Martes, 5 de enero de 2010 | Hoy
EL PAíS › PENUMBRAS > OPINIóN
Por Soledad Vallejos
Crear una mística no es tan fácil, mucho menos mantenerla. Y sin embargo, Sandro lo hizo de manera tan auténtica que con el correr del tiempo, cuando ya había engordado, estaba canoso y se burlaba de su propio envejecimiento (que no era piadoso con su salud, que él –antes que disimularlo– ponía en escena, tubo de oxígeno incluido), sólo hizo que la veneración creciera. Con una intuición poderosa, y mientras a su alrededor crecía la leyenda (que nunca fue negra, sino tierna, amable, que podía rozar la picaresca barrial), Sandro creció mientras hacía crecer a su público. Las nenas aprendieron a querer escuchando sus canciones; se casaron, tuvieron hijos y hasta nietos, y él, como contaban ellas cada vigilia en Banfield, siempre había estado allí. Los maridos de esas nenas respetaban, y a veces compartían, el amor; podían convertirlo en un respeto cómplice. El propio Sandro, al desdoblarse en su vida del ciudadano Roberto Sánchez, había aprendido a tener una vida y ser, a la vez, un artista capaz de sostener y compartir ilusiones, pero sin necesidad de un marketing vil de la personalidad.
Otras nenas llegaron después; quizá lo descubrieron por azar cuando algún canal hacía ciclos de sus películas, tan brillantes en todos los sentidos. Todas las nenas, en vivo o a la distancia, aprendieron que la comunión con el Gitano era inevitable porque el amor, como la fe, no se explica. Y sin embargo se aprende porque él tenía vida privada enteramente resguardada.
Conozco una poeta que sólo encontraba consuelo después de días agitados y estresantes en los discos de Sandro; también una periodista que me llamó, hace pocos años, para que celebráramos a los gritos que El le había enviado un ramo de rosas rojas. Sandro la había mencionado en medio de su show –uno de los últimos–, ella no se había puesto de pie para que la aplaudieran. La tarjeta decía “para la vergonzosa, del desvergonzado”, y nos hizo gritar como adolescentes a las dos.
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