Domingo, 10 de enero de 2016 | Hoy
Por Jorge Consiglio
El cuento por su autor
Las peleas callejeras son a muerte. Esa violencia súbita, no premeditada, que en ocasiones irrumpe es, quizás, el acto humano que menos ataduras sociales tiene; incluso comparado con el sexo, en el que subsiste –inevitablemente– la instancia dramática. Alguien de pronto hace una mala maniobra en el tránsito, otro lo insulta, se bajan de los autos y se van a las manos. No se conocen. Hasta hace uno momento ninguno de los dos tenía idea del otro. Literalmente ignoraban su existencia; sin embargo ahora están enfrentados. Intentarán causarse el mayor daño posible. Este odio repentino tiene su raíz en un acto casual –una maniobra desafortunada– en la que cada uno creyó entrever un ingrediente de egoísmo que definió al otro como enemigo. Es pura voluptuosidad. Un hecho cuya sustancia tiene mucho de absurdo. Hace unos años protagonicé una situación por el estilo. Cuando estaba a punto de abrir la puerta del auto, me pregunté si valía la pena matarse a trompadas por nada. Pero la idea del combate es mucho más compleja que esta interrogación. Tiene múltiples aristas, algunas de ellas atávicas: no bajar supone cobardía. El intercambio de golpes tiene algo de verdad última: aguantar los trapos o morir en el intento.
Algo de todo esto que digo está planteado en “El sur”” de Borges. Cuando los peones provocan a Dahlmann, que está sentado junto a una ventana en el almacén de campo, él se dice “que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa”. La idea es esquivar el conflicto, dar vuelta la cara a una irracionalidad que lo convertirá sin duda en víctima. De todas formas, la situación cambia cuando lo que está por delante es el honor. En el momento en que el patrón lo nombra, Dahlmann entiende que tendrá que enfrentar la situación. Entonces, tres son los temas: el honor, la cobardía y el arrojo. La violencia los pone en tensión, los valida o los impugna. Escribí el cuento “Diagonal Sur” pensando en estos asuntos. En el texto perviven, por un lado, la fatal experiencia de la confrontación callejera, que nunca puedo terminar de digerir y, por el otro, la matriz del relato borgeano. Le debo el título del cuento a Miguel Vitagliano, que siempre aporta la palabra justa. Vaya para él mi agradecimiento. También le doy las gracias a Liliana Herrero, con quien hablamos interminablemente sobre todas estas ideas.
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