ESPECTáCULOS
Yasujiro Ozu, reencuentro con un maestro del cine
Una retrospectiva en la Sala Lugones permite redescubrir los mejores films del genial director japonés, “el único que logró tornar sensibles el tiempo y el pensamiento”, según Deleuze.
“Ozu fue el único cineasta que logró tornar sensibles el tiempo y el pensamiento, volverlos visibles y sonoros.” La afirmación pertenece al filósofo francés Gilles Deleuze y el ciclo titulado Yasujiro Ozu: redescubrir a un maestro, que se realizará a partir de hoy y hasta el viernes 17 de septiembre, en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (avenida Corrientes 1530), no hace sino confirmarlo. Organizada por el Complejo Teatral de Buenos Aires y la Fundación Cinemateca Argentina, la muestra estará integrada por diez clásicos de uno de los grandes maestros del cine japonés, que fue también uno de los directores más influyentes de la historia del cine. A modo de epílogo, se exhibirá también Tokyo-Ga (1983), el film-homenaje que le dedicó el director alemán Wim Wenders.
Para Wenders, “las películas de Ozu, tan japonesas, son al mismo tiempo universales. He podido reconocer en ellas a todas las familias del mundo entero y también a mi propia familia. Para mí, el cine no ha estado nunca, ni antes ni después de Ozu, tan cerca de su destino y de su misión: ofrecer una imagen del hombre del siglo XX, una imagen útil, verdadera, en la que el ser humano no sólo pueda reconocerse sino ante todo que le permita aprender algo sobre su propio ser”.
La tardía difusión que el cine de Yasujiro Ozu (1903-1963) tuvo en Occidente se debe seguramente a la singularidad extrema de su obra, a la particular concepción estética de este realizador a quien sus propios compatriotas consideran como el más japonés de los directores japoneses. Según Donald Richie, todo un especialista en el tema, “Ozu está muy próximo a los maestros del sumi-e, el dibujo en tinta japonés, y a los maestros del haiku. Es a esta cualidad a la que se refieren los japoneses cuando hablan de su verdadero carácter japonés”.
Ozu ingresó a la industria cinematográfica como asistente de dirección y realizó su primera película en 1927, convirtiéndose al poco tiempo en uno de los más reconocidos y prolíficos cineastas de su país. Hasta mediados de la década del ’30, se mantuvo fiel al cine mudo y para cuando se rindió al avance del sonoro su obra ya tenía un perfil distintivo: su tema no era el del heroico pasado guerrero japonés, sino la contemplación de la vida cotidiana contemporánea, la lenta disgregación de la familia, el transcurso del tiempo. Para el crítico francés Alain Bergala (de los Cahiers du Cinéma), “si hoy es importante escribir sobre el cine de Ozu, no es causa de una moda pasajera, ni siquiera porque se trata, con toda evidencia, de un gran cineasta olvidado. Sino, en primer término, porque la obra de Ozu es de aquéllas cuyo descubrimiento, aunque tardío, nos obliga de alguna manera a repensar el cine”.
Un rasgo de estilo que ha caracterizado en sí mismo todo el cine de Ozu: su rigurosa e intransferible manera de colocar la cámara, siempre a la altura de una persona sentada sobre el tradicional tatami (esterilla). Como señala Donald Richie, “ya sea que la acción se desarrolle en exteriores o en interiores, la cámara de Ozu siempre está ubicada a menos de un metro del suelo y casi nunca se mueve. En sus últimos films, la cámara permanece casi invariablemente inmóvil y la única puntuación es el corte directo. Este punto de vista es un punto de vista de reposo. Es la actitud propia de quien escucha, observa, atiende. Es la misma posición con la que se observa el teatro Noh, la salida de la luna, la misma con la que se participa de la ceremonia del té o del sake. Es la actitud estética por excelencia: la actitud contemplativa”.
La retrospectiva se inicia hoy con He nacido pero... (1932), una película del período mudo, “típica de lo mejor de Ozu y el primero de sus grandes films”, según Richie. Mañana jueves va Historia de la hierba errante (1934): considerada otra de las cumbres del período mudo de Ozu y una de las películas favoritas del propio director, narra con una infinita melancolía el encuentro de un veterano actor de una compañía itinerante deteatro Kabuki con el hijo que dejó a su paso por una aldea y que desconoce la identidad de su padre. El viernes 3 se proyecta Primavera tardía (1949), uno de los mejores films de posguerra de Ozu. Lo que ocurre son sólo hechos ordinarios y cotidianos, pero desarrollados del modo más conmovedor.
Para el sábado 4 está programada Las hermanas Munekata (1950), con Kinuyo Tanaka e Hideo Takamine, dos de las mayores actrices del cine japonés, que aquí se ponen a disposición de Ozu para este delicado melodrama sobre el conflicto entre el nuevo y el viejo Japón. El domingo 5 y el lunes 6 se exhibe Comienzo de verano (1951): construido a partir de pequeñas anécdotas, este film es formalmente uno de los más ricos y complejos de Ozu y una obra que, al dar cuenta del paso del tiempo, tiene “un enorme poder emocional” (Donald Richie). El martes 7 va Una historia en Tokio (1953): si todo el cine de Ozu no tiene sino un único gran personaje, la familia japonesa, y un solo gran tema, su disolución, éste es entonces un film quintaesencial en la obra del maestro japonés.
El miércoles 8 se verá Buenos días (1959), una visión ácida del comienzo del consumismo en el Japón suburbano de los ’50. El jueves 9, La hierba errante (1959), remake de la versión muda y “el más hermoso visualmente de todos sus films”, según Richie. El martes 14, Otoño tardío (1960), una comedia de equívocos que se va volviendo una elegía sobre la fugacidad de la felicidad. Después de un hiato, el ciclo continúa el miércoles 15 con El sabor del sake (1962), la última película de Ozu, que es, a su manera, una suerte de testamento cinematográfico. Finalmente, el jueves 16 y el viernes 17 se proyecta Tokyo-Ga (1985), de Wim Wenders, que viaja a Tokio para ver si todavía puede encontrar en la ciudad las imágenes de su cineasta predilecto y, en su fracaso, ofrece un lúcido y descarnado homenaje a Ozu.