ESPECTáCULOS › “ANITA NO PIERDE EL TREN”, DEL CATALAN VENTURA PONS
Nunca es tarde para cambiar de vida
La película ganadora del Festival de Mar del Plata 2001, que recién ahora llega a su estreno porteño, no sólo es una celebración de la pasión cinéfila, sino también de la ley del deseo, que no tiene edad.
Por Luciano Monteagudo
Anita es viuda, trabaja como “taquillera” del Capri, un viejo cine de barrio de Barcelona, y tiene 50 años, “aunque parezco menos, todo el mundo me lo dice”, se tranquiliza a sí misma en sus noches de soledad. Más de la mitad de su vida se la ha pasado en esa pecera, vendiendo entradas y escapándose apenas para internarse en esas sombras plagadas de fantasmas, por donde todavía circula el recuerdo de Clark Gable y Jean Harlow en Mares de la China. De chica, en la pescadería de su madre, “soñaba con ser Marisol” y cautivaba a la clientela con su canto, adornado por la fragancia de las merluzas. Ya de grande, se conformó con estar del lado más prosaico de la pantalla, viviendo como espectadora las aventuras de otros. Todo parece estar en su lugar en la vida de Anita, hasta que un día regresa de unos sospechosos días de licencia, que el gerente del cine le había otorgado sin que ella los pidiera, y se encuentra con que ya no hay nada, que el Capri ha desaparecido y que en su lugar se levantará un moderno multicine, donde su imagen ya no encaja, “por antigua”, como la ofenden.
Hay que tenerle un poco de paciencia a Anita no pierde el tren, la película con que el catalán Ventura Pons ganó el primer premio del Festival de Mar del Plata de hace dos temporadas. El director de Actrices, Caricias y Amado/Amigo (entre varios títulos que se conocieron en distintas muestras en Buenos Aires) se toma su tiempo y, por momentos, se puede llegar a temer que el film se convierta en el muro de los lamentos. Pero no. Anita –soberbiamente interpretada por Rosa María Sardá, una figura frecuente en el cine de Ventura Pons– sigue frecuentando, por rutina, el solar donde estaba el Capri, le despiertan curiosidad los obreros que trabajan al sol donde hasta hacía poco no había más que penumbras y quiere la fatalidad que tenga un accidente, aparentemente sin consecuencias. Cae a un pozo profundo y tiene que ser rescatada por la pala de la máquina excavadora, “como Fay Wray en las garras de King Kong”, define ella con fervor cinéfilo. Ese brazo mecánico le pertenece a Antonio (José Coronado), un hombre parco, casado, más joven que Anita, pero que sin embargo le da a entender que la desea.
¿Por qué no?, parece decir la película, que se va volviendo vital sin ponerse ñoña. Anita, claro, no puede sino sentirse halagada por esa súbita, inesperada pasión que ha despertado. Sospecha que puede estar enamorada, pero teme que él solo la quiera “para follar”. Lo piensa un poco y descubre que eso también la hace feliz, porque al fin y al cabo ella también lo quiere para lo mismo. Después de todo, ese mismo fuego –se confirma en su conciencia cinéfila– era el que alimentaba a Greta Garbo en Reina Cristina, cuando pasaba cuatro días de fugaz intimidad con John Gilbert, aislados en una cabaña por la nieve. Esos amantes apenas conocían sus nombres y ésa es también la precaria situación que disfrutan Anita y Antonio, en el cobertizo de la obra, que les sirve de romántico refugio.
La película de Ventura Pons, inspirada en un relato de Lluis-Antón Baulenas, tiene la honestidad de no especular jamás con un final feliz, ni dramático, ni mucho menos trágico. No hay alegrías elementales, ni tampoco material para la lágrima fácil. Con la ayuda de una amiga y vecina (la estupenda María Barranco), Anita trata de sobrellevar de la mejor manera posible esa vuelta de campana que ha dado su vida y el film la acompaña en ese tránsito difícil, muchas veces con una bienvenida cuota de humor. Por momentos, la dramaturgia de Ventura Pons puede resultar un poco antigua, con el relato de la protagonista a través de una voz en off, o con esos “apartes” a cámara, que tienen una raíz evidentemente teatral. Pero a cambio, el film se va imponiendo paulatinamente por su sinceridad y su nobleza, que no son pocas.