Domingo, 8 de diciembre de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
¿Existe hoy en la Argentina un lugar, una oportunidad para poner en cuestión la manera en que actualmente se discute la política? Desde esta columna casi no hace falta aclarar que no se trata de demonizar el conflicto ni de añorar otros tiempos de mutua tolerancia, diálogo y consenso que, por otra parte, nunca existieron. No es el caso de postular una discusión libre de pasiones, de la que puede sospecharse no sería cabalmente política, ni de buscar una posición equidistante, por lo que suele entenderse un cierto tipo de desplazamiento antipolítico, de utopía centrista muy de moda en tiempos recientes pero de menguante prestigio en una época de crisis y de agudización del antagonismo social como la que estamos transitando. No hay pues un elogio de la moderación y ni siquiera de los buenos modales.
Se trata de otra cuestión, la de la inexistencia de ámbitos y de iniciativas que tiendan a construir un piso común de comprensión de la realidad, desde el cual lanzar la discusión. O, con menos pretensiones aún, a establecer en qué consiste la diferencia respecto de ese punto de partida. Para ejemplificar: es posible que la diferencia de punto de vista para situarse políticamente hoy consista en una discusión sobre si el proceso político kirchnerista debe ser observado (aun cuando lo sea críticamente) ante todo como una etapa de transformaciones político-culturales después del agotamiento del proyecto neoliberal o como un simulacro demagógico, como un decorado dirigido a encubrir una simple y llana estrategia de acumulación de poder político y económico, sin la atribución de importancia alguna a su contenido. No hay un modo exterior desde donde dilucidar cuál de las dos proposiciones es verdadera, por lo cual una discusión política como ésa no sería una fuente de acuerdos y consensos, sino una más modesta aclaración pública de los puntos de partida. No sería un avance menor porque permitiría un análisis crítico del modo y la medida en que cada uno de los enfoques contendientes interpreta las situaciones y los acontecimientos reales. Superaríamos así el fraude de las posiciones que niegan la existencia de esos postulados básicos y se autodescriben como narraciones neutrales de hechos objetivos.
Reynaldo Sietecase acaba de hacer un público desafío, dirigido en su caso al gremio de periodistas. Podríamos tomar el guante y extenderlo a toda la constelación político-intelectual del país. El periodista habló estrictamente sobre su profesión y propuso aislar y descalificar dos posiciones argumentales: la de los que defienden lo indefendible y la de los que contaminan la información trucándola en operaciones favorables a determinados sectores empresarios. Completó la propuesta con una precisa demarcación entre ser un asalariado periodista que, como tal, vende su fuerza de trabajo a sus patrones sin renunciar a sus convicciones y ser un profesional que vende su opinión al empresario. La verdad es que esto puede ser un buen punto de partida para establecer las reglas de juego implícitas para la apertura de un nuevo tipo de debate.
Para cumplirlas hay que empezar por renunciar a una perversa moralización del debate, a una sistemática reducción de la política a una cuestión de “honradez”, lo que suele ser el caldo de cultivo de esas operaciones empresarias que denuncia Sietecase, así como de ciertas maneras de descalificación moral del adversario en la que suelen recaer los que, en una posición u otra, forman parte de la discusión. La manera de aislar a los que practican el periodismo –tanto como cualquier otra actividad de orden político-intelectual– bajo la premisa de la máxima ganancia económica o política y al margen de toda responsabilidad ético-política es la de excluir de la discusión la premisa fácil y terrible de que el contendiente no es solamente una persona que piensa diferente, sino un corrupto, una persona con capacidades mentales disminuidas y/o simplemente nada menos que un enemigo. Habría que pensar, para eso, que puede haber legítimos antagonismos políticos sin que eso convierta en un enemigo personal a aquel que defiende las convicciones que cada uno sostiene.
Curiosamente, lo que hace imperiosa esa discusión de nuevo tipo no es una necesidad de mejorar nuestras relaciones personales, sino principalmente la de activar un debate político de más altura, más exigente, más convocante. El vacío que dejaría la descalificación moral podría ser llenado por un mayor nivel de complejidad en la interpretación del drama político. Agregaría matices, mostraría fluidez y contradicción allí donde la guerra de trincheras pretende ver rigidez y linealidad. Claro que sería una discusión muy exigente, que no puede llevarse a cabo desde el uso y abuso de adjetivos calificativos y de argumentos ad hominem, sino que exige otra amplitud de mira, otra apertura a la realidad, cambiante y contradictoria como ésta se empeña en ser.
