Jueves, 27 de marzo de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Fortunato Mallimaci *
Los recientes artículos en Página/12 sobre el accionar del papa Francisco y en especial la interesante nota de Irina Hauser aparecida el domingo pasado vuelve a poner sobre el tapete el rol de la Iglesia Católica en el panorama local e internacional. Una vez más es preciso recordar que los trabajos de nuestro grupo de investigación del CEIL-Conicet vienen mostrando lo significativo que son los catolicismos a nivel mundial, regional y nacional. El reconocimiento político y social es único a nivel mundial y en América latina (la Argentina incluida) la mayoría de los partidos políticos, movimientos sociales, grupos mediáticos, sindicales y económicos ayer soñaban con tener un obispo o sacerdote amigo y hoy quieren mostrar quién es el más amigo del Papa. La institución católica sigue soñando en América latina con ser ella la que modele y regule la Patria Grande, concepto que proviene de la larga, espesa y compleja cultura católica de adversidad manifiesta con el liberalismo y la cultura WASP. En esa misma concepción, el evangelismo –en su identidad pentecostal– es expresión de una cultura cristiana que tiene más afinidades con el actual capitalismo de emprendedores individuales, que desconfía del Estado y de las organizaciones de la sociedad civil.
Lo que Francisco viene proclamando día a día es fruto de varios factores: por un lado, continúa repitiendo lo que sus antecesores en el papado llaman la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) y que para otros católicos debe decirse Enseñanza Social de la Iglesia (ESI), pues va cambiando con las épocas. Tal como lo he sostenido desde hace años, ese discurso católico es profundamente anticomunista y desconfía del liberalismo hoy reinante. Hoy, al menos por el momento, el comunismo es un tema de historiadores y ha dejado de preocupar al mundo católico. Y éste es el segundo punto a mostrar: a nivel de la actual globalización capitalista, tanto en sus grupos dirigentes como en amplios sectores de la población de países dominantes y en sectores dominantes y subalternos de países periféricos, el discurso e imaginario social dominante es hoy el liberal (o neoliberal si se prefiere) de eliminación de derechos, xenófobo, discriminatorio... Se busca abandonar el Estado social y para ello se necesita implantar un Estado punitivo al servicio de esa globalización desregulada que haga escarmentar a los sectores populares para que lleven al olvido sus reivindicaciones de pleno y digno empleo e inclusión social. En sociedades mediáticas como las que vivimos, los dueños de los medios de difusión concentrados forman parte de esa hegemonía.
Y en tercer lugar, el actual discurso papal necesita urgentemente recuperar credibilidad luego de la profunda crisis –aun no resuelta– a nivel de la estructura vaticana y de la institución católica mundial. Para alguien que viene de América latina y de Argentina, como es el actual Papa, la seducción de la globalización o mundialización no es igual que en sus antecesores Paulo VI, Juan Pablo II o Benedicto XVI. Esto por la sencilla razón de que la cristiandad, sociedad y estado europeos no son iguales a la cristiandad, sociedad y estado latinoamericanos. El vínculo estrecho que se ha vivido y se vive entre religión y política en América latina y la búsqueda constante del Estado como instrumento de presencia religiosa es diferente en Europa y EE.UU. Además el catolicismo de la dirigencia eclesiástica en Argentina es plebeyo y no proviene mayoritariamente de sectores dominantes agrícolas, industriales o mediáticos. Los cardenales no son “herederos” sino “oblatos”, o sea le deben todo a la institución, como fue definido por Pierre Bourdieu.
Y por último, anunciar que toda persona es hijo e hija de Dios significa, para un discurso cristiano tradicional –dicho esto sin juicio de valor– que merece ser respetado primero por su calidad de persona y después por sus actos. Esto es lo que el actual Papa –en su ambigüedad– está expresando. Amar primero al otro y a la otra, poner la mejilla antes que condenar e injuriar, es un mandamiento cristiano que tiene milenios detrás. Sirvió y sirve tanto para resistir como para resignarse. La recomendación del apóstol Pablo de que el hombre no está hecho para la ley tiene también siglos de hermenéutica tanto libertaria como opresiva. El delincuente, el asesino, el ladrón, la viuda, los huérfanos, los pobres son personas y tienen derechos, como lo afirma la larga tradición cristiana.
Esa misma larga tradición distinguió y distingue entre “pobres inocentes” con derechos y “pobres culpables” sin derechos. Por eso hay que tener mucho cuidado cuando se mezclan los imaginarios de diversos campos y esferas. En sociedades democráticas la distribución de derechos es –debería ser– igualitaria y transparente. Como la diversidad social, sexual, religiosa, penal, cultural, familiar y etaria se construye y transforma continuamente, nunca puede ser un proyecto finalizado. La continua ampliación de derechos y los intereses que se ponen en juego son múltiples y pueden ser contrapuestos.
Para el tema que venimos hablando, esa misma Iglesia que defiende a los “delincuentes” es la misma que defiende a los niños por nacer, la memoria completa para que se libere a los terroristas de Estado y se opone a la decisión de las mujeres a ejercer su libre conciencia para decidir cuándo y cómo tener hijos, y a los homosexuales a vivir el matrimonio igualitario. Es la misma, como dice el actual Papa, que diferencia la alegría “cristiana” del placer “mundano”. El consenso, el “todos juntos”, paraliza y atonta, pues esconde y enmascara conflictos de intereses propios de la vida en sociedad. Se puede ir juntos en algunos caminos y en otros habrá enfrentamientos. Por eso lo mejor es plantear estos problemas sin intermediarios. Traerlos al ágora de la reflexión y discusión. Los actores eclesiásticos argentinos deben manifestar su opinión en el espacio público. Actuar de esta manera será lo mejor que le puede suceder a nuestra vida democrática.
* UBA-Conicet.
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