Domingo, 10 de enero de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Edgardo Mocca
La huella que sigue la acción de gobierno puede ser expresada con la fórmula “todo lo anormal debe ser rápidamente extirpado”. Los medios adictos –es decir casi todos– presentan la anormalidad bajo la forma de un supuesto crecimiento del gasto estatal a causa de la designación de empleados públicos en la última etapa del gobierno de Cristina, lo que se está empleando como argumento para darles tinte moralista a las cesantías masivas en el sector. Esto no es el fondo del asunto. El fondo es, efectivamente, en qué consiste la anormalidad. Lo normal en la historia de este país es la represión policial de las manifestaciones populares, el endeudamiento externo, la concentración de los medios de comunicación, los bajos salarios, la desocupación y, sobre todo, el control de los grupos poderosos sobre el accionar de cualquier gobierno. Sería exagerado poner un signo de igualdad de todas las presidencias democráticas anteriores al kirchnerismo en cada una de las materias, pero el contraste entre la experiencia de estos doce años y las presidencias anteriores tomadas en su conjunto es innegable en cada una de ellas. No se trata, hay que insistir, de que no existan aspectos de la llamada “herencia” que merezcan legítimas críticas: la diferencia kirchnerista no se explica por ese lado sino más bien por las alteraciones de esas normalidades a las que podrían agregarse muchas más. Esa diferencia kirchnerista, esa anormalidad es la que hoy está en el centro de la disputa política.
La anormalidad kirchnerista atravesó la política, la reestructuró completamente. Y la referencia no es a ese tipo de reestructuraciones que proclaman las ideas políticamente correctas y que suelen referirse mayormente a cuestiones morales. La reestructuración consiste en el principio de división que instaló en el centro: a partir del kirchnerismo las variantes conservadoras y progresistas, los neoliberales y los socialdemócratas, tendieron a converger en el cuadrante opositor de la política. Mientras unos decían “es un atropello del Estado que quiere matar la libertad de mercado”, los otros decían “es una simulación política que, en realidad, deja las cosas como estuvieron siempre”. Sin esa concurrencia no puede explicarse la política de estos años. La reestructuración consiste en la colocación en el centro de la construcción de posiciones e identidades políticas de la cuestión misma de la política; es decir su estatuto rector de la convivencia ciudadana, su autonomía (siempre relativa) respecto de poderes formados al exterior de la voluntad popular, su capacidad de transformación soberana del mundo. Sin esa recuperación de soberanía de la política no se habrían desarrollado los enconos que vivimos. El encono era y es el de lo normal contra lo anormal. Lo normal se presenta como la recuperación del diálogo y la tolerancia; lo anormal como beneficiario de lo que ha cambiado en la realidad efectiva.
Por eso estos meses son los del lanzamiento del proceso de normalización nacional. Se normalizan las reparticiones públicas, las relaciones internacionales, la función del Banco Central, el sistema de medios, la composición de la Corte Suprema, el papel de la policía en la calle. Hay una entre todas las normalizaciones que es la principal, la de la disputa política. Pues bien, esa normalización consiste en la expulsión de ese virus extraño que la enfermó y le hizo perder previsibilidad, el kirchnerismo. Hay que construir un pluralismo de partidos que comparta “valores democráticos y pluralistas” y que compita alrededor de temas puntuales sobre las que cada uno reivindique capacidad de acción. Que los partidos vuelvan a competir en los arrabales y no en el centro de la política. Así es, se dice, en los países serios, como los europeos. Justamente, los procesos políticos de la región en la última década y las fuerzas populares surgidas en Europa desde fuera del sistema convencional de partidos aparecen como episodios de la crisis de ese sistema. El establishment neoliberal logró que el mundo interprete el fracaso del socialismo soviético y las disfuncionalidades de la economía capitalista en términos de represión de las libertades; entre las libertades una sola, la de mercado, organiza al mundo global. Y no casualmente todo lo que se opone a la omnipotencia del mercado es presentado como la gran amenaza contra la libertad. Por eso, el programa de la derecha tiene en el centro la cuestión de la normalización del sistema de fuerzas políticas. En este caso no hace falta inventar un nuevo patrón de interacción política, sino de volver al anterior, que hoy sería una versión renovada del viejo bipartidismo, con el macrismo reemplazando al radicalismo y usándolo como herramienta electoral mientras no pueda construir recursos propios suficientes. De modo que la cuestión es, como no podría ser de otra manera, el peronismo.
