PSICOLOGíA › EN MEMORIA DE IGNACIO LEWKOWICZ, FALLECIDO ESTE MES
Muerte del historiador de lo subjetivo
Por Sergio Federovisky
Ignacio Lewkowicz era historiador. Ignacio Lewkowicz había devenido filósofo, si es que dicha categorización le cabe a quien piensa y describe la realidad con el propósito (marxista) de transformarla. Ignacio Lewkowicz se había proyectado como una suerte de epistemólogo del psicoanálisis y, como tal, escribía en Página/12, hablaba en diversos foros y argumentaba ante cuanto psicólogo encontrara. Ignacio Lewkowicz era, como oí decir a un encumbrado editor de libros, “uno de los que mejor encarnaban el nuevo pensamiento argentino”, aunque él mismo cuestionara la existencia de semejante categoría (Ignacio hubiera dudado acerca de si era nuevo, de si era argentino y, más aún, de si era pensamiento).
Pero Ignacio Lewkowicz era, antes que nada, Nacho, mi amigo.
Lo conocí en 1975 y en la cabecera de su cama todavía tenía un banderín de Boca. Pero, en 1976, eligió –y nunca cambió– hacerse de Huracán: aquel equipo de Ardiles y el Pulpo Scalise –sostenía– era mejor que el que salió campeón en el ’73. “Es mi afán de estar con los que no tienen nada”, le explicó delante de mí hace unas semanas a su hijo León (de cinco años) cuando le preguntó por qué eran del Globo.
Cuando su padre tenía 42 años murió dejándole a Nacho (no a Ignacio) un dolor que vi nacer, crecer y mantenerse. Un dolor que se tocaba. “Pensé que no iba a llegar a la edad de mi viejo”, me dijo la noche de su cumpleaños, el 16 de agosto pasado, en Los Inmortales. León dormía entre dos sillas y mi hijo Agustín observaba extasiado a ese personaje de barba que se describía como el mejor amigo de su padre. Su desafío adicional era atravesar los 42 esquivándole a la muerte.
“Va a estar en buenas manos.” Había entrado a mi casa y el regalo de cumpleaños que me traía era un reloj de péndulo que a su vez le había entregado su abuelo décadas atrás. Pregunté por qué ese regalo, por qué ese desprendimiento y aquélla fue la respuesta. Hace unos pocos días (cuando me dijeron por teléfono que él y su mujer Cristina habían muerto en un accidente en el Tigre, el 4 de este mes), entendí de qué se trataba.
Ignacio Lewkowicz había escrito varios libros: su obsesión era la subjetividad, la conciencia que una persona, una sociedad, una clase, tienen respecto de la realidad; la manera que tienen de asirla y –si pueden– transformarla. Estaba convencido de que a fines de 2001 este país cambió y, como se titula su libro póstumo editado por Paidós, los argentinos tenemos que Pensar sin Estado. Ignacio Lewkowicz era mordaz, brillante: pensaba que este mundo era una mierda no por escéptico sino porque tenía la certeza de que se podía hacer uno mejor.
Lo suyo era la ironía. Y fue irónico que un tipo que vivió flirteando con la muerte se muriera –sin buscarlo– cuando había encontrado las ganas de vivir. Y más irónico que no alcanzara a atravesar la edad de su padre (el muro que él necesitaba saltar) por culpa de una lancha que ni siquiera manejaba. Como si el destino –en el que no creo, ni él creía– quisiera dar prueba de su existencia.
Ignacio Lewkowicz quedará en sus libros, en sus escritos, en sus clases, en su hijito León, en sus grupos de estudio, en su pensamiento.
Pero Ignacio Lewkowicz ya no está. Conmigo se quedó Nacho.