Jueves, 21 de enero de 2016 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
El gobernador radical Gerardo Morales mandó detener a la dirigente social Milagro Sala invocando una serie de cargos absurdos, como presunto fundamento de delitos inexistentes. Horas después mandó reactivar causas en su contra por presunta corrupción. Como siempre en política, el orden de los factores altera el producto. El mensaje del mandatario jujeño fue criminalizar la protesta social. Sabía que se exponía a cuestionamientos locales y de organizaciones internacionales de derechos humanos, que le están lloviendo. No “esperó” al despliegue de otros procesos, acometió contra la ocupación del espacio público.
No busca arredrar a Sala, una mujer de pueblo, una militante de tez oscura y de cuna humilde: sabe que no lo conseguirá. Lo que pretende es amedrentar a otros luchadores o militantes, en línea con la praxis indicada por el presidente Mauricio Macri, quien lo apoyó expresamente.
Contra lo que predican funcionarios oficialistas, periodistas mano dura y “opositores de su Majestad” (el diputado Sergio Massa a la cabeza), como regla general y sustantiva nadie debe estar en la cárcel si no media condena firme, en un sistema democrático.
Ese es el punto: la ley y las garantías constitucionales, apenas y nada menos.
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Extralimitarse, la táctica: Correr los límites es la consigna del oficialismo. A veces explora el linde de la legalidad: algunos Decretos de Necesidad y Urgencia opinables. En otros la viola: designación en comisión de dos jueces para la Corte, intervención en la Agencia Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca) con patota policial como parte del menú. En otros apela a la violencia física ilegítima: represiones en Cresta Roja y La Plata, privación ilegítima de la libertad y encarcelamiento en condiciones desdorosas a Milagro.
Algunas acciones pulsan las reacciones políticas sociales, tras marcar un rumbo. La vicepresidenta Gabriela Michetti despide a trabajadores discapacitados y mujeres embarazadas. No desconoce las reglas humanitarias que vulnera, las supedita al afán de demostrar convicción e impiedad en sus métodos.
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Un patrón de conducta: El padrón ciudadano votó por primera vez en su historia a una fórmula de derecha, porteña al mango. Tanto que gobernó ese distrito. También a dos egresados de universidades pagas, otro cambio cualitativo. La ciudadanía ungió a una elite clasista, confió en ella. Eligió en libertad, incluyendo “la Argentina profunda”. Por ahí, unos cuantos estarán empezando a padecer las consecuencias, posiblemente tarden algo en medir las repercusiones en sus propios intereses. Esa hora llegará, aunque no de sopetón.
Se mezclan medidas ilícitas a carta cabal con otras discutibles, predominan las inconsultas. No se abre el juego a los adversarios, ni anche a los aliados, ni a los “tibios” como el socialismo santafesino.
El injusto y munificente aumento de la coparticipación a la Ciudad Autónoma tensa la relación con los gobernadores, a quien Macri no invitó a almorzar para anoticiarlos. El dialoguismo acumula adversarios en el día a día.
Hay un patrón de comportamiento que es avanzar de prepo, medir las respuestas, eventualmente dar algún paso atrás. Michetti “reincorporó” a quienes jamás debió infligir agravio y sufrimiento. El intendente platense Julio Garro revisa los legajos de los empleados a los que mandó apalear y lastimar con balas de gomas en la espalda. Así como las lesiones no desaparecen ni del cuerpo ni del imaginario, no se ha vuelto al estadio inicial, sería una falacia y una ingenuidad pensarlo.
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El deslizamiento de la democracia: Se han dictado medidas regresivas que la mayoría votó, así sea en trazos gruesos: la política económica, a la cabeza. El paquete se combina con despidos que nadie avisó, una inflación que se prometió combatir.
El combo se completa con movidas autoritarias o regresivas que contradicen el discurso consensual, pacifista y hasta meloso de la campaña.
