“Madrecita, un lunes al atardecer recibí una carta que no esperaba, que me causó una emoción muy profunda, que me conmovió por entero: era tu carta. La carta de una madre entristecida porque le falta su tesoro más preciado: sus hijos. Una madre que sufre, pero que no está sola en su inclaudicable búsqueda; madrecita, nos tienes a nosotros (así en plural) dispuestos solidariamente a ayudarte porque de algún modo nos sentimos también hijos tuyos. Queremos que Viviana y Daniel regresen a tu lado, queremos ver la sonrisa volver a tus labios, que las lágrimas de pena de hoy sean reemplazadas por lágrimas de alegría. Si lo piensas, verás que hace tiempo nos venimos ayudando y que podemos llegar a más.” Juan Carlos Astudillo contestó así, desde el penal de La Plata, la carta de una mujer que no conocía y que le había escrito unos días antes.

Ilda Minucucci estaba en la casa de las Madres de Plaza de Mayo cuando escuchó que otras mujeres, que venían de visitar a sus hijos o familiares en la cárcel, hablaban de “un muchacho del interior que no tenía familia que lo visitara ni le escribiera”. Ilda, cuyos hijos Viviana y Daniel estaban desaparecidos, decidió mandarle un mensaje de aliento “para ayudarlo a soportar esa situación”. Así fue como comenzaron a cartearse. “No era tan fácil. Según me explicaron, esa primera carta entró de casualidad porque la persona que escribía tenía que estar inscripta en una lista. Cuando llegó, él no sabía de quién era. La leyeron entre todos los presos y les llegó mucho. Después yo le escribía como si fuera su madre y con el nombre de ella, para que no hubiera problemas”, cuanta Ilda.

La correspondencia continuó durante un año y medio, hasta que Juan Carlos recuperó la libertad. Ese día, Juan Carlos durmió en la casa de Ilda, en el cuarto de Daniel. Y fue del hijo desaparecido de Ilda la primera ropa que tuvo cuando salió de la cárcel.