EL PAíS › PUÑETAZOS EN LA MESA, POESIAS Y PELEAS EN MADRID

“No hagamos como en la canción de Serrat”

 Por Irina Hauser

–Ustedes no pensarán que yo hice 13 mil kilómetros para esto –Alberto Fernández acaba de leer la propuesta de los uruguayos y casi le saltan los ojos de la cara.

–Nosotros no vamos a discutir la localización de la planta, si a eso se refiere –le contestó inmutable el canciller uruguayo, Reinaldo Gargano.

–¡Entonces esto se termina acá! –golpeó la mesa el jefe de Gabinete. “Esto”, el primer intento de diálogo por la instalación de la papelera de Botnia, recién acababa de empezar. El facilitador Juan Antonio Yáñez Barnuevo, alarmado, llamó a un cuarto intermedio. Para peor, la escena transcurrió minutos antes de que los funcionarios de ambas orillas fueran al Palacio de la Zarzuela a sacarse la foto soñada con el rey de España, impulsor de la reconciliación. El compromiso para negociar, que finalmente firmaron el viernes los dos países en pugna, fue de lo más feliz en comparación con todo lo que había ocurrido puertas adentro del suntuoso Palacio de la Quinta de El Pardo.

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De los tres días que duró la estadía en Madrid, hubo algo más de veinticuatro horas cruciales de pulseada política apasionada. Sin embargo, el comienzo de las conversaciones, el jueves a la mañana, había sido de lo más poético, aunque no tanto como el paisaje bucólico, con fuentes, estatuas y arbustos recortados, que rodeaban el acontecimiento en lo que fue un antiguo pabellón de caza.

Al darles la bienvenida a los dos equipos y dejar en claro lo que esperaba de ellos, el facilitador nombrado por su Majestad les recitó un tramo de “Algo personal”, la famosa canción de Joan Manuel Serrat. Como para empujarlos a evitar los rodeos protocolares que sólo impiden soluciones, leyó –con ironía– la estrofa final que habla de “los sicarios que no pierden la ocasión/ de declarar públicamente su empeño/ en propiciar un diálogo de franca distensión/ que les permita hallar un marco previo/ que garantice unas premisas mínimas/ que faciliten crear los resortes/ que impulsen un punto de vista sólido y capaz/de este a oeste y de sur a norte/ donde establecer las bases, de un tratado de amistad/ que contribuya a poner los cimientos/ de una plataforma donde edificar/ un hermoso futuro de amor y paz”. “No hagamos como la canción de Serrat”, pidió Yáñez, un hombre serio y reservado, bajito, con anteojos y barba canosa.

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Parece que los funcionarios de visita se tomaron la sugerencia de Yáñez a pecho, y arrancaron a puro reproche. Después de la bienvenida, en una gran mesa con forma de “U” y a la luz de enormes arañas colgantes de cristal, cada delegación por separado armó una propuesta. A cada una le habían asignado una sala, donde montaron sus computadoras entre manteles pesados, cortinas bordadas y cuadros renacentistas. Después de un rato se juntaron los jefes políticos de cada grupo, además del facilitador, e intercambiaron papeles. Alberto Fernández levantó la vista y, malhumorado, advirtió con aire dramático: “Ha llegado el momento inevitable”.

Los uruguayos habían entregado un boceto de los temas que creían conveniente negociar, encabezado por los cortes de ruta y su propuesta de monitoreo conjunto de la plata papelera de Botnia sobre la calidad de las aguas del río Uruguay. Pero nada decía sobre la ubicación de la planta, que se yergue frente a Gualeguaychú. El canciller Jorge Taiana, que suele ser un hombre medido, dirigió la mirada a Yáñez: “Esto lo único que revela es la incomprensión política del Uruguay”. “Es inaceptable”, sentenció. El jefe de Gabinete argentino estaba fuera de sí. Trató a los uruguayos de “ingratos”, dijo sentirse agraviado y los acusó de practicar la política de los hechos consumados. Repitió lo que ya es casi un eslógan: que el país vecino violó el Estatuto del Río Uruguay al resolver en forma unilateral la instalación de la pastera.

–Nosotros no violamos nada, y somos víctimas de los cortes de ruta –le replicó Gargano, que empezaba a irritarse.

Cuentan que los uruguayos pidieron no pelear y hacer un documento light para cumplir con el rey, y a otra cosa. Los argentinos se enloquecieron de sólo imaginar la reacción de los ambientalistas si volvían a Buenos Aires sin nada. Para poner presión, Alberto Fernández, amenazó con dar el encuentro por terminado. Yáñez llamó a un cuarto intermedio y, con cara de “no pasó nada” se fueron todos a ver al rey Juan Carlos de Borbón.

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Ya en el Palacio de la Zarzuela, los latinos entraron en la Sala de Audiencias por una puerta ubicada a la derecha y Su Majestad entró por la izquierda. Para incomodidad de los uruguayos, después de los elogios de rigor al increíble gol de Lionel Messi contra Getafe, el rey no tuvo mejor idea que hacer un comentario sobre el mal olor que despiden las papeleras, en alusión a la experiencia que los españoles tuvieron con una fábrica de pasta de celulosa en Pontevedra que causó estragos en la zona. Más de uno de los presentes, de ambos bandos, se puso colorado. Los argentinos, bien provocadores, volvieron a agradecer la ayuda de España para que la pastera Ence mudara la planta que tenía proyectada junto a la de Botnia. Los orientales, que ya se habían aguantado bastante, dijeron que Uruguay no aprobó la mudanza de esa fábrica a Colonia. Para alivio del facilitador, la foto con don Juan Carlos comprometió a ambas partes a bajar un poco los decibeles y ponerse más flexibles.

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–Disculpe, embajador, que hable de manera directa, yo soy político, no soy diplomático –se excusó Alberto Fernández ante Yáñez cuando regresaron a El Pardo. Volvió a disculparse una y otra vez por la tarde cuando, resueltas a avanzar, las dos delegaciones rioplatenses empezaron a discutir los puntos, las comas y la semántica de un posible documento. El debate de fondo lo llevaron adelante, a solas, los funcionarios políticos de la mesa chica. Fernández no perdió la oportunidad de recordar que Tabaré Vázquez alguna vez le reconoció que su antecesor Jorge Batlle le había dejado “un presente griego” al sellar el negocio con las papeleras quince días antes de dejar el mando. Fueron horas de rosca. Mientras tanto, los funcionarios técnicos se comían las uñas en la espera. Llegó un punto en que ya no sabían qué hacer: Romina Picolotti, la secretaria ambiental, salía a pastorear por los jardines El Pardo; Susana Ruiz Cerutti, de la Cancillería, tomaba aire de cuando en cuando. Fueron casi doce horas, hasta que algo pareció gestarse. Pero el viernes a la mañana volvió el zamarreo. Otra vez, Uruguay quería discutir sólo “la repercusión ambiental” de la producción de Botnia. Argentina, quería que figurara su reclamo de trasladarla. La cuestión quedó saldada cuando se acordó decir “localización”, en lugar de “relocalización”.

Al momento de firmar el pacto para empezar a negociar, a Yáñez se le iluminó la cara. Su emoción era evidente. Se ahorró, al menos por ahora, leer otros tramos de la canción de Serrat que habla de esos hombres de la política, que “se arman hasta los dientes en nombre de la paz/juegan con cosas que no tienen repuesto/y la culpa es de otros si algo les sale mal”.

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Imagen: AFP
 
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