No estamos hablando, claro está, de una “gran convocatoria nacional”, sino más bien de una asunción plena de nuestra responsabilidad, que consiste en pensar la realidad con la inevitable ayuda de una cosmovisión –o de “un relato” como se puso de moda decir–, pero asumiendo que esa visión general no explica todos y cada uno de los acontecimientos políticos; permite interpretar los hechos inscribiéndolos en una totalidad orgánica pero no exime su examen puntual. Es una guía conceptual para la mirada y no una anteojera. Hay, por otro lado, una significativa sincronía entre el planteamiento de esta cuestión del debate político-intelectual con el tiempo político que estamos viviendo. La Jefatura de Gabinete se ha convertido en el epicentro de un diálogo político-institucional que supone, en la práctica, una convocatoria a cambiar el carácter de las relaciones políticas sobre la base de la construcción de una agenda común entre el gobierno nacional y los gobiernos provinciales de diferente signo político. Frente a esta novedad política hay sectores de opinión que la consideran un retroceso del gobierno forzado por el resultado electoral según la interpretación que de éste hace la oposición mediático-política; otros sostienen que es una maniobra distractiva sin importancia real. Y no faltan entre quienes apoyan al Gobierno aquellos que simplemente niegan la existencia de esa novedad política y hacen como si nada hubiera cambiado.
Para no seguir este comentario en el tono de “neutralidad relativa” predominante hasta aquí, lo que es necesario para facilitar el impulso a un nuevo tipo de debate político, cabe pensar la situación desde la perspectiva de quienes apoyamos activamente el curso de gobierno en la última década. No hay duda de que la defensa de esa posición en las condiciones de un asedio mediático intenso y permanente crea todas las condiciones para una mentalidad política de “ciudadela sitiada”. Si a eso agregamos que la fuerza política que gobierna ganó ocho elecciones (tres presidenciales contando la segunda vuelta que no fue, y cinco legislativas) enfrentando esa presión desestabilizadora, es fácil que se cree la ilusión de mantener el conflicto en las actuales formas de expresión y el rechazo a discutir seriamente con aquellos que de una u otra forma participaron de ese asedio mediático. Sin embargo, lo que está en juego aquí no es lo que es bueno o malo moralmente, sino las necesidades políticas de una etapa en la que para asegurar la continuidad de una experiencia transformadora es necesario reconocer nuevas complejidades, abrir otras conversaciones, superarnos a nosotros mismos.
El atrincheramiento no equivale a lo que suele llamarse la polarización. Esta última expresa la existencia de dos grandes líneas en el modo de pensar el país, cada una de las cuales es heterogénea en su interior. El atrincheramiento, en cambio, expresa la imposibilidad de intercambio simbólico entre ambos campos, la desconfianza en la fuerza persuasiva de nuestros argumentos y de nuestras prácticas y la renuncia a la plasmación de una nueva hegemonía político-cultural. La hegemonía no se reduce a un conjunto de triunfos electorales. Es el establecimiento de un nuevo sentido común predominante, de modo que aún quienes resisten las transformaciones hablen el lenguaje y desarrollen las prácticas a las que esas transformaciones abren paso. Hegemonía es la ley de servicios audiovisuales capaz de regular al grupo Clarín y que éste mismo pueda jactarse al presentar su plan de adecuación de su “respeto por la ley”. Es indudable que la condición de la hegemonía así concebida es una práctica político-intelectual que afronta la discusión, asume la contradicción, reconoce e impulsa la complejidad. La comodidad de los reductos donde estamos todos de acuerdo, la renuncia a procesar en nuestro propio lenguaje los problemas que nuestros adversarios plantean desde el suyo, la placentera sensación de estar en el lado bueno son todos lugares impropios para quienes creen estar protagonizando una saga de transformación política.
Desde esta perspectiva, la nueva etapa de diálogo político-institucional es a la vez una exigencia de la realidad y una gran oportunidad política para la construcción de una escena política favorable a la profundización de los cambios y puede ser acompañada por un nuevo clima de debate público. Por supuesto que hay quien aprueba el impulso del diálogo político porque cree exactamente lo contrario, es decir que será un camino de debilitamiento del Gobierno. De eso trata la política: de escenarios comunes y de proyectos en lucha.
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