En la oposición, el kirchnerismo particular pero no únicamente, cunde la homologación del macrismo con una dictadura. La bordaberrización como modelo aunque no se la mencione. De momento, el cuadro es más complejo, simplificarlo puede inducir a errores políticos: quedarse sólo en la crítica no es el menor.
Las reacciones plurales frente a los pretensos nombramientos en la Corte o la detención de Milagro Sala indican un cuadro más polifacético. Las medidas del Gobierno se critican en el ágora, se judicializan, serán tratadas (tarde pero no nunca) en el Congreso. Las instituciones tendrán mucho que hacer, la calle también se expresará.
La labilidad del sistema es un clásico en las polémicas democráticas. El riesgo del golpe blando o el autogolpe no es desdeñable, pero tampoco inevitable.
El Gobierno es un actor poderoso porque comanda un estado que lo es. Hay muchos otros y también de ellos depende la configuración futura del macrismo.
Permítase al cronista un derrape suave a la literatura de otras latitudes, como insinuación para pensar los límites o labilidad de la democracia. Por ahí ayuda a mejorar su discurso... aunque más no sea podría servir como recomendación de lecturas en el verano.
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Roth y Hellman, miradas nobles: En estas semanas de órdago, el cronista recordó una novela excelsa de Philip Roth, La conjura contra América. Es una ucronía, relato de un pasado que no ocurrió. “Narra” la presidencia de Charles Lindbergh que, en la fantasía de Roth, “le ganó” las elecciones a Franklin Delano Roosevelt en 1940. Lindbergh era un aviador famoso, cuyo hijo fue asesinado tras un secuestro extorsivo. Su figura cobró dimensión política, se oponía a declarar la guerra al nazismo. Lindbergh gana las elecciones y va imponiendo, paso a paso, un símil del Estado nazi en Estados Unidos. Liberal al uso gringo (“liberal” en fonética nuestra), progresista, atento a las vicisitudes de la colectividad judía, Roth alerta acerca de pasividades y complicidades con el cambio de sistema.
Imposible e injusto abreviar una obra maestra: la alerta del novelista es sobre la aquiescencia masiva, la cobardía ciudadana y de dirigencias sociales. También, digamos en el borde, sobre los azares y contingencias de la historia. La presidencia de Lindbergh es una pesadilla que no fue, pero que, quién sabe, pudo haber ocurrido.
Otra mirada sugestiva es la de Lilian Hellman, escritora y guionista norteamericana. Menos politizada y consciente que Roth, Hellman fue perseguida por el macartismo y debió declarar por sus “actividades antiamericanas” en la respectiva comisión del Congreso. Sus memorias están contenidas en Tiempo de canallas, un texto notable editado por Biblioteca Militante (ediciones R y R). Hellman se autodescribe como una persona noble, algo desprevenida en materia política y dotada de valores esenciales y firmes. A su modo, como los personajes de las películas de Frank Capra o el héroe individual de Doce hombres en pugna.
Su descripción de la conducta de intelectuales gringos y de la fauna de “Hollywood” ante la ofensiva es formidable porque remarca la cobardía y la banalidad de los colaboracionistas, sin exagerar el poder o el furor de los inquisidores. Cita a Orson Welles: no denunciaron o buchonearon a menudo mintiendo “por amenazas de muerte, miseria o cárcel prolongada... sino por sus piscinas”. “Nosotros, como nación decidimos en los cincuentas -concluye la autora- tragarnos cualquier disparate siempre que nos lo repitieran lo suficiente, sin molestarnos en verificar su significado o analizar sus raíces”.
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Sin sumisión ni furia: Más conspicua por ser contemporánea y muy odiosa es “Sumisión”, la novela del francés Michel Houellebecq. Es consabido y se subraya: se trata de un panfleto contemporáneo, de la peor derecha. Discriminatoria, xenófoba e islamófoba solo para empezar. Un insumo sofisticado, perverso y capcioso para el país donde avanza el Frente Nacional de la dinastía Le Pen.
