Lunes, 20 de marzo de 2006 | Hoy
Por José Natanson
Hay dos formas de que una biografía periodística resulte interesante. La primera es que sea excelente, y en los últimos tiempos aparecieron algunos ejemplos, como Timerman, de Graciela Mochkofsky, y Galimberti, de Marcelo Larraquy y Roberto Caballero. La otra forma es que se ocupe de un personaje oscuro y poderoso, subgénero que hizo furor durante el menemismo con libros como El Jefe, de Gabriela Cerruti, y El Otro, de Hernán López Echagüe. Reina Cristina, el último libro de Olga Wornat, no cumple ninguna de las dos condiciones. No trata sobre una figura cargada de misterio y sospecha, y ciertamente no es excelente.
Periodista de larga trayectoria, Wornat vivió su momento de mayor éxito durante el menemismo, cuando incursionó en el género de la chismografía política a través de best-sellers como Menem, la vida privada y MenemBolocco S.A., que la convirtieron en una autora de buenas ventas. Luego viajó a México, donde publicó otro record de ventas, La Jefa (sobre Martha Sahagún, la mujer del presidente Fox).
Esos libros, al menos, tenían un atractivo: estaban escritos con picardía y maldad, sin reparos a la hora de meterse con la vida privada. Estaban escritos en contra del personaje. En Reina Cristina, Wornat se enamora de su protagonista, y el resultado es una acumulación de elogios de difícil digestión. Van algunos ejemplos: “una fémina indomable, inteligente, polémica, transgresora y ambiciosa como ninguna otra después de Eva Perón”; “una mujer que se juega por lo que piensa y rompe con lo establecido por los capangas de los guetos de la sucia política vernácula”; “mujer inteligente, fuerte y arrogante”; “tiene una luz especial cuando habla y es carismática”; “dura y audaz en los enfrentamientos con el menemismo”; “no es nada sumisa, no se pliega, rompe las estructuras, hace añicos las formalidades y los protocolos”.
A la hora de contar anécdotas, Wornat no se queda atrás: “Desde Jacques Chirac hasta Hugo Chávez, Fidel Castro, George Bush y el rey Juan Carlos de España quedaron prendados del aura que desprende y de la contundencia de su discurso”; “haciendo gala de su preparación, Cristina viajó sola a entrevistarse con varios jefes de Estado y los resultados fueron más que halagadores”; “siempre se daba tiempo para leer o ir al cine –ama el cine, la música y la lectura– y hacer shopping para estar divina”.
Wornat pasa por alto cuestiones que en otras circunstancias le hubieran permitido hacerse un festín de críticas –como la forma en que los Kirchner obtuvieron sus primeros dineros, o las idas y vueltas de los famosos fondos de Santa Cruz– que aquí sólo merecen unas pocas líneas, justificatorias y apuradas. Tampoco critica el personalismo de la primera dama ni reacciona frente a declaraciones de Cristina como: “Siempre que hablo de política lo hago en plural, es algo que me quedó de la militancia”.
A la hora del análisis político, no profundiza, por ejemplo, en las razones que llevaron a los Kirchner a sellar un pacto con Eduardo Duhalde, ni en los motivos que los impulsaron a romperlo tiempo después. Y pasa por alto cuestiones estructurales: no menciona el ciclo ascendente de la economía como factor clave para el éxito K, en parte mérito de las políticas puestas en marcha por el Presidente y en parte consecuencia del favorable contexto internacional que ha hecho que todos los países deAmérica latina crecieran en 2005 (incluso Haití, que en medio de la locura y el caos creció un 1,5 por ciento).
En general, y aunque tiene algún que otro buen momento, Reina Cristina no llega a pintar de modo completo a la actual senadora y, quizá como consecuencia de la relación previa entre la autora y la protagonista, definitivamente no va a fondo: muestra sólo una cara –la más bonita– del personaje.
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