EL PAíS
El Lanusse que estudió a Montoneros
Se llama Lucas, es sobrino nieto de Alejandro Agustín, el presidente de facto. Hace años investiga los orígenes de los Montoneros, sobre el que acaba de publicar un libro. Una recorrida por los ’70 y los puntos comunes entre los fundadores de la organización y una reflexión sobre su propia ecuación personal.
Por Mario Wainfeld
Lucas Lanusse, claro, pertenece a la familia Lanusse. Su tío abuelo Alejandro Agustín (Cano) fue el presidente de facto que, entre otros sapos, deglutió el de entregar la banda a Héctor Cámpora. Más allá de un aire de universitario norteamericano, el locuaz joven Lanusse (35 años, dos hijas de 3 años y tres meses) parece lo que uno imagina que es un Lanusse. Y algunos mandatos cumplió. Por caso, es abogado recibido en la Universidad Católica. Pero luego, en lo que él traduce como una peculiar rebeldía, se volcó a la investigación histórica. Y se centró en los Montoneros, tema que también interesó, de modo distinto, al tío Cano. De resultas de esa deriva se publica en estos días Montoneros, el mito de los doce fundadores (editorial Vergara), una investigación de inusual profundidad sobre los orígenes de esa organización político-militar. De ese texto, de su génesis, de los ’70 y los ’90, de la relación entre su apellido con sus fuentes y sus temas, dialogó Lanusse con Página/12. Empezó, como cuadra, por el principio.
–Hace quince años me dio una obsesión con los temas de los ’70. Tanto que, de diez libros que leo, siete u ocho son sobre esa época. Devoré todo lo que llegó a mis manos.
–Nómbreme, por favor, los libros que más leyó o releyó.
–La Voluntad me fascinó. Hice dos rondas por los tres tomos y a cada rato me doy una vuelta por algún relato. Me encanta la buena escritura. Y Recuerdos de la muerte, que es la gran obra de la vida de Miguel Bonasso.
–¿Cómo eligió el tramo que investigó?
–De tanto leer, di con una particularidad, que hay muy pocas investigaciones históricas. Me obsesioné. Pensaba escribir un gran libro sobre la época, una versión acabada de los ’70, que pusiera fin al debate... tanta era mi ingenuidad original. Tuve la sensatez de empezar con un posgrado (“Diploma”) de la Universidad de San Andrés. Tuve profesores de primera (Tulio Halperín Donghi, Fernando Devoto, Paula Alonso y otros), lo que hizo bajar bastante mis aires. A esa altura, con más modestia (menea la cabeza) fantaseaba poner fin al debate sobre los Montoneros. Pero no bien me puse a investigar en serio, percibí que pisaba en el vacío, porque se sabía poco y nada sobre los orígenes. El único libro de tinte académico que existe, el de Richard Gillespie (Montoneros, Soldados de Perón), tiene el mérito de ser la piedra fundamental pero su base empírica es débil. Su interpretación central sobre la relación entre Perón y los Montoneros (la ingenuidad juvenil de éstos), demasiado esquemática. Pasa de largo las discusiones internas sobre la condición revolucionaria (o no) de Perón. Incluso cuenta la ruptura de la Columna Sabino Navarro, en el ’72, que tiene mucho que ver con eso pero no sabe interpretarla. No hay por qué ensañarse, Gillespie escribió hace muchísimos años, era difícil hablar con protagonistas en los ’70, no se conocían documentos disponibles ahora. Tras algunos vaivenes me dediqué a escribir sobre los orígenes y el primer año de Montoneros.
–Redujo la ambición temática en pos de mayor profundidad.
–El hecho Aramburu terminó explicando todo, el punto de partida y el de llegada de Montoneros. Pero había muchos baches. A partir de los antecedentes de seis o siete personas se quería explicar una organización que en el ’73 movilizaba 150.000 personas.
–Su libro parte de un relato-emblema que se publicó en la revista La causa peronista, sobre el asesinato de Aramburu. También lo toma Gillespie. Esa versión narra que había un núcleo muy chico, doce personas, que son el origen de la organización. Usted lo discute en su texto.
–Lo llamo “mito de los doce”. Es apenas una puerta de entrada, porque no tiene interés si son doce o quince, sino si caían del cielo o si eran el emergente de un movimiento social y político bastante extendido, que de eso se trató.
–¿Cuáles fueron los factores comunes más relevantes de ese movimiento? ¿Los tenía en mente cuando comenzó a estudiarlo?
