EL PAíS › OPINION

El símbolo de una época

 Por Luis Bruschtein

“Fue un intento de fuga”, explicó el general Alejandro Agustín Lanusse, presidente de facto en ese momento. No hubo más explicaciones ni investigación. La poca legitimidad que le quedaba al gobierno militar se caía a pedazos ante el evidente fusilamiento de presos indefensos. En la sociedad el impacto fue tremendo. Pocos días antes, los presos fusilados habían aparecido en todos los televisores del país, no eran desconocidos, habían hablado de propuestas políticas, se habían humanizado frente a una sociedad para la que, de otra manera, hubieran sido seres anónimos en la lista de demonizados. Además se habían entregado, se les había prometido que su integridad y sus vidas serían respetados. Fue la única condición que habían puesto para rendirse. Todo eso delante de las cámaras, conversaciones, historias, que después habían sido multiplicadas por los medios gráficos. Si se habían rendido estando armados era ridículo pensar que intentaran fugarse sin armas y siendo prisioneros en una cárcel militar. Estaban en el centro de atención y del interés mediático cuando fueron fusilados. Y encima, habían sobrevivido tres de ellos que, apenas pudieron, contaron que habían sido masacrados por el pelotón al mando del capitán Luis Sosa.

Los fusilados de Trelew se convirtieron en símbolos de las luchas populares, incluso para los que no coincidían con las organizaciones armadas. Y el capitán Sosa pasó a tener un lugar destacado en la lista de los oscuros, de los odiados, había dado su palabra a los prisioneros de que respetaría sus vidas y los fusiló indefensos dentro de sus celdas. Los fusilamientos de Trelew prenunciaban el tipo de represión que sobrevendría con el golpe del ‘76 y Sosa era el referente de esa modalidad inminente.

Pero Sosa se esfumó. Tras los fusilamientos se perdió en la oscuridad. En el ’73, ya con los gobiernos elegidos democráticamente, se hizo poco y nada para buscarlo y lo que se hizo no logró ningún resultado. Hubo investigaciones periodísticas, pero sólo sirvieron para construir versiones: protegido por la Armada –se decía–, Sosa había escapado a los Estados Unidos, donde viviría con otra identidad y nunca más regresaría al país. Poco a poco, mientras el 22 de agosto, el día de los fusilamientos, se convertía año a año en una fecha de movilizaciones, Sosa se fue perdiendo en el olvido. Hasta que ya nadie preguntó por él y se llegó a decir que había muerto. Fue la última versión. Quedó en esa nebulosa que lo congeló como un símbolo del terrorismo de Estado. La generación que en esos años salía de la adolescencia fue marcada a fuego por los fusilamientos, fue su forma de despertar en la política.

Sosa fue opacado más tarde por las proezas de la dictadura de Videla, Massera y Agosti, pero nadie le quita el demérito de haber sido uno de los adelantados. Es difícil compaginar al hombre que llevaba una vida normal aquí en la Capital con el fusilador que tanto impactó en una generación de nuevos militantes cuyos pocos sobrevivientes hoy están pasando los 50 años.

Aunque hayan pasado treinta años, su captura y juzgamiento serán una forma de arrancar las huellas del terrorismo de Estado de las consecuencias del poder absoluto de las dictaduras militares en la historia de este país.

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