EL PAíS › CON LA PUERTA DEL FONDO CERRADA
Cabeza gacha
El senador Duhalde pretende que baja la cabeza ante el FMI para dar de comer a sus hijos, metáfora desafortunada como pocas. Sin plan alternativo, sigue golpeando una puerta cerrada. La inviable opción recesiva escogida habrá producido antes de fin de año veinte millones de pobres. Diez millones de ellos, indigentes. También crece en forma explosiva la población carcelaria, compuesta en tres cuartas partes por personas que cometen su primer delito. El endeudamiento público y la inversión extranjera financiaron la fuga de capitales.
Por Horacio Verbitsky
Luego de cuatro meses de obstinada negación de la realidad, el gobierno del senador Eduardo Duhalde parece haber comenzado a intuir lo que cualquier lector atento de esta página supo desde el primer día: que el Fondo Monetario Internacional y el gobierno de los Estados Unidos no se proponen socorrer a la Argentina sino hacer con ella un escarmiento que aterrorice al resto del mundo. No obstante, como carece de cualquier plan alternativo el gobierno nacional seguirá golpeando la puerta cerrada del Fondo y malgastará así el tiempo y las energías necesarias para encontrar otra salida, mientras el fuego sigue avanzando. El gobierno mantiene la cabeza gacha, como el propio Duhalde reconoció, y no para dar de comer a los hijos, salvo que se refiriera sólo a los propios, acogidos al empleo público (ver “Hermana&hijas”).
Pocas veces un Poder Ejecutivo ha gozado de mayor buena voluntad por parte del sistema político e incluso de los sectores sociales perjudicados por sus decisiones. Nadie quiere empujarlo, por incertidumbre y temor sobre lo que vendrá. Pero tampoco abunda en nuestro nada mezquino pasado una suma semejante de vacilaciones, iniquidades e inconsistencias, siempre al vaivén de las presiones de los sectores económicos más poderosos, donde la pugna entre devaluacionistas y dolarizadores no ha concluido.
El Gobierno hizo saber su disposición a barrer las calles de Washington con la lengua con tal de conseguir una sonrisa de comprensión. El patético caso del diputado Miguel Tomanzanosiglia, quien prometió a los funcionarios del Fondo la derogación de la ley de quiebras de la cual fue uno de los principales impulsores, es apenas un ejemplo. Hay que retroceder hasta la década de 1930, con el tratado entre el vicepresidente Julio Roca y el funcionario del Ministerio de Comercio de Londres, Walter Runciman, que renegociaron la relación argentina con el imperio británico en condiciones de sometimiento que pasaron a la historia como la Década Infame, para encontrar una clase dirigente tan miope y pusilánime. Con una caída vertical de la tolerancia hacia el encargado interino del Poder Ejecutivo vuelve a discutirse la fecha de unas hipotéticas elecciones anticipadas que llenen el vacío.
Una ficción
La aceleración del incremento de precios al consumidor en las primeras semanas de abril; los aumentos en servicios esenciales, como la luz y el gas; el desabastecimiento de combustibles, los paros del transporte y las reducciones de servicios y personal de choferes; la falta de pago en varias provincias a empleados públicos, que en protesta ocupan sus instalaciones; la crisis política en Entre Ríos, que reavivó el hartazgo social por la entente bonaerense en el poder y sus métodos desinhibidos de torcer voluntades; la imposibilidad de sostener medidas de gobierno por más de 24 horas sin reabrirlas a discusión, no sólo ponen en duda la sabiduría del rumbo elegido sino su propia viabilidad. La subordinación de todas las decisiones a las exigencias del Fondo no ha impedido el corrimiento permanente de la fecha del eventual acuerdo ni el endurecimiento de las condiciones previas, que ahora incluyen centenares de miles de despidos en las provincias y ya han provocado una rebelión entre sus gobernadores. A cambio, el FMI no ofrece otra cosa que un asiento contable y una palmada en el hombro. El asiento contable, dinero que se entrega con una mano y se quita con la otra, aliviará las propias cuentas del Fondo, evitando que el default argentino se extienda de los bonos en manos privadas a los créditos de los organismos internacionales. La palmada debería permitir que se reanudara el flujo de capitales privados, que pondría en marcha los dormidos motores de la economía. Esa es una ficción que, como ya veremos, no resiste el análisis.
