Martes, 26 de febrero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
La responsabilidad política y la penal por actos de los subordinados se miden con varas bien distintas. Políticamente, el superior responde por los errores de sus subordinados, por sus tropelías, por su negligencia y está sujeto a crítica aun por sus delitos.
En materia penal, la exigencia es superior y cualitativamente distinta. La responsabilidad es personal, sólo existe si se participó en los actos ilícitos. E impera la presunción de inocencia hasta que la sentencia, al revés que en el ágora donde las sanciones son más veloces y no supeditadas a trámites formales.
Fernando de la Rúa es, sin atenuantes, responsable político de lo que hicieron Fernando de Santibáñes y Alberto Flamarique, a quienes designó en la SIDE y en el Ministerio de Trabajo. Delegó en ellos, paga por sus errores, desviaciones o eventuales acciones criminales.
La crónica de la época proporciona datos que agravan esa regla general. Es sabido que el entonces presidente depositó en ambos una confianza especial, les confirió más poder que el usual. Fueron sus paladines y sus confidentes en la feroz interna que fue librando contra sus aliados del Frepaso y hasta contra los radicales menos afines a él (Rodolfo Terragno y Federico Storani, entre otros) que, todo modo, revistaban en el gobierno.
Para que el flamante procesado sea condenado por cohecho activo, esas culpas no alcanzan. En el juicio oral por venir, De la Rúa podría aducir la inexistencia de los delitos o su plena ignorancia al respecto. Si no se probara lo contrario, debería ser absuelto.
Los frondosos y consistentes fundamentos del procesamiento dictado por el juez Daniel Rafecas (a los que este diario tuvo acceso) tienen en cuenta esa diferenciación. De ahí que muchas páginas están dedicadas a reseñar el involucramiento personal y directo de De la Rúa en las tratativas previas a la entrega del efectivo a la troupe bipartidista de senadores. Son sustanciales las declaraciones del arrepentido Mario Pontaquarto y su testimonio acerca de una reunión en que el ex presidente les planteó a los legisladores que terminaran de arreglar sus cuitas con De Santibañes. La remisión hubiera sido inexplicable en términos de competencias regulares ya que se debatía una ley laboral que podía concernir al ministro del ramo o al jefe de Gabinete. Si de relación con las provincias se trataba, era órbita del ministro del Interior. El endoso al ex banquero (amigo personal y vecino de barrio cerrado del presidente) no tiene una explicación por los cauces institucionales, de ahí el denuedo de De la Rúa para desacreditar a Pontaquarto.
Rafecas ya había explorado con minucia las llamadas desde los celulares de los legisladores para concluir que rondaron la casa de su colega Emilio Cantarero justo la noche del pago, como las moscas a la miel. Las coartadas de los procesados frente a ese cúmulo de prueba fueron pobres. El jujeño Alberto Tell contó que fue a tomar un piscolabis a La Biela y no pudo probarlo (ver nota central). Remo Constanzo había dejado más huellas: discó el teléfono de línea del departamento de Cantarero llamando a allegados y a su propia familia. Quiso justificar su dilatada presencia en el hogar de Cantarero comentando que estaba preocupado por la salud del compañero. Si esa sensiblera excusa prospera, habrá que revisar las versiones que dicen que muchos dirigentes peronistas han endurecido su corazón, consecuencia del roce constante con billeteras abultadas.
Pero volvamos de los compañeros al correligionario. La evidencia que comprueba la dádiva es muy potente; es de suponer que la defensa del ex presidente se centrará en despegarse de lo que hicieron en su torno. Lo primero, claro, será negar los hechos. Pero, al unísono podrá cuestionar su intervención personal. Hasta podría apelar a una paráfrasis del sonado “síndrome de Gregorio Ríos”, el guardaespaldas de Alfredo Yabrán que habría sobreinterpretado una queja de su jefe, traduciéndola como un mandato criminal. O podrá escudarse en su desconocimiento, en abuso de confianza, en excesos de sus operadores.
Hace unos cuantos años (en una charla informal, reservada y noctámbula) un connotado operador le dijo al cronista: “Hay cosas que el presidente necesita, pero no tiene que saber que se hacen, para eso estamos nosotros”. Esa frase condena en política: quien ungió al operador espera que haga esas cosas que él “necesita no saber”. Ante la Justicia criminal, cada caso sería un mundo: verde en mil tonos es el árbol de la vida, cual paisaje de Catamarca.
De la Rúa tendrá su día en el tribunal para enfrentar una acusación sólida ensu contra. Tendrá una buena defensa y le cabe, como a cualquier ciudadano, la presunción de inocencia. Así deben ser las cosas en Tribunales.
En otros escenarios, su caso (que incluye crímenes de sangre, durante la masacre del 20 de diciembre) está saldado, en buena hora.
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