Miércoles, 26 de mayo de 2010 | Hoy
Joaquín V. González, cronista del primer Centenario, en el espejo de sus frustrados colegas contemporáneos.
Por Eduardo Jozami
El Primer Centenario tuvo su gran cronista. Por encargo del diario La Nación, Joaquín V. González, escritor y hombre de Estado, la personalidad más influyente del sector reformista de la oligarquía, escribió El juicio del Siglo. Un libro que encomia el comportamiento de la economía y la inserción internacional de la Argentina, justifica que la conducción del país haya sido delegada “en un conjunto de hombres superiores” –aunque lamenta que no se avance en la ampliación del sufragio– y transmite la inquietud que generaba a comienzos del novecientos la cuestión obrera. El autor cuestiona a quienes aún consideraban el reclamo social como un delito, pero admite que las soluciones jurídicas deben dar paso a otros remedios cuando el movimiento adopta “formas morbosas o anormales”. Esto no sorprende porque la oligarquía liberal sabía combinar el palo con la zanahoria: el mismo González, autor del Código del Trabajo, era también ministro cuando se aprobó la Ley de Residencia, que facultaba la expulsión de extranjeros. Sin embargo, aunque el radicalismo había protagonizado una nueva insurrección en 1905 y la lucha obrera llevó a sancionar en el mismo 1910 la Ley de Defensa Social y el estado de sitio, esos nubarrones no enturbiaban en exceso el horizonte del Centenario. El proyecto de los fundadores se había cumplido en gran parte, incluso el objetivo generalmente menos recordado, la depuración de la raza: “Los componentes degenerativos o inadaptables como el indio y el negro han sido eliminados”, celebraba el autor de El juicio del Siglo.
González enunciaba su texto desde el poder, relataba una evolución que a lo largo de muchas décadas había consolidado la dominación de la oligarquía. Por eso, con la benevolencia de los triunfadores, reconoce errores y también crímenes como el asesinato del Chacho Peñaloza –que atribuye a “la fantasía trágica y vivaz de Sarmiento”– y para que se entienda que este triunfo no es de un grupo sino de la oligarquía liberal en su conjunto, olvida rencillas coyunturales y, aunque a nadie pone tan alto como a Mitre, levanta a todas las figuras del panteón del liberalismo.
¿Quién podría escribir hoy un libro como éste para el Segundo Centenario? Nadie. No esperamos hoy un texto como El juicio del Siglo porque ya no se practica esa literatura estatal que hacía a los escritores hablar desde el poder. Como lo hizo también Leopoldo Lugones, canonizando el Martín Fierro como poema nacional frente a un auditorio que integraban dos presidentes de la República. Pero, sobre todo, ese texto hoy no podría escribirse porque mientras González daba cuenta de un proceso que había consagrado definitivamente en 1880 un modelo de acumulación –el agroexportador– y un esquema de poder, la llamada República Posible, que restringía la participación política a una minoría, hoy sigue la lucha por imponer un nuevo modelo económico y nuevas pautas de distribución del ingreso. El ensayo de interpretación –como el búho de Minerva– sólo puede aparecer al fin de la jornada y hoy, como lo prueban el conflicto sobre la ley de medios y las perspectivas electorales aún indefinidas, todavía estamos en lo mejor del combate.
En el 2001 la política tradicional desnudó su vacío de representatividad y estalló un modelo que hacía de la valorización financiera su palanca principal. Desde entonces se está en la búsqueda de otro patrón de la economía y a partir del 2003 son notorios los esfuerzos por afirmar la prioridad de las actividades productivas, recuperar un rol central para el Estado como promotor de esa política y mejorar el salario y los ingresos de los más pobres. Sin embargo, la realidad no permite hoy decir que la pulseada esté resuelta, no sólo porque hay asignaturas pendientes en el terreno socioeconómico y en la construcción política, sino porque los principales intereses empresarios, la Iglesia y los grandes medios constituyen un bloque opositor que no puede subestimarse. Tampoco se puede ignorar el peso de la oposición política aunque las últimas semanas nos hayan enseñado a tomarla menos en serio: su férrea decisión de acabar con el kirchnerismo sólo puede parangonarse con su torpeza política y su real desinterés por la cuestión social: la distancia del partido de Julio Cobos con el de Hipólito Yrigoyen quedó demostrada, otra vez, en estos días, por las declaraciones del senador Ernesto Sanz.
