ir a buscar una de las claves de la elección del primer papa latinoamericano, ese mismo que, como dijo cuando se asomó por primera vez al balcón vaticano, “lo fueron a buscar al fin del mundo”. ¿Acaso porque en Europa ya resultaba imposible encontrar a un sucesor de Benedicto XVI que pudiera sustraerse a una enorme ola de corrupción económica y moral? ¿O, tal vez, porque en el sur de América viven la mayor parte de los católicos del planeta y resulta imprescindible frenar el drenaje hacia las “otras” iglesias cristianas (pentecostales, testigos de Jehová, evangelistas diversos e, incluso y fuera de la grey emanada del crucificado, mormones y religiosidades afroamericanas) es que se ha elegido a alguien que conoce muy bien el territorio y las dificultades del catolicismo para construir un dique sobre todo en el mundo de los pobres? ¿O, más grave todavía, para frenar a los movimientos democrático-populares sudamericanos que hoy constituyen la principal oposición al neoliberalismo?
Pero Francisco, que se llama Bergoglio y que conoce la historia compleja de las injusticias y las desigualdades latinoamericanas, sabe que con promesas abstractas no se volverá a conquistar el corazón de los pobres. Sabe, también, que en las últimas décadas “su” Iglesia no sólo ha clausurado lo mejor del Concilio Vaticano II sino que, de un modo abrumador y a través de su jerarquía, ha apoyado los peores proyectos político-sociales regresivos y dictatoriales. Si América latina sigue siendo el continente más desigual del planeta no es por causas naturales sino por la construcción sistemática, a lo largo de su historia, de un sistema brutal e injusto que fue santificado por la propia Iglesia. Cuando ese poder intentó ser cuestionado por “las ovejas”, desde el tiempo de las primeras rebeliones indígenas hasta los grandes movimientos populares del siglo XX, la cúpula de la Iglesia no dudó en alinearse del lado de los poderes reaccionarios y conservadores. Incluso cuando algunos de sus mejores hombres y mujeres intentaron regresar al mensaje de Cristo, sobre todo traducido a la lengua de los desamparados, cuando hicieron una “opción por los pobres” más allá de los circuitos de la filantropía, cuando se comprometieron con proyectos de liberación, fueron denunciados y perseguidos como herejes por sus propios “hermanos” o simplemente abandonados a su suerte. De Angelelli a Romero, de Mujica a las monjas francesas, de los jesuitas asesinados en El Salvador a los curas palotinos de Buenos Aires, el silencio y la complicidad fueron las respuestas de esa misma jerarquía. Quizás Francisco tenga ahora la oportunidad de desandar ese camino para iniciar otro de reparación, de memoria y de justicia. De nuevo, ¿querrá?, ¿podrá?, ¿imaginará otra suerte para las “ovejas” que no sea la de reproducir eternamente su condición de pobres?, ¿encontrará las palabras adecuadas para nombrar las causas reales de tantas injusticias? Es probable, regresando al texto de Casullo con el que comenzaba este artículo, que la contradicción entre la “institución religiosa” y la religiosidad como crítica del mundo y como promesa de libertad e igualdad sigan profundizando su discordia histórica.
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