EL PAíS
Un entierro con todo el dolor y los gritos contra la Bonaerense
La ceremonia de despedida de Diego Peralta fue seguida por una multitud que acompañó a sus padres. El silencio fue quebrado con consignas de reclamo de justicia y repudio a la policía.
Por Carlos Rodríguez
La primera parte de la ceremonia se cumplió en silencio, con unas 300 personas acompañando el féretro de Diego Peralta. La mayoría estaba compuesta por familiares, amigos y compañeros del colegio del chico, que llevaban una bandera argentina con un sol y la foto de Diego con sonrisa incluida. También habían llegado pobladores del humilde barrio situado en los alrededores del cementerio privado La Pradera, sobre el Camino de Cintura, en Monte Grande. “Venimos porque murió un hijo del pueblo”, justificó un hombre que jamás había pisado el verde césped pago y mostraba con orgullo su zapato izquierdo roto y despegado. Los que no eran de El Jagüel tenían su credencial en la mano: un clavel. Uno solo, porque el presupuesto no alcanza para más. Durante la ceremonia en la capilla, el único sonido, fuera de las palabras del cura, fue el sollozo cortado y profundo de un hombre, tío del pibe asesinado, que expresó todos los sentimientos. Ya frente a la tumba, la mamá de Diego, Emilse Silva, volvió a quebrar el silencio y los gritos de “justicia” o “que se vayan todos” signaron el último adiós al sueño que se interrumpió en la adolescencia.
“Nosotros pensamos que sí y tenemos miedo de salir a la calle”, dijo uno de los compañeros de Diego en el colegio privado de El Jagüel, aludiendo a la posible participación policial en el crimen y mientras levantaba las cejas y los hombros, como dando a entender que esa es la impresión general. Los chicos mojaron con sus lágrimas el tapete verde, con tres claveles, dos rojos y uno amarillo, que quedó cubriendo el féretro, debajo de la pérgola también verde que se instala en cada ceremonia y que se retira una vez que el cuerpo desciende a la sepultura, cubierta sólo por el césped prolijamente cortado y una placa, sin cruces ni monolitos, que menciona el nombre y las fechas de nacimiento y de muerte.
El cortejo partió a las 10 desde el lugar del velatorio, en Dardo Rocha 542 de El Jagüel, donde está la cochería Ianino. La salida fue silenciosa, aunque en los corrillos algunos allegados al círculo íntimo familiar estaban bastantes molestos con la policía. Algunos voceros con los que dialogó este diario dijeron que el malestar se debía a que durante la noche, a dos cuadras del velatorio, el retén policial que se había montado para desviar el tránsito habría estado integrado por uno de los ocho efectivos que fueron imputados, hace tres semanas, en una causa por presunta extorsión contra comerciantes de la zona. Nadie confirmó oficialmente la versión, pero la bronca se palpaba.
Antes de dirigirse al cementerio, el cortejo se detuvo ante la casa familiar, en Cabildo al 300, donde Diego pasó su corta vida. Los vecinos lo despidieron con aplausos y la llegada al cementerio privado se produjo a las 10.35. Los familiares y amigos pasaron entre una doble fila de vecinos de Monte Grande que no conocían al chico asesinado. Los pocos que habían visitado antes La Pradera fueron algún sábado, de 9 a 12, para rendirle homenaje al cuartetero Rodrigo, que está en otro sector de un cementerio que, por su parque y sus fuentes, parece más “un lugar para vivir que para morir”, comentó una joven allegada a la familia. “El odio no gana, no pudo con Cristo. Hoy en Diego ni la muerte gana porque Dios lo resucitará”, dijo el sacerdote y en ese momento, la solemnidad fue quebrada por el llanto fuera de protocolo de un hombre.
La primera manifestación colectiva fue un aplauso cerrado cuando el féretro llegó a la pérgola. En ese lugar, el menos pensado, una cronista le preguntó a Emilse si está molesta con la investigación policial. “Si hubieran actuado bien, hoy no lo tendría pegado en un cartón”, dijo la mujer haciendo centellear los ojos mientras mostraba una pancarta con la foto de su hijo. La voz firme de la madre y su presencia erguida contrastaba con la fragilidad que expresaba ayer el padre, Luis Peralta. Lejos del hombre que buscaba a su hijo por donde fuera, caminaba llevando una manija del féretro, mientras uno de sus parientes lo llevaba a él. Iba con la cabeza gacha, con el mentón hundido en el pecho. “Fuerza, Luis, fuerza”, le gritaron varias veces, intentando un consuelo imposible. “Dios se lo llevó porque era un ángel”, susurró Emilse, intentando lo mismo.
Muchos de los presentes estaban doblados por el llanto, mientras otros se daban ánimo gritando juntos: “Justicia, eso es lo que queremos de este país”, “Que la policía deje de ser corrupta”, “Que se vayan todos porque todos son corruptos”, fueron algunas de las frases que se lanzaron al viento frío del mediodía. Los padres se fueron rápido hacia el auto que los llevó de regreso a casa, con las manos vacías. Emilse iba envuelta en la bandera y prometiendo “seguir la lucha”. Muy cerca, dándole apoyo, había estado Isabel Ruiz y Laura Mellman, la abuela y la madre de Natalia Mellman, la adolescente asesinada en febrero de 2001 en Miramar. Ellas también saben lo que es llorar una muerte y lo que es remar contra la corriente de las intrigas policiales.