–Sabía muy, muy poco. La gran ratificación de la tesis es el origen católico de los montoneros, a la que le agrego datos empíricos. El origen de varios grupos es la militancia social católica, dentro del campo de lo que era el proto tercermundismo. Luego, el pasaje a círculos más politizados, de lo que podríamos llamar cristianismo revolucionario, cuyo mayor factor aglutinante fue la revista Cristianismo y revolución, muy de la mano con el golpe del ’66. Después, el pasaje a la organización político-militar, de tinte más foquista. De este recorrido derivan las principales concepciones. Simplificando, esta gente tenía alrededor de 18 años, en general venía de clase media o de clase media alta. Les mostraban una realidad que debía serle muy abrumadora. Y trataban con curas muy carismáticos, con un discurso muy armado, que les decían “ustedes son responsables”. El primer paso debe haber sido decirse “esto que hacemos de traer alimentos (a Tartagal o a algún lugar del norte de Santa Fe) está bien pero es insuficiente. Tenemos que terminar con el sistema que genera esta pobreza. Si no, es como una gota en el mar”. “Los privilegiados no renuncian por las buenas, habrá que arrancárselo.” Todo bañado por un espíritu sesentista, cubanista, guevarista, de que esto era posible. El voluntarismo fue una marca de esa generación. Todos (provinieran o no de familias peronistas) se van volcando al peronismo. Esto se desarrolla un tiempo dentro de las entrañas de la Iglesia, el intercambio con los curas era permanente.
–Su libro combina investigación documental y entrevistas con protagonistas de la época (Fernando Vaca Narvaja, Perdía, Ignacio Vélez, entre otros).
–Fue un circuito, que empezó con la lectura de la bibliografía. Luego hacía entrevistas, las chequeaba con los diarios, con las revistas y los relatos de otros. El circuito se fue redondeando solo. Tuve buena disposición de los entrevistados, a quienes volvía a ver cuando encontraba desfasajes. No hubo tantos entrevistados, pero hablé con casi todos ellos varias veces, muchas horas.
–¿Qué ocurría cuando les decía su apellido?
–No les pasaba inadvertido, como si me llamara Gómez, pero se asumió con mucha naturalidad. Diría que percibieron casi instantáneamente que yo buscaba comprender y no una noticia de actualidad o hacer una declaración grandilocuente.
–¿Tuvo un padrino de tesis?
–María Cristina Tortti, una socióloga de La Plata a la que le debo muchísimo.
–¿Usted se analiza?
–Sí.
–¿Trabajó con su directora de tesis y con su terapeuta la relación entre ser un Lanusse e investigar estos temas, sobre su ecuación personal?
–(Ríe, calla un rato.) Por supuesto. Un trabajo que insume cientos y cientos de horas es, sin duda, parte de la búsqueda de la identidad propia. En ese sentido, Montoneros era un tema muy adecuado. Yo no quiero caricaturizar, en mi familia hay alguna gente muy abierta, muy formada, pero a muchos les mostraba mi libro y tenían que buscar una columna para no desmoronarse. Montoneros era un buen tema para canalizar una dosis de rebeldía. Y, algo que descubrí mucho más tarde, intuyo algo así como una identificación con ese pensamiento que dice “qué aberrante que es el mundo” y tomarlo como algo personal. Esa manera de razonar, más allá del componente místico (o hasta irracional) que tuvo Montoneros, tenía un componente racional y, en cierto modo, atendible.
–¿Leyeron la tesis o el libro que estamos comentando sus parientes mayores?
–La tesis nadie, que yo sepa. El libro se lo regalé a mi abuela, la mujer del hermano de Alejandro Agustín. Yo tenía un prejuicio sobre su reacción pero parece que le resultó, estemmm, aceptable.
–¿Antes de estudiarlos, había tratado a ex integrantes de Montoneros o a militantes de la Juventud Peronista?
–Nunca.
–¿Lo sorprendieron en algún sentido?
–Lo primero es que, si los hubiera visto en la calle, jamás hubiera imaginado que fueron lo que fueron, que tomaron armas y las dispararon, que vivieron años en la clandestinidad.
–Su libro tiene un nivel de despojamiento valorativo inusual.
–Paradójicamente, fue escrito con pasión infinita. Hay una posición filosófica que explica mi despojamiento. Me niego a entender la historia a partir de dilemas éticos, como único factor.
–¿Piensa seguir investigando?
–Ya estoy haciendo el doctorado, y quiero tratar la otra parte, la que da sentido a lo que ya escribí. Montoneros no es importante por sus orígenes, sino porque fue lo que fue, lo que fue en el ‘73. La etapa que estudié es la más romántica, sesentosa, en algún sentido más sencilla que lo que vino luego. La parte dos será explicar por qué Montoneros movilizaba lo que movilizaba en el ’73, por qué era reconocido como conductor por importantes sectores del peronismo, hablo de la Tendencia revolucionaria. ¿Cómo se construyó ese encuadramiento masivo? No hay buenos estudios académicos de ese punto, esencial.
–¿Participa o participó en política?
–No. Siempre me tiró... pero soy producto de la década del ’90. Lo que me apasiona de los ’60 y los ’70 es precisamente la pasión versus el grado de escepticismo e individualismo enorme que veo hoy, del que participo. Tengo un grado de información y de inquietudes alto con relación a mi tiempo, pero mi grado de compromiso práctico es muy bajo. Creo que mi investigación es un abandono parcial, tímido de mi escepticismo. Trabajar cinco años en un tema como ése no se hace sólo por interés académico.