Los aniversarios, las grandes efemérides, suelen acompañarse de llamados a la unidad nacional. El conflicto del campo y la intransigencia de los grupos patronales en defensa de sus ganancias extraordinarias hicieron fracasar el gran acuerdo del Bicentenario que proyectaba el gobierno nacional. El ex presidente Duhalde tampoco ha logrado consenso suficiente para el proyecto que concibiera con Rodolfo Terragno para firmar un compromiso de la dirigencia opositora (aunque la propuesta también se le hizo al Gobierno nadie pensó seriamente que podría firmarla). El punto principal del acuerdo proyectado era la garantía para inversiones y el respeto de las reglas del juego que impidiera toda reforma que afectase intereses creados: un acuerdo que no hubiera permitido la ley de medios ni el traspaso al sector público de los fondos de pensión, una jugada para eliminar la posibilidad de un cambio sustancial y suprimir todo lo nuevo que trajo el kirchnerismo.
El segundo homenaje al Bicentenario que propone el pensador de Lomas de Zamora es el llamado a la reconciliación con los genocidas. El voto unánime de la Cámara de Diputados declarando los juicios en curso como política de Estado muestra que ningún sector político se atreve a enfrentar en este punto a la opinión pública. Pero Duhalde avanza con una propuesta que después no se atreve a precisar –como había hecho antes Diego Guelar– porque quiere ir abonando el clima de reconciliación que la Iglesia impulsa desde hace años. Para fundar esta política todo puede usarse, desde las declaraciones del Pepe Mujica que no quiere a los viejos en la cárcel hasta la película que muestra a Nelson Mandela abrazado con los jugadores de rugby que simbolizan la mejor tradición del apartheid. Menos se recuerda el momento del film en el que el líder sudafricano explica a sus colaboradores que los blancos dominan la economía, el aparato del Estado, la Justicia y el ejército y que sin ellos es imposible gobernar. No es esa la situación argentina. Con Videla y Martínez de Hoz presos se gobierna mucho mejor.
Más allá de las elementales razones de justicia que llevan a rechazar cualquier amnistía o perdón, tampoco sería esa reconciliación una medida de alta política como pretenden algunos. Lejos de contribuir a la unidad nacional, fortalecería a quienes se oponen al proceso de transformación que hoy está en curso. La transición española fue muchas veces puesta como modelo pero hoy resurgen los reclamos contra los crímenes del franquismo, mientras la derecha legitimada por los Acuerdos de la Moncloa mantiene su intolerancia de siempre. El vergonzoso atropello contra Baltasar Garzón muestra que esa política conciliadora no hace sino debilitar a los socialistas: éstos se animan a impulsar el más antisocial de los planes de ajuste pero no a sostener a un juez que es un símbolo de la defensa de los derechos humanos.
Frente este espectáculo del mundo, es reconfortante mirar a nuestro país. Por eso, mientras seguimos subiendo la cuesta, no podemos escuchar los cantos de sirena de quienes denuncian la crispación de la Presidenta, pregonan la moderación o convocan a pactos que aseguren la vigencia de la vieja política. El Bicentenario es ocasión propicia para una reflexión que ratifique el rumbo, permita corregir errores, ampliar la convocatoria y construir la gran fuerza que se haga cargo de lo mejor del legado peronista y convoque a otras tradiciones populares. No escribiremos hoy un texto como el de Joaquín V. González porque –los tiempos históricos no son necesariamente los del calendario– el siglo no ha dado aún su veredicto, pero son muchos los escritos y las voces que en estos días nos ratifican que estamos caminando. La Argentina de los derechos humanos, la Asignación Universal por Hijo y el matrimonio gay, el país que se integra en América latina y empieza a descubrir a sus pueblos originarios, puede mirar con confianza hacia el futuro.
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