Todo esto ratificado, el libro propone una tesis desafiante, que tal vez venga a cuento. La historia, mal sintetizada, es la elección legal de un gobierno presidido por un dirigente islámico con planteos moderados. Valiéndose de la pasividad o distracción de la sociedad francesa y sus intelectuales particularmente, el régimen se transforma en una dictadura fundamentalista.
La tesis de Houellebecq contrapone la blandura del sistema democrático, una pretensa íntima debilidad frente a la consistencia de los extremistas. La democracia, lo resumimos malamente, está destinada a sucumbir ante el mal.
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La disputa y la consigna: El sostenimiento de la democracia depende de quienes participan en ella. Dar por consumada su debilidad sin movilizarse es un posible síntoma de derrotismo.
La sociedad argentina se caracteriza por la defensa de los derechos, su capacidad de movilización, un inconformismo más vasto que muchas otras. En menos de un mes el oficialismo se ha granjeado oposiciones y objeciones, varias fuera de lo previsible de antemano.
La historia es un territorio en construcción y en disputa. Un gobierno legitimado hace poco más de un mes tiene oxígeno pero no suscita unanimidad. Muchas voces críticas del macrismo lo fueron también del gobierno anterior. Un cambio de escenario reconfigura la escena: la honestidad intelectual debe reconocerse y saludarse.
El abanico de contestaciones posibles es amplio pero no todos los protagonistas tienen la misma legitimidad histórica para encabezar la protesta o las oposiciones a medidas concretas. Demos ejemplos personalizados, con el albur que implican. Myriam Bregman. Hugo Yasky o el diputado del Movimiento Evita Leonardo Grosso tienen sobradas credenciales para oponerse a la violencia institucional. También pueden hacerlo los diputados de La Cámpora Eduardo “Wado” de Pedro o Andrés Larroque que ponían el cuerpo en las calles cuando el gobierno del ex presidente Fernando de la Rúa masacraba la movilización en su contra.
No sería legítimo, en cambio, que levantaran la voz Sergio Berni, Ricardo Casal o Alejandro Granados que hubieran integrado el gabinete nacional si el gobernador Daniel Scioli ganaba las elecciones.
Ambas listas pueden extenderse, suponemos que la idea se entiende.
El gobierno kirchnerista estuvo atravesado por tensiones internas que es forzoso reconocer y resignificar. La decisión pionera del presidente Néstor Kirchner de no reprimir la protesta social se cumplió en tendencia pero hubo renuncios y contradicciones. El dirigente ferroviario Rubén “Pollo” Sobrero fue arrestado años ha acusado de delitos tremebundos, no comprobados: hubo funcionarios que avalaron esa tropelía. Abundaron tribunales que judicializaron la protesta social.
Morales no invocó la Ley Antiterrorista contra Milagro. Pudo intentarlo quizás él u otro dirigente de Cambiemos haga uso. La peligrosidad de esa medida debe hacer recapacitar a la hora de revisiones o repasos.
Esta columna se ha hecho larga, frondoso su recorrido. Terminemos donde comenzamos, que es lo central en el día. Hellman, que fue compañera de ruta de los comunistas norteamericanos y luego se apartó de ellos, se negó a acusarlos o aún a nombrarlos frente a los macartistas. “¿Desde cuándo era necesario estar de acuerdo con alguien para defenderlo de la injusticia?”, escribió. En un punto extremo, es cantado como definirse.
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Discutir la praxis de Milagro Sala es válido, también investigar las denuncias en su contra con la ley en la mano. No así agregar una presa sin condena a los miles que abarrotan las cárceles argentinas. Ni condenarla sin sentencia firme.
A nadie, del otro campo, se le ocurre pedir prisión para el ya procesado presidente del Banco Central Federico Sturzenegger. Garantismo para todos y todas. De derechos humanos básicos hablamos, universales por antonomasia.
Libertad ya para Milagro Sala, presa política de la coalición Cambiemos.
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