EL PAíS › OPINION

El subsuelo tenebroso del Estado

 Por León Rozitchner

Se ha escrito, en un diario de derecha, que la de Julio López “es la desaparición más resonante desde la vuelta de la democracia”. Ha habido también otras, pero esta desaparición es la “más resonante”: ha penetrado y se ha expandido con su grito mudo en el cuerpo de los argentinos. Ha hecho reverdecer de nuevo el espacio donde el terror, para inmovilizarnos, había tallado sus monstruos dentro de nosotros mismos.

El sistema que produjo a los desaparecidos subsiste ahora en las sombras: el subsuelo de las instituciones de esta democracia vuelve a mostrar su fundamento de crimen permanente. Ese pasado permanece vivo y sigue penetrando con sus actos también en otros espacios subterráneos: el terror inconsciente que trabaja en silencio en cada ciudadano.

Y ellos quieren que lo sepamos: pirograban nuevamente en el cuerpo vivo de cada uno de nosotros, ahora por interpósita persona, las marcas del horror para que no presentemos resistencia: para que en el país que ellos han destruido no se haga justicia. En este caso el nuevo desaparecido sigue produciendo el efecto que el terror busca: que no esté ni vivo ni muerto, en una oscilación permanente entre el ser y el no ser de su presencia ausente. Que seamos nosotros, para sostenerlo y pensarlo, quienes debamos darle vida: al identificarnos con el desaparecido podemos correr su suerte, compartir su destino. Y los desaparecedores del pasado de pronto vuelven a aparecer con el acto más osado y desafiante: vuelven a mostrar el rostro feroz de su existencia ahora convertida en presencia oscura y subterránea.

Este desafío no es sólo contra la población. La Argentina toda aparece desafiada por el terror: quieren mantener el poder impune de la muerte del pasado en el presente. Y por eso para enfrentarlo no es suficiente que el Estado muestre el rostro de Julio López por los medios, ofrezca una recompensa o espere que aparezca: creer que con propagar su figura dejará de ser un desaparecido. Eso no basta. Hay que evitar que el último desaparecido sea el que anuncia los futuros.

Porque también los genocidas al borrar la existencia de Julio López han cambiado su modo de ser genocidas. Antes estaban visibles en los Videlas o los Massera; ahora, invisibles, se transforman en terror mucho más insidioso. Quieren decirnos, en democracia, que siguen presentes aunque nadie sepa quiénes son y cómo existen: su modo de existencia también se ha transfigurado y su amenaza se sitúa con mayor insidia en los subterráneos y en los flecos del Estado. Si los desaparecidos no son, no existen, no tienen entidad, como afirmaba desde la nueva ontología del terror un Videla, ahora ellos, los herederos de los genocidas, son y existen en su ser invisibles: viven activos de una vida subterránea, fantasmas amenazadores aunque intangibles. Quieren que sepamos que ahora, aunque no tengan rostro, no han desaparecido. Que existen de otro modo a cómo existían antes, pero que el efecto de su amenaza y quizá de su poder están al acecho nuevamente.

Hay que hablar de Julio López de otro modo. En su ser callado, donde sin embargo se concretan de manera plena la valentía y las cualidades humanas más enteras, Julio López tuvo el coraje y la persistencia, durante casi treinta años, de mantener viva esa experiencia del terror vivido para que haya por fin justicia. En su persona la verdad histórica se hizo el lugar humano, insobornable, de la persistencia de la dignidad del hombre allí donde tantos millones de sus conciudadanos la habían perdido. Por eso fue elegido: en Julio López han querido hacer desaparecer la dignidad más elevada y difícil que existe entre nosotros.

Ahora el presidente Kirchner, según lo expresa la derecha cómplice, es culpable de su desaparición por haber propiciado la derogación del indulto a los genocidas. Culpable quiere decir: Usted enfrentó a los genocidas y propició que se haga justicia: que no haya olvido. Entonces Ud. vuelve a provocarlos: quiere romper los límites de la impunidad de los asesinos. Eso dicen. Si se mantuviera la impunidad ante el crimen, piensan y anhelan, no habría nuevos desaparecidos: con los que ya lo han sido sería suficiente, el objetivo de vivir en una paz que prolonga el genocidio estaría cumplido: volveríamos nuevamente a vivir tontos y felices en una democracia aterrada.

Es forzoso, es necesario para ellos que cuando ese límite de muerte comienza a ser colectivamente enfrentado se nos amenace nuevamente con la desaparición de personas. Porque el capitalismo neoliberal es genocidio “normalizado”: es el desaparecedor cotidiano de la vida. El desaparecido es, en su contundencia sintética, su imagen concentrada, más veraz y tenebrosa.

Con la desaparición de Julio López quieren acallarnos, enmudecernos a todos nuevamente. Pero el sentido que encierra la desaparición, lo que ésta tiene de monstruoso, no solamente debe ser esclarecido como un mero crimen. Hay que abrir el espacio más allá del imaginario en el cual se inscribe, y que quieren que vuelva a ser cerrado en esa sola imagen. Los genocidas nos están diciendo que siguen conformando, invisibles, el subsuelo tenebroso del Estado. Ese es el objetivo y la amenaza de los genocidas actualizado en el presente: renovar en cada ciudadano, como antes en dictadura pero ahora en democracia, la inmovilidad de la muerte.

Si culpa habrá por parte del Gobierno será por no poner al Estado democrático en condiciones de legítima defensa. Porque ahora es el poder del Estado, de la Argentina toda, el amenazado. El Gobierno como Estado y sus poderes legislativo y judicial, tanto como la ciudadanía, no pueden dejar de defenderse: profundizando la justicia.

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