La normalización peronista tiene dos segmentos inquietantes: uno es el kirchnerismo, el otro es el que está afuera de la estructura justicialista y compitió contra el PJ conducido por Néstor y Cristina. En el medio de esos dos segmentos hay un sector de la actual estructura justicialista que quiere constituirse como nuevo centro político, sobre la base de sus posiciones dirigentes en un conjunto de provincias; es un centro heterogéneo cuya dirección también está en disputa. El macrismo actúa fuertemente sobre estas tensiones. Golpea lo más brutalmente posible al kirchnerismo y establece la lista de premios correspondientes a quienes estén dispuestos a despegarse de él bajo la fórmula de la convivencia democrática, los usos parlamentarios, el federalismo y otras nobles causas. Todo bajo el cuidado de que el operativo no termine confluyendo en la figura de Massa. Desde diversos sectores –incluidos dirigentes que apoyaron fuertemente al kirchnerismo– se agita dramáticamente la cuestión de la unidad del peronismo. Lo primero que surge es la razonabilidad de la preocupación: toda derrota electoral de un movimiento con el peso popular del peronismo tiende a acentuar las diferencias internas y a fragmentar su conducción. Hasta allí una cuestión razonable. El problema radica en que la unidad se convierta en objetivo excluyente y no esté acompañado por la pregunta sobre el para qué de esa unidad. La unidad tiene una racionalidad política que es la de la creación de condiciones para el triunfo de la causa común. Pero tropieza con dificultades si no logra especificar cuál esa causa común. Y esa precisión es crítica porque la discusión del peronismo no se produce fuera del tiempo político ni histórico. La deliberación tiene que dar cuenta de un balance, de un juicio sobre el proyecto político que gobernó desde 2003, está obligado a apropiarse de una interpretación de esta experiencia en términos que den claridad sobre cuál es la propuesta futura del movimiento. Esa propuesta no tiene mucho para elegir en el medio entre recuperación crítica y profundización de la experiencia kirchnerista o readaptación del peronismo a la lógica de un bipartidismo que no vuelva a comprometer la normalidad política en el país.
Cuando se habla de la discusión del peronismo, se habla principalmente de la que se desarrolla en los órganos del PJ. Esa discusión ya está abierta e irá conduciendo a definiciones de aquí a pocos meses. Pero hay otra discusión o más precisamente otro escenario de la discusión. Es la que transcurre de múltiples maneras entre quienes construyeron su identidad política –o la reconstruyeron críticamente– durante los años del kirchnerismo en el gobierno. No es un ente extraño al peronismo. No es un grupo de izquierda radicalizado que se infiltró. Se puede arriesgar que su procedencia mayoritaria es el peronismo y que su relación con esa procedencia fue resignificada por la experiencia de la última etapa, después del episodio menemista. Hay una parte de este conglomerado que forma parte orgánica de las estructuras del PJ, otra que milita en los nuevos espacios que se fueron creando en el último período y hay quienes se han sumado desde el nuevo fenómeno de las “autoconvocatorias” que recorren el país y se convierten en un actor político en sí mismo.
Hay quien quiere interpretar la movilización popular de estos días como un estremecimiento de minorías intensas, poco menos que como una catarsis colectiva. Acostumbrados a ver la novedad con los mapas analíticos del pasado, se remiten a tiempos de agitación callejera protagonizada por grupos minoritarios radicalizados. Los medios, por su parte, presentan la cuestión como producto de sectores reducidos del “ultrakirchnerismo”. Es muy problemática la definición de ultraísmo para quienes se muestran como los sectores más activos de una coalición político-social que gobernó al país más de una década en una orientación antagónica con buena parte del resto de la historia más o menos reciente. Las movilizaciones en las plazas constituyen un nuevo actor político. Y por eso está en juego cómo son comprendidas por los sectores que en la discusión peronista participan a favor de la continuidad del compromiso del movimiento con el proceso transformador hoy interrumpido. Si se mira estas movilizaciones con desdén, si se desconfía de ellas o se las desvaloriza como fenómeno político, puede favorecerse a quienes impulsan la reconversión del movimiento hacia la normalidad neoliberal, lo que es una forma de revivir en nuevas condiciones el imaginario menemista. El silencio y la pasividad popular son los mejores aliados de esa reconversión regresiva del peronismo, envuelta en el decorado del pragmatismo y la defensa de la unidad del movimiento.
No hay por qué contraponer la iniciativa popular con las estructuras orgánicas, a no ser que estas últimas se autoperciban como custodios de una corporación burocrática, autocentrada y separada del cuerpo social. En estos primeros días de gobierno neoliberal, que se ve a sí mismo como portador de un nuevo régimen político, la movilización callejera ha sido el animador principal y casi excluyente de la oposición al accionar ilegal y tendencialmente violento del nuevo gobierno, sin proponerse como estructura alternativa a las que componen el FpV, sino rodeada de las referencias políticas que mejor expresan sus demandas.
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