La fábrica de pobres
Además, la mezcla de recesión con inflación ridiculiza la posibilidad de contener la catástrofe social mediante subsidios que bordean la línea estadística de indigencia y que, cuando empiecen a pagarse, sólo servirán para consolidar la precarización laboral que caracteriza a la fábrica de pobres en que se ha convertido la sociedad argentina. La lentitud e ineficiencia con que se está organizando el mecanismo bajo las directivas de la pequeña mujer que hay detrás de todo pequeño hombre, no difiere de la que se observa en el resto del gobierno. El 4 de abril varias organizaciones del Foro del Sector Social se reunieron con la señora Hilda González y el ministro de Trabajo, a quienes llevaron una propuesta de Auditoría Social de esos planes. Alfredo Atanasoff les pidió que nominaran a tres representantes de esas Organizaciones No Gubernamentales para integrar el Consejo Consultivo Nacional, que debería velar por la transparencia del reparto. Entre las ONG hay las que consideran este proceso muy peligroso y aquellas que no ven procedente su participación. Algunas piensan que la ecuación debería ser la contraria: las ONG ejecutan y el Estado controla. Otras sostienen que carecen de recursos como para auditar al Estado. Muchas entienden que el esfuerzo será inútil, porque lo único que busca el gobierno es “legitimar manejo político a través de nuestra presencia”; otros creen necesario ocupar esos lugares y aportar con la mayor responsabilidad. También hay quienes propician no limitarse a la asistencia y en cambio impulsar en provincias y municipios programas de desarrollo local. Este rico proceso de debate podrá continuar sin apuro. El 8 de abril, y luego de vencer una notoria reticencia, Atanasoff recibió los nombres de los delegados propuestos. Dos semanas después, el ministerio no ha respondido. Dice uno de los convocados: “Supongo que nos llamarán para alguna foto, si resulta importante entonces”.
Válvulas de alivio
Desde el golpe militar de 1976 la economía argentina se basó en el endeudamiento externo, la valorización financiera y la transferencia de recursos al exterior. Este proceso tuvo consecuencias devastadoras sobre el mercado de trabajo. La desocupación creció en ese cuarto de siglo un 350 por ciento y los salarios reales se redujeron un 60 por ciento. Pero el deterioro se hizo mucho más pronunciado a partir de 1998, cuando comenzó la recesión interminable (ver gráfico 1). En esos años la desocupación creció casi un 40 por ciento adicional, la pobreza más del 30 por ciento y la indigencia un 90 por ciento.
Aun así, este horror es nada en relación con lo que viene. Si las previsiones oficiales sobre el índice de inflación se cumplen, en la medición de octubre habrá en el país 20 millones de pobres. Peor aún, la mitad de ellos serán indigentes, es decir que no podrán pagar ni siquiera la dieta mínima imprescindible para sobrevivir sin deterioro de las aptitudes físicas e intelectuales. La recesión también prolonga los lapsos de desempleo. En octubre del año pasado, uno de cada tres desocupados llevaba por lo menos seis meses sin conseguir trabajo, porcentaje que era casi del 40 por ciento entre los jóvenes. Más de un millón de muchachos de 15 a 24 años no estudiaban ni tabajaban. Esos porcentajes y cifras absolutas habrán crecido en octubre de este año, gracias a las condiciones de ajuste fiscal que el FMI requiere. Si en vez de acelerarse, como ya es evidente, el crecimiento del índice de precios se mantuviera al mismo ritmo que en el primer trimestre, para todo el año sería del 44 por ciento. El salario real promedio sería entonces la cuarta parte de lo que era en 1975 y poco más de la mitad que en 1980 (ver gráfico 2).
No es todo ya que la inflación es discriminatoria. El previsto promedio del 44 por ciento implicará en realidad casi el 70 por ciento para los más pobres y sólo el 30 por ciento para los más ricos, ya que los pobres gastan un mayor porcentaje de su ingreso en alimentos, cuyos precios se incrementan bien por encima del promedio. Si al impacto del desempleo se suma el de la desvalorización de los salarios, recién terminará de apreciarse la totalidad del cuadro en ciernes.
La existencia de nuevos movimientos sociales, como el de los piqueteros, es una de las pocas válvulas de alivio que canalizan tanta desesperación en forma constructiva y previenen un estallido descontrolado. Atenúan pero no impiden un crecimiento inquietante de los índices de criminalidad, frente al cual el Estado apela a respuestas represivas de probada ineficacia. No modifican el resultado, pero envilecen a quienes las propician y envenenan la convivencia social con el discurso de la guerra, por el cual cada contacto es a matar o morir. Cifras oficiales de la Defensoría de Casación bonaerense permiten atisbar la magnitud del problema. En mayo de 2000, había en la provincia 15.338 personas detenidas. Al 5 de abril de este año eran 24.271, lo cual implica un crecimiento explosivo de casi nueve mil detenidos, o el 60 por ciento, en menos de dos años. Las medidas más extremas suelen ser también las más ineficientes. Casi la mitad de ese incremento no se produjo en cárceles sino en comisarías, que de 2.100 pasaron a albergar a 6.888 detenidos, lo cual triplica los recursos policiales que se sustraen de la prevención del delito para desviarse a la precaria hotelería que brindan a esas personas. El ensañamiento de políticos como el ex gobernador y ahora canciller Carlos Rückauf y de algunos medios de comunicación con los jueces que dejan en libertad a personas que vuelven a delinquir, distrae la atención de los problemas principales. Datos del Servicio Penitenciario Bonaerense de la semana pasada indican que de todos los detenidos en la provincia, casi el 75 por ciento son primarios. Es decir, cometieron un solo delito y lo están pagando. Por cierto que la cuarta parte restante (más de seis mil personas) constituye un problema digno de atención, pero sólo por estulticia o hipocresía puede desdeñarse el significado de la cifra mayoritaria. Tres de cada cuatro presos en la provincia no son “delincuentes habituales”, provienen, en cambio, de esa masa de desocupados sin horizonte, que crece sin cesar. De todos los proyectos en danza, el único que podría amortiguar en algo el impacto potencial es el de creación de un régimen penal juvenil inspirado en la Convención Internacional de los Derechos del Niño, que presentó la diputada Laura Musa, del ARI. Es tan inadmisible que un menor que ha matado con alevosía recupere en pocos días su libertad para volver a hacerlo, como que chicos que han cometido infracciones o delitos menores (o incluso que han sido víctimas de algún delito, dada la laxitud de la ley de patronato vigente) queden detenidos hasta su mayoría de edad en institutos donde no hay recursos para su readaptación social y de los que saldrán arruinados para siempre. Como afirma el experto internacional Emilio García Méndez en esos institutos “están los que no deben estar y no están los que deben estar”, porque son los que se fugan.
