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Lo que pide el silencio
Por Mario Wainfeld
El primer denominador común entre las personas que se iban amuchando en plaza Once era la juventud. Se veían algunos adultos en los grupos militantes y, claro, estaban los padres y parientes de las víctimas del incendio. El segundo denominador común fue la consigna que remataba “ni la bengala/ ni el rocanrol/ a nuestros pibes/ los mató la corrupción” que nadie dejó de corear.
Los grupos politizados aceptaron no llevar banderas o pancartas identificatorias. Lo primero, tenue, que los diferenciaba del resto era su modo de llegar (de a varios, a tranco veloz) y la presteza para armar sus columnas. También algún cántico con nombre y apellido destinados todos a Aníbal Ibarra, algunos también a Néstor Kirchner. Pero, aun para el ojo pretendidamente avezado del cronista, no resultaba nada sencillo diferenciar entre los jóvenes que “venían sueltos” y los que están encuadrados. Por añadidura, es seguro que esa diferenciación binaria alberga una simplificación que admite (o más bien exige) añadirle su nutrida gama de grises.
Una tristeza tan palpable como el calor transía la plaza. Detonó alguna ráfaga de aplausos pero lo más patente, lo que más calaba, era el silencio. No es que todos callaran, sino que todos hablaban en voz muy queda, y los “todos” que hablaban tan bajo eran jóvenes, habituados a otro nivel de decibeles. Era un sitio y un tiempo de duelo.
Toda muerte de un joven es una afrenta a la continuidad de la especie, a leyes de la naturaleza, al sentido común. En Argentina vienen sucediendo demasiadas y han generado sus rituales. Ayer se vieron nuevamente. Los parientes con su pancarta a cuestas portando el retrato del ser querido que perdieron. Los “presente” gritados tras la mención de los nombres. Los rituales se repiten aunque las circunstancias varían algo. Demasiados jóvenes mueren en la Argentina desde hace décadas.
Algunos propiciaban “que se vayan todos”. Otros “se conformaban” con la salida de Ibarra. Pero esos reclamos no conseguían la unanimidad. No terminaban de expresar al conjunto que bregaba por justicia y por inculpar a “la corrupción”, asesina de “nuestros pibes”.
No es serio procurar traducir ese planteo a la jerga política más convencional. La gente en la calle expresa ideas fuerza, diagnósticos, protestas, broncas. Los programas, las medidas se resuelven de otro modo, en otros ámbitos. Pero no es aventurado captar que un punto básico exigido por muchísimos argentinos (muchos más de los que ayer conmovieron con su presencia dos plazas porteñas) es que algo debe cambiar. Demasiados jóvenes mueren en la Argentina desde hace demasiado tiempo y sus deudos, con un civismo ejemplar, exigen el cumplimiento de la ley. Y, como seres humanos, piden que su ominosa circunstancia sirva de ejemplo, que la tragedia no se repita. Si se logra, acostumbran repetir los deudos en lo que es una obsesión compartida, la muerte injusta no habrá sido en vano.
Los deudos, víctimas en fin, recaban que se reconozca trascendencia a sus muertos. Sin decirlo con esas palabras están pidiendo otra política, otro estado.
Una tragedia colectiva como la del boliche República Cromañón ya es un punto de inflexión. Se recordará por décadas, estará en cualquier manual de Historia. Sólo tendrá algún sentido si esos textos albergan también el recuerdo de que, a partir de entonces, hubo cambios en la vida cotidiana, en las rutinas políticas, en los modos de relacionar al Estado con los empresarios, en la manera de gerenciar el espacio público.
El silencio, lo más fuerte que se oyó en plaza Once, el denominador común de muchos jóvenes, pide que también haya un punto de inflexión en la política. Está por verse si los representantes del pueblo están a la altura de ese mandato, demasiado traspapelado en más de veinte años de democracia.