Domingo, 26 de noviembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
“Dejar las llaves es un mensaje, no puede tener otra lectura. Corrobora que hubo secuestro. Lo que no me explico es por qué apelan a eso, cuando era más aterradora la falta total de información. No entiendo qué pretenden. Pero que es una provocación de los secuestradores, no caben dudas.” La reflexión no hubiera sonado exótica en cualquier tertulia de café del lector dominical de este diario. Le da peculiaridad haber sido pronunciada, casi en calco, por importantes funcionarios nacionales y provinciales, muy comprometidos con la investigación sobre la desaparición de Jorge Julio López. El desconcierto añade un matiz desolador a un hecho macabro.
No hay pistas certeras, los sospechosos imaginables han sido pesquisados sin éxito. Se reciben denuncias, se escucha a quien se digne hablar por incompetente que pudiera parecer. Se concede incluso a los abundantes pedidos de diálogo personalizado con el gobernador Felipe Solá u otras altas autoridades. El producido ronda el cero.
Las llaves aparecieron con facilidad en un sitio que se supone esté custodiado discretamente por dos organizaciones policiales que, Dios es criollo, compiten entre sí. No tienen huellas digitales ni las del testigo desaparecido, ni las de algún tercero ni de la familiar que la encontró que llevaba guantes. Las llaves así, sólo portan un mensaje de criminales psicópatas, nada agregan, nada inducen al trabajo policial. En país habituado a la suspicacia, ¿puede creerse tan campante en la infalibilidad de una pericia que dictamina con días de error cuánto tiempo estuvo un llavero en un jardín? El cronista, que no peca demasiado de conspirativo, se permite levantar su guardia.
Cuesta relevar ya de responsabilidad a las policías Federal y Bonaerense, a la SIDE. Ya se sabe, son agencias habituadas a laburar fragoteando, vulnerando la legalidad vigente. Tal vez la tarea de investigar con amplias facultades y despliegue pero “sólo” con la ley en la mano les sea un menester excesivo. Como fuera, cabría hacerse cargo de que es hora de acometer una vieja tradición argentina: la de poner bajo la lupa a los investigadores.
Todo aumenta las posibilidades de que haya habido un crimen de enorme importancia histórica. La prudencia obliga a no darlo por comprobado plenamente pero son irrisorias las chances de otra explicación. Ante la hipótesis híper verosímil de que haya una banda terrorista con capacidad operativa para cometer un secuestro de connotaciones perversas, la respuesta política no debe demorar.
La reacción, la presencia, la movilización han quedado en las acotadas manos de organismos de derechos humanos o partidos de izquierda de escasa o nula representación parlamentaria. Son los partidos mayoritarios, aquellos con vocación (y cierto potencial) de gobernar al país los que deben actuar, amén de la sociedad en su conjunto.
Hasta aquí, las respuestas son espejo de las luchas políticas cotidianas: declaraciones periodísticas, búsqueda de mejorar la posición propia, repetición del esquema oficialismo-oposición. Si hay en danza la perspectiva de enemigos armados del sistema político cabe a todos apartarse de esas rutinas (no cuestionables pero sí insuficientes ante ciertos retos exteriores) y abordar movilizaciones civiles vastísimas, multitudinarias. Quizás el modelo de la concentración pública no sea el mejor, en cualquier caso no es el único en una coyuntura abierta a la habilidad política: cacerolazos, actividades culturales, apagones, lo que fuera que concitara muchedumbres politizadas o no, a lo largo de toda la geografía nacional.
No es sencillo entrar en el cerebro de criminales para desentrañar qué quisieron hacer. Es más fácil, más necesario (y de momento igualmente frustrante) hacerse cargo de lo que se tiene que hacer desde otro lado.
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