¿Para qué?
Lo que nadie se ha preguntado en el gobierno es para qué serviría, si fuera posible, la reanudación del ciclo de financiamiento externo que en el último cuarto de siglo condujo a la situación actual. Un estudio de los economistas Martín Hourest y Claudio Lozano establece que a lo largo de la década de 1990 el sector privado ha sido deficitario en la generación de divisas. Es decir que sus relaciones comerciales, financieras y turísticas con el exterior han arrojado saldos negativos. Ese rojo fue cubierto por el sector público, que se endeudó para cubrir esa diferencia y acumular reservas, que permitieron la expansión del crédito interno. Eso indica que la principal utilidad del endeudamiento del Estado, siempre de acuerdo con las pautas fijadas por el FMI, consistió en financiar la fuga de capitales privados. El gráfico 3, elaborado a partir de las investigaciones de Eduardo Basualdo y Matías Kulfas, muestra el irrefutable paralelismo entre ambos fenómenos. A lo largo de un cuarto de siglo, la fuga de capitales privados sigue al endeudamiento público como la sombra al cuerpo y prueba que si alguien realizó un buen negocio, no lo hizo en el país, que en esos mismos años se hundió.
También es instructivo conocer a qué se aplicaron los capitales extranjeros que ingresaron en el país en esos años. Según los datos oficiales, de cada dólar que ingresó sólo treinta centavos fueron inversiones directas y, de ellos, apenas diez centavos sirvieron para aumentar la capacidad productiva. De esos diez centavos, sólo la mitad se dirigió a la producción de bienes que se pueden vender en el mercado internacional. Dicho de otro modo, dos terceras partes de la inversión externa se aplicaron a la compra de empresas preexistentes, como las privatizadas prestadoras de servicios públicos, o a la realización de aportes posteriores por parte de sus nuevos accionistas. La inversión externa se apropió así “de la formación de capital realizada por el sector público (bien que a precios deprimidos pero con tarifas altas para el futuro)” en vez de concurrir a la formación de capital, que es como crecieron las economías desarrolladas en la última década, dice el estudio. La tan anhelada inversión externa tuvo una incidencia despreciable sobre la capacidad de producir bienes y servicios. La tasa promedio de inversión en la década pasada fue del 18 por ciento del Producto Interno Bruto, pero sólo la décima parte provino del ahorro externo, cuya significación ha sido así marginal. Insignificante a la hora de computar beneficios para la sociedad, se convierte en relevante cuando se miden los costos sociales, ya que su efecto más notorio ha sido la demanda de divisas para girar al exterior utilidades y regalías y pagar aportes y deudas con proveedores privados.
Una minoría prepotente
En este contexto, el Fondo Monetario ha contribuido al agravamiento de la crisis a partir de la recesión iniciada en 1998. Sus aportes no implicaron más que 1.600 millones de dólares por año o, medido de otro modo, apenas el 1,7 por ciento del gasto agregado de todo el sector público, nacional, provincial y municipal. En ninguna empresa privada un accionista tan minoritario podría decidir sobre su estructura y comportamiento. Otra observación interesante es la identidad entre los vencimientos de la Argentina con el FMI (5.600 millones de dólares este año, 4.800 el próximo y 2.800 en 2004) y el apoyo que el país puede esperar del Fondo, que sólo prestará para cobrar. Esto no torna más atractiva a la Argentina en los mercados de capital. Pese a todo, tampoco es previsible que el Fondo se desentienda de la Argentina, cuyos títulos colocados en el exterior son la cuarta parte del total de los llamados mercados emergentes. Pero el único interés del gran auditor es impedir una salida heterodoxa de la crisis, en atención al contagio posible sobre otros países endeudados.
En buena lógica es imposible entender por qué la Argentina debería consolidar la más larga y grave recesión de su historia aplicando las medidas de astringencia monetaria y fiscal que le reclama el Fondo, y que constituyen el camino más directo hacia una situación social insostenible.