EL PAíS › OPINIóN

Conflictos

 Por Washington Uranga

Los exégetas y exaltadores de Julio Cobos le atribuyen, entre otros discutibles “méritos”, el de haber contribuido a generar en la sociedad una suerte de “tranquilidad” social porque permitió, dicen, acabar con el conflicto. ¿Cuál fue el conflicto que llegó a su fin? Para sincerar la situación habría que decir que, con su voto “no positivo” en el Senado, el vicepresidente permitió volcar la balanza en favor de los intereses de los grupos económicos más poderosos “del campo”. Eso es todo. No hay solución al conflicto y seguramente no la habrá en mucho tiempo. Porque en definitiva lo que está en juego no es otra cosa que la distribución del poder, económico y político. Y el conflicto –que no es bueno ni malo en sí mismo– es parte integral de los procesos sociales, es inherente a la democracia misma.

Lo que Cobos hizo fue otorgarle una victoria coyuntural a una de las partes, a uno de los sectores que forman parte de un conflicto cargado de complejidad, donde nada es totalmente blanco o negro, y en el que todavía hay muchos partícipes que ni siquiera llegan a ser actores, porque siguen silenciados o excluidos del debate, a pesar de estar directamente afectados por la situación. Que digan si no es así tantos campesinos pobres y miembros de comunidades originarias. Unos y otros siguen sin ser convocados a las mesas de negociación.

Lo discutible, en el mejor de los casos, tiene que ver con las formas de resolución de los conflictos. Hoy en día la madurez de una sociedad se mide en gran medida por la capacidad de resolver de manera dialogada y consensuada las diferencias. Pero sin confundir. Dialogar y buscar los consensos es siempre un camino difícil, lleno de dificultades, porque nadie puede suponer que las partes se sienten a la mesa para resignar lo que entienden son sus derechos y sus intereses. El camino demanda ante todo el reconocimiento de una escala de valores. Primero están los derechos. Sobre Éstos no hay discusión. Sí sobre su efectiva aplicación. No se puede discutir el derecho a la vida, a la calidad de vida, a la alimentación, a la salud, a la educación. El debate está centrado en las formas de aplicación de tales derechos. Se discuten intereses: ¿qué le pertenece a quién?, ¿qué es legítimo y qué no lo es?

Reafirmar el camino del diálogo y la búsqueda de la paz no puede leerse como una actitud pasiva. Hay que reconocer los aspectos injustos de la realidad en la que vivimos y luchar para cambiarla. Es nuestra obligación, como seres humanos y como ciudadanos. Incluso en aquellos casos en los que no se puede hacer demasiado, la lucha se puede expresar como discrepancia pública respecto de todo lo que se oponga a la vigencia efectiva de los derechos humanos. Como debate, como conflicto. De poco o nada sirve la presunta “tranquilidad” social, cuando ésta se sigue cimentando en la continuidad de situaciones de injusticia, en una inequitativa distribución de la riqueza y del poder.

Sin que ello signifique eludir la revisión de prácticas políticas y criticarlas para modificar las que sean contrarias al sentido de la democracia, será necesario también impedir que el árbol tape el bosque y que todo el debate quede limitado a las formas. Lo que está en juego es mucho más profundo y, sin el menor ánimo de dramatizar, en ello va la vida y la muerte de muchos argentinos y argentinas. El verdadero conflicto consiste en definir quiénes deciden y a quiénes llegan los beneficios de lo que se produce. En torno DE esta cuestión fundamental es que deben producirse los alineamientos. Sin quitarle valor a la discusión sobre los métodos y la formas, pero sin perder de vista la cuestión de fondo. Entonces... seguimos en conflicto.

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