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Todo o nada

Como era de prever, el malparido juicio político a los nueve ministros de la Corte Suprema de Justicia concluyó de la peor manera: el enchastre para aquellos ministros que en forma solitaria lidiaron durante años con la mayoría automática, la impunidad para aquel bloque que obró (y sigue obrando) como fuerza de tareas política, pisoteó derechos y garantías, hizo y protegió negocios sucios. Ni siquiera tuvo éxito el intento de última hora por hacer justicia al menos con el más emblemático de los integrantes de esa mesnada, el ex jefe de policía de La Rioja y ex socio de los hermanos Menem, Julio Salvador Nazareno. En las últimas semanas se llegó a una situación sin salida para quienes sostenían la acusación. Favorecieran u obstruyeran la formación del quórum necesario para sesionar terminarían contribuyendo al alarmante descrédito institucional. El 81 por ciento de la sociedad que estaba a favor del juicio político volvió a ser defraudado por el conjunto del sistema institucional.
En este devastador desenlace, anunciado con los impecables modales de un rematador de hacienda por el presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Camaño, hay un orden de responsabilidades que sería improcedente obviar. La primera y principal recae en el Padre de la Corte, el ex presidente y aspirante a volver a serlo, quien amplió el número de sus miembros y creó una mayoría automática de incondicionales. Para ello, además de la ampliación, consiguió la renuncia de dos de los jueces anteriores, uno por cansancio moral y el otro mediante una extorsión. El quórum para la ampliación se completó en la Cámara de Diputados en abril de 1990 con cafeteros y ordenanzas sentados en las bancas y matones armados para protegerlos. El Senado les prestó acuerdo el mismo viernes, en una sesión secreta de siete minutos, sin asistencia de la oposición, sin escrutinio previo de sus antecedentes, sin audiencias públicas ni privadas para oírlos. De este modo, en una noche creó una mayoría de dos tercios, que desde entonces usó sin escrúpulos. Esta responsabilidad es compartida con los miembros pasados y presentes de ese cardumen. La segunda responsabilidad corresponde al Senador Eduardo Duhalde. Horas antes de encargarse del Poder Ejecutivo consultó con Aníbal Ibarra y Raúl Alfonsín si la Asamblea Legislativa del día siguiente podía declarar en comisión a los ministros de la Corte Suprema, donde residía el mayor bastión institucional de quien entonces consideraba su peor enemigo. Como ambos le contestaron que no, decidió negociar la renuncia de algunos jueces de la mayoría automática menemista. Tampoco lo consiguió (porque encomendó la misión a un hombre que se destacó por su incapacidad en un gobierno en el que no abundan los idóneos, el entonces secretario de inteligencia Carlos Soria) y terminó dando luz verde al juicio político, que impulsaba la oposición. La Corte le respondió con la declaración de inconstitucionalidad del corralito, que Duhalde calificó de golpe institucional. Comenzó así un forcejeo de ocho meses, que culminó con el acuerdo entre los viejos socios Menem y Duhalde para terminar el trámite como si nada hubiera sucedido.
La tercera responsabilidad debería ser asumida por el precandidato justicialista Adolfo Rodríguez Saá, cuya sinuosa estrategia procuró satisfacer a todas las partes. Los legisladores que le responden están entre los promotores del juicio político, antes de que el duhaldismo lo impulsara, y entre aquellos que votaron por la acusación a los ministros de la Corte. Sin embargo, su deserción de último momento impidió que el dictamen acusatorio volviera a comisión, donde podría haber aguardado a que las próximas elecciones modificaran la relación de fuerzas y permitieran acusar a los jueces que lo merecieran.
La oposición tuvo el mérito de impulsar y sostener la acusación desde los tiempos remotos del gobierno de Fernando de la Rúa y a punto estuvo de alcanzar los 2/3 requeridos para concretar los cargos contra Julio Nazareno y Eduardo Moliné. Pero ese mismo resultado desnuda que el mero reclamo de confianza no constituye una estrategia política suficiente para desacomodar las piezas del poderoso pacto de impunidad. El dictamen se preparó demasiado rápido, para aprovechar el fugaz momento en que el duhaldismo pareció favorecer su avance. Abarcó más de lo que podía apretar y no permitió cambiar la relación de fuerzas. Si hubiera profundizado la investigación sobre Nazareno y Moliné tal vez no se hubiera producido el emblocamiento de casi toda la Corte ni el chantaje sobre el gobierno que condujo a la impunidad generalizada, acaso se hubieran alcanzado los votos necesarios para removerlos y comenzar a partir de allí una aun así muy difícil reconstrucción institucional. El maximalismo de la apuesta al todo o nada y la retórica de las grandes palabras vuelven a ser funcionales así a la perpetuación del intolerable estado de cosas que se pretende revertir.

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