Domingo, 26 de agosto de 2007 | Hoy
EL PAíS › EL JUICIO CONTRA CHRISTIAN VON WERNICH
Luis Velasco, que vive en España, declarará mañana contra el ex capellán de la Bonaerense. Su testimonio es uno de los más importantes del juicio. Aquí se publican extractos de una carta que escribió luego de la desaparición de Jorge Julio López.
Por Luis Velasco *
Habían pasado treinta años, desde que Luis, con sus veinte inviernos, fue secuestrado por las fuerzas represivas de la dictadura militar argentina que se enseñoreó del país allá en el lejano 1976.Treinta años transcurrieron desde aquel frío 7 de julio del ’77 en que lo tiraron en el suelo de un coche, le pisaron la cabeza, lo llevaron a Arana, la casa de torturas, y le dieron como en la guerra.
Luego, sin ninguna explicación, fue liberado al cabo de treinta días de sufrimiento.
Luis aterrorizado, sobre todo por la ilógica lógica que reinaba allí, partió al exilio.
Hoy Luis tiene 50 vividos años.
Y dos hijos, Martín de 20 y Pablo de 17.
Los ve tan chiquitos.
Tan inocentes.
Que le cuesta creer que a su edad él se estaba enfrentando a las bestias de la patota, iniciando un exilio duro, planteándose qué hacer con esta vida de adulto tempranamente anunciada.
Son otras épocas, se responde, y los quiere.
Los quiere de manera irrefrenable.
De una forma tal que no tiene palabras para explicarlo.
Luis salió, pero hubo varios que se quedaron en las mazmorras para siempre.
Luis se sintió siempre hermanado con ellos y se visualizó como una especie de protagonista de tragedia griega, enfrentado a su destino de testimoniar siempre sobre la barbarie vivida, de ser la voz de los que la perdieron para siempre.
Pero al igual que en la tragedia griega, Luis hacía uso de su libre albedrío de elegir declarar. Podría haber optado por no hacerlo, pero entonces nunca más hubiera podido dormir tranquilo.
Testimonió en tantos sitios que ya se le enredaban en la memoria.
Conversando con compañeros ex desaparecidos, todos hacían referencia al mismo tema, cada declaración es como la primera vez que se relata, se revive todo, se vuelve a sentir miedo, odio, impotencia, se recuerda a los compañeros que ya no están, se viven de nuevo sensaciones compartidas, te emocionás, llorás, querrías que todo esto no hubiera pasado nunca.
Nunca.
Treinta años pasaron desde aquellos acontecimientos.
Treinta años de impunidad.
Treinta años de ver a los torturadores paseándose por la calle.
Luis, a pesar de testimoniar en donde se lo pedían, se negó a sí mismo ser un testigo profesional, intentó llenar su vida de otras pulsiones, de distintos deseos, de proyectos más o menos malogrados.
Ahora, ya pasados treinta años, el gobierno había cambiado las leyes, se estaba juzgando a los torturadores.
Ya todos los protagonistas tenían muchos años, las madres de la Plaza de Mayo se morían de viejas, sin ver satisfechos sus pedidos, se había realizado el juicio contra Miguel Etchecolatz, jefe del la patota de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, se lo había condenado a cadena perpetua.
Etchecolatz tenía ya 70 años.
Pero algo es algo, se decía Luis.
Ahora venía el juicio contra el cura Christian von Wernich.
Luis resistió las presiones familiares que le pedían que por favor no declarara más. Que pensara en sus hijos.
Luis pensaba en ellos.
En la idea que se estaban forjando de su padre.
Y ni por un momento dudó de testimoniar.
Por otra parte, la existencia de los juicios daba la oportunidad de cerrar un ciclo. No de olvidar, pero sí de dejar de testimoniar siempre, en cualquier lado.
Ocurrió un hecho que lo cambió todo.
El día en que se iba a leer la sentencia contra Etchecolatz, Jorge Julio López, un albañil de 75 años, principal testigo contra Etchecolatz, desapareció.
Desapareció y desapareció.
Nunca más se supo de él.
El desasosiego, el temor, el horror se apoderó de toda la gente que venía luchando contra la impunidad, por la justicia, en el medio de un país que mayoritariamente quería pasar del tema y que no se hablara más de toda esta historia que a los que la vivieron les traía mala conciencia y a los que no la vivieron les parecía muy lejana.
Lo llamaron a Luis de Radio Continental de Buenos Aires.
Eran las 11.20 hs. en Madrid, o sea las 7.20 hs. en Argentina, Luis pensó que quién coño iba a estar escuchando la radio a esa hora en la Argentina, influenciado por los horarios españoles.
