ESPECIALES

Los otros

No a las fiestas patrias y sus simbolizaciones. Pero sí a los argentinos que vale la pena conocer.

 Por Juan Forn

Las celebraciones patrias me producen un rechazo instantáneo. Soy incapaz de separarlas de las instituciones que más asco me dan: los militares con sus desfiles, la Iglesia con sus tedéum, los ricos en primera fila de ambos espectáculos, con su irritante satisfacción de dueños y factotum del país. Para mí, las fechas patrias son patrimonio de ellos; del resto de los argentinos son todos los demás días del año, los días silenciosos, los días en que no se conmemora nada (salvo, en todo caso, el hecho de estar vivos). Es una manera cabrona de ser, lo reconozco. Pero no lo puedo evitar: ésa es la Argentina con la que me identifico.

Yo creo que somos una cosa que salió mal, deforme, una contradicción caminante. Lo veo en las cosas que más me importan: en la literatura y en el lugar donde vivo, que son lo más parecido a la palabra patria que soy capaz de concebir. Cuando Sarmiento llegó a la presidencia, sus ministros le rechazaron el discurso inaugural que escribió, y terminó leyendo uno que le redactó Avellaneda: el gran escritor, al convertirse en presidente, no podía hablar por su propia pluma. Cuando José Hernández publicó la segunda parte del Martín Fierro, en la contratapa iba un aviso de su librería (la Librería del Río de la Plata) donde anunciaba a su distinguida clientela que allí podían conseguirse en idioma original todos los libros recién aparecidos en Europa. Cuando Lucio V. Mansilla escribió: “Si no se escribieran cartas íntimas, no habría historia auténtica” (y así les habló siempre a sus lectores: como en las cartas que escribía a sus amigos), Roca le mandó decir (o, mejor dicho, se lo dijo en la cara, en un prólogo que el mismo Mansilla quiso poner en sus Retratos y recuerdos): “Le recomiendo que sea más reservado, hasta con sus íntimos”. Para denigrar a Arlt, se decía que escribía como hablaba, y que hablaba en lunfardo con acento extranjero. Para denigrar a Borges se decía que era un extranjerizante, sólo capaz de escribir miniaturas mentales, sin vida, ya que su triste propósito era convertir nuestro idioma en otro. Parecen, todas éstas, pequeñas tragedias de la vida nacional, pero son elementos decisivos de nuestro ADN literario: por cosas así tiene la literatura argentina su personalidad, como bien dice Piglia.

Insisto: somos una cosa que salió deforme, una contradicción caminante. Una de las razones por las que me gusta tanto Gesell es porque encarna a pequeña escala lo que supo ser la Argentina entera en su momento: un lugar donde convergen personas de todas partes, de todas clases, en busca de otra vida: mejor, más digna. Este lugar es un cambalache: están los colonos alemanes que invitó Gesell y los españoles e italianos que trajo a trabajar; están los paisanos del campo que vieron cómo mejoraban esos peones italianos y españoles y se arrimaron al mar ellos también; están los hippies que llegaron en los ‘60, están los que se vinieron a esconder en los tiempos de la dictadura, los escorados de las hiperinflaciones y corralitos y los espantados por la enajenación de las grandes ciudades; están los bolivianos y peruanos que son hoy lo que eran los españoles e italianos que llegaron en los ‘50; y están, por supuesto, los fantasmas que todo pueblo tiene. Cada una de estas oleadas inmigratorias encarna las capas geológicas de Gesell, y por supuesto las sucesivas deformaciones que fue sufriendo el proyecto original. La paradoja es que lo que hace deforme a Gesell es lo mejor que tiene: esa mezcla de gente, esa más que saludable diversidad, se debe a que “no nos fue tan bien como a Pinamar o Cariló”.

Quiero decir con todo esto que los argentinos que más me gustan son los renegados, los que se salieron de donde estaban en busca de un lugar que les resultara más apropiado, espiritualmente hablando. Lo más argentino que tenemos, o lo que más me gusta a mí, es lo espurio, lo bizarro, lo contradictorio. Que es precisamente lo que no se celebra en los onomásticos patrios. Por eso prefiero los días en que no se celebra nada, porque son los días en que reina lo renegado de nosotros, lo que construyó este país, lo que nos asalta en los momentos menos pensados y nos hace murmurar cuando no nos oye nadie: “Yo soy de acá. Yo soy de este lugar porque este lugar es como yo”.

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La Casa de Gobierno con el palco de honor, construido para la principal invitada, la infanta Isabel de España (1910).
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