Miércoles, 26 de mayo de 2010 | Hoy
Ser grande: a los doscientos años, a los trescientos o, como en la mirada de un chico, cuando apenas seamos más grandes que ahora.
Por Juan Ignacio Boido
El otro día, en un bar, un chico aburrido de quedarse quieto le preguntó a su madre cuándo iba a poder hacer lo que quisiera y no tener que obedecerla siempre. La madre le contestó que cuando fuera grande. El chico puso una cara de desconfianza impresionante, esa desconfianza que sólo tienen los chicos cuando tienen razón, y le preguntó: ¿grande cuánto?
Cuando uno es chico, ser grande es algo remoto, pero sobre todo es algo relativo, algo que cambia, que se escapa siempre hacia adelante. A los 6, los de 11 son grandes. A los 10, los de 15 son inmensos. A los 15, los de 17 son todopoderosos. Sin embargo, aunque uno crea que nunca sucederá, en un momento lo grande se detiene y se alcanza una noción absoluta de lo grande: los 18 años. A los 18 años –cree uno a los 6, a los 8, a los 11–, uno va a ser rotundamente grande: a los 18 años era el sorteo del servicio militar y se sacaba registro para manejar, a los 18 se va a votar y hasta se deja atrás la amenaza escolar del reformatorio para sentir el miedo de poder ir preso a una cárcel común. A los 18, la vida de uno se convierte en definitivamente de uno. O eso parecía cuando uno era chico. Porque llegaba el sorteo, llegaban las elecciones y con suerte llegaban las vacaciones, y entonces uno descubría que nada era tan así y que uno no podía irse donde quisiera. No por tres años más, no hasta los 21. O sea: a los 18 uno tiene la obligación de elegir a los gobernantes del país, pero no la libertad de abandonarlo.
Me acuerdo de preguntarme si alguien había tomado esa decisión con premeditación. Si la mente de algún estadista pedagogo ofrecía así la última lección a sus flamantes ciudadanos, entregándolos durante tres años a la amarga realidad de vivir con las consecuencias de sus decisiones. O si era, nada más, que otro de esos agujeros negros de sentido que perforan como baches este país.
Como fuera, la verdad era una: uno cumplía la mayoría de edad dos veces. Y la verdad, lo más raro, era que no parecía tan raro. Después de todo, al país le pasaba lo mismo.
Siempre me pareció que el 25 de Mayo es como cumplir 18 y el 9 de Julio como cumplir 21. Tal vez porque las celebraciones se parecían y se parecen demasiado. Un poco el mismo espíritu de revolución e independencia, no sólo divivido en dos sino también separado por varios años. Caminar por la Plaza de Mayo me hace pensar lo mismo: a veces pienso que el 25 de Mayo es el Cabildo y que el 9 de Julio es la Casa Rosada, y que en el medio, en la plaza, está el país. Entre una mayoría de edad y la otra.
También se puede pensar que el Cabildo fue mutilado, que la Casa de Tucumán estuvo décadas abandonada, y que la ampliación de la 9 de Julio fue voraz sobre casas, terrenos y familias. Pero eso es otro tema, otra idea. A lo mejor para el próximo Bicentenario, el del 2016. Pero antes, habrá que atravesar el resto de 2010 que empieza después del Mundial. Y después 2011. Y después los mayas y 2012. Y después 2013 que es 13. Y así todo y así todos, arrastrados en la historia, sin poder abandonarla. Hasta 2016 y después también.
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