ESPECTáCULOS
Un sueño impregnado por la revolución y el sexo
Los soñadores, el nuevo film de Bernardo Bertolucci, enlaza el Mayo francés con las obsesiones de un trío de jóvenes algo perverso, vehículo ideal para una París retratada con la pasión de un cinéfilo.
Por Luciano Monteagudo
Los legendarios levantamientos estudiantiles de Mayo del ’68, que hicieron tambalear el gobierno de Charles De Gaulle e impusieron la consigna la imaginación al poder, tuvieron un prólogo menos conocido pero no por ello menos apasionante. Tres meses antes, frente a la amenaza de despido de Henri Langlois, padre fundador de la Cinémathèque Française, un grupo de intelectuales, cinéfilos y realizadores –entre ellos Truffaut, Godard, Chabrol y Rivette, principales agitadores de la nouvelle vague– se lanzaron a la calle, llamaron a un estado de movilización, se enfrentaron a la policía y consiguieron torcerle el brazo al ministro de Cultura –André Malraux, nada menos– y devolver a Langlois a su puesto. Esos événements son los que Bernardo Bertolucci utiliza como punto de partida para Los soñadores, una evocación nostálgica de aquellos días de furia, amor libre y una utopía hecha al mismo tiempo de Mao, Janis Joplin y Buster Keaton.
“Sólo a los franceses se les ocurriría poner un cine en un palacio”, reflexiona Matthew (Michael Pitt), mientras atraviesa la sombra de la Torre Eiffel y se dirige al Palais Chaillot, sede aún hoy de la Cinémathèque. Cómo se ocupa de informarlo con su voz en off, Matthew tiene 20 años, es un estadounidense provinciano de San Diego llegado a París para estudiar francés, pero cautivado por el lenguaje del cine, que descifra cada noche en el santuario de Langlois. En las puertas del templo conoce a Isabelle (Eva Green) y Theo (Louis Garrel), en medio de las primeras protestas y movilizaciones, que tienen a Jean-Pierre Léaud –que actúa casi cuarenta años después el mismo papel que jugó en la vida real– como uno de sus principales sediciosos.
Isabelle y Theo son gemelos y tienen la misma edad de Matthew, pero parecen mucho más maduros y sofisticados. Hijos de un matrimonio bohemio, llevan una vida distendida y se dan aires de enfants terribles a la manera de los de Jean Cocteau, pero a su modo son tan inocentes como el ingenuo norteamericano. El guión de Gilbert Adair, basado en su propia novela (aparentemente mucho más osada que la película), insinúa una relación incestuosa entre Isabelle y Theo, quienes no tardan en adoptar a Matthew en su generoso departamento del Barrio Latino y sumarlo a sus juegos eróticos y cinéfilos.
Como ya lo hiciera en su film inmediatamente anterior, Cautivos del amor, Bertolucci vuelve a convertir la casa en un escenario privilegiado, un teatro clausurado en sí mismo al cual sólo llegan los ecos del mundo exterior. El tácito ménage à trois, más sugerido que consumado (aunque Bertolucci no se priva de los desnudos frontales que escandalizaban en tiempos de Novecento y ahora ya no deberían ofender a nadie), parece hablar de la circulación de un deseo insatisfecho, de la pulsión de los cuerpos y los espíritus de un momento histórico que se manifiesta en las calles, pero que también consigue expresarse puertas adentro, entre las sábanas.
Se diría, sin embargo, que lo más auténtico de Los soñadores –un film al que no le faltan notas falsas, empezando por el perfecto inglés en el que está hablada una película que hace de París una bandera– no está tanto en la ambientación de época, plena de detalles evocativos, ni en su desembozada celebración de la belleza de la juventud, sino en el espíritu cinéfilo que recorre todo el relato. Aprovechando las citas y desafíos que se impone el trío, muchas veces a la manera de juegos perversos, Bertolucci se permite un contrapunto con imágenes y sonidos del mejor patrimonio cinematográfico, desde la crisis de Shock Corridor de Samuel Fuller, que le sirve para ilustrar la pasión adolescente del grupo, hasta la famosa corrida por el Louvre de Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur en Bande à part, de Godard, que el trío se empeña en superar, pasando por momentos privilegiados del Freaks de Tod Browning o Blonde Venus y Reina Cristina, que evocan a Marlene Dietrich y Greta Garbo. Mimetizado con sus personajes, Bertolucci no se priva de ninguno de sus gustos. Y tampoco se arrepiente de nada, como sugiere en el final la voz ronca de Edith Piaf, entonando –como si fuera la conciencia del director– “Non, je ne regrette rien”.