Los periodistas preguntaron si con el peligro que corría igual iba a ir a declarar, Luis contestó que por supuesto y que esto lo hacía por su compromiso con los compañeros muertos y con sus hijos, y aquí se emocionó y se largó a llorar.
Al ratito lo llamó su primo Jorge, le dijo que le quedaban 5 minutos en una tarjeta telefónica, que llamaba para decirle que lo había hecho llorar.
El mail empezó a vomitar mensajes de personas que lo habían escuchado y querían mostrarle su solidaridad.
Luis se sentía extraño al estar en el centro de la noticia.
Se sintió solo. Muy solo.
Se volvía a sentir un exiliado, solo que esta vez él con un puñadito más.
Ya no podía hacer su más o menos anual viaje a la Argentina, a ver a los amigos, a beber de las fuentes de su ser, a comer asados y pizzas, a pasarlo bien.
- - -
Luis pensaba en Licha.
Fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo.
Suegra de Baratti.
Luis testimonió el nacimiento de su nieta en cautiverio.
Ana Libertad.
Licha con 90 años tenía una fuerza impresionante.
Sus esfuerzos por recuperar a su nieta habían sido infructuosos.
Luis fue a ver a la familia De La Cuadra, que así se apellidaban Licha y sus hijas, las primeras veces que volvió a Argentina.
Luego, otra vez, ellas pidieron verlo para despejar un aspecto del testimonio que no les quedaba claro.
Cuando estuvo allí, Luis se dio cuenta de que eso era solo una excusa, que lo que querían era verlo y volver a escuchar por enésima vez las anécdotas del cautiverio.
Llegó a la conclusión de que él era el único, delgado y poco consistente, pero el único hilo con la vida de sus seres queridos.
Y aceptó su destino de ir a verlos cada vez que fuera a la Argentina.
¿Cómo iba él a mirar los ojos sin rencor de Licha y pensar en no testimoniar?
Recordaba al hermano de Marcelino Pérez Roig, quien recientemente se había puesto en contacto con él, simplemente para tener un dato más cercano sobre su hermano.
Pensó en la hija de Ricardo San Martín, quien también hacía escaso tiempo se había conectado con él para tener alguna información sobre su padre, que fue secuestrado al día siguiente de su nacimiento y su madre muerta el mismo día.
Ella le decía en el mail que no podía imaginarse lo que significaba para ella haberlo encontrado.
Que le contara cosas de su padre.
- - -
El futuro eran sus hijos, Martín y Pablo, a quienes si bien no habían criado en un argentinismo clásico, habían mamado el amor por la tierra, y una historia dura y triste, pero también llena de ilusiones y de compromisos éticos, tan escasos en los tiempos que vivíamos.
Ellos se merecían una patria mejor.
Sin impunidad para los asesinos y torturadores.
Una patria en donde los perseguidos no tuvieran que andar con la cabeza gacha.
Un país más justo, solidario y
leal.
Ellos tenían derecho a tener un padre, que con miedo y angustias decidía seguir cumpliendo con su deber y ser parte minúscula de esta historia semiolvidada pero que para Luis y varios miles de argentinos más era parte de sus entrañas.
Pero a Luis todo lo que ocurrió le enseñó mucho.
En primer lugar las muestras de solidaridad desde la Argentina, los amigos de siempre, su prima Andrea que enferma lo llamó para invitarlo a su casa cuando fuera a declarar, amigos y conocidos con los cuales no tenía contacto desde hacía 30 años. Su primo Jorge, para decirle: –Boludo, me hiciste llorar.
Su tía, con quien pudo hablar después de un tiempo y superando su miedo atroz le dijo que recordaba el poema de Kipling, “Si”, y le decía que él era un hombre y que ella (por primera vez) quería ir a escucharlo cuando declarara.
Y el recuerdo débil pero omnipresente de su madre, fallecida hace unos pocos años, en España, lejos de su La Plata natal, que él sabía que dijera lo que dijera se sentiría orgullosa de su hijo.
Luis deberá viajar a Argentina y cumplir con su papel de “testigo estrella” y seguro a soportar la anunciada provocación de la defensa del cura que amenaza con “meterlo preso por falso testimonio”.
Se acordaba de la soberbia del cura cuando entraba en las celdas y decía su nombre, dónde tenía la parroquia y defendía sin pudor la tortura, el asesinato y aconsejaba a los detenidos la colaboración con las fuerzas represivas.
Ahora el fin de toda esta historia parecía cercano.
Se iba a juzgar al cura.
Iría a declarar con custodia policial y tendría que volverse.
Se enfrentaba a su destino.
Con miedo.
Pero también con la certeza de hacer lo que debía.
Ya vendrían tiempos mejores.
* Testigo en el juicio contra Christian von Wernich.
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