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- Diamantes. En Angola, todas las tierras pertenecen al Estado. En los últimos años empezaron a aplicar una reforma agraria concesionando predios a pequeños y medianos productores. Paradójicamente, la riqueza natural les juega, en algunos casos, una mala pasada: antes que sembrar, empiezan a excavar y si se llegan a encontrar con diamantes, la tentación de la ganancia rápida posterga el esfuerzo. “Venden lo que encuentran, viven un tiempo y después empiezan de nuevo”, comentaba resignado un angoleño al describir las dificultades para cambiar la cultura.

- Venganza. Como prueba del exorbitante crecimiento de este país subsahariano –superó el 10 por ciento anual en los últimos años– basta mencionar que empezaron a “comprar” Portugal. La otrora potencia colonialista de la que se independizaron en 1975 está cruzada por la crisis europea y los angoleños ya se hicieron de un porcentaje accionario importante de la Caixa, la principal entidad financiera.

- Pasión. El embajador de Angola en Buenos Aires, Herminio Escórcio, no sólo fue el organizador de la petrolera estatal, sino que es un fanático del fútbol. Armó el equipo de la petrolera de su país y está decidido a firmar un convenio con Boca Juniors. Los colores de su equipo son los mismos y ya estuvo disfrutando de la pasión xeneize en un palco de la Bombonera. Hasta lo invitaron a pisar el césped en un partido a cancha llena. Regocijo máximo para un fanático.

- Calles. El calor húmedo y pegajoso invade apenas se aterriza en Luanda. El tránsito es una masa amorfa que cada tanto entra en movimiento: ocho de los 18 millones de angoleños viven en esta ciudad. Una primera mirada deja ver lo que está pasando en Angola: la convivencia de la pobreza con la emergencia de construcciones de todo. Las reacciones populares en otros países africanos encendieron el alerta para gobiernos como el de Eduardo Dos Santos que se perpetúan en el poder: la necesidad de mejorar las condiciones de vida de millones aparece así como una oportunidad de negocios.