Jueves, 2 de noviembre de 2006 | Hoy
PSICOLOGíA › EL PENSAMIENTO Y LA ACCION EN LA ARGENTINA
A partir de la captación de “una nostalgia, mitigada por el placer de la inteligencia”, referida a “una Edad de Oro en la que pensamiento y acción estaban casados”, el autor reexamina el lugar del pensamiento en la historia argentina.
Por NOE JITRIK *
Como tantas otras tentativas para sobrevivir y no dejarse aplastar por el achatamiento ambiental que, en cierto sentido, es un lugar común (porque convoca frases explicativas del tipo “globalización”, “muerte de las ideologías”, “fin de la historia”, “caída del muro”, “derrota”, “decadencia de la lectura”, “universo mediático” y otras), un grupo de psicoanalistas porteños había tomado desde hacía un tiempo, cuando me invitaron a participar (hablo de 1996), una iniciativa tendiente a discutir cuestiones relacionadas con su oficio, por cierto, pero en la perspectiva de un análisis de lo que podemos llamar la “crisis cultural”. El ingrediente o el deseo político de tal propuesta no estaba oculto y podía traducirse por los siguientes términos complementarios: cultura y política, política y psicoanálisis, compromiso y cultura, obsolescencia de ciertos lenguajes y nostalgia por lenguajes seguros, incomodidad respecto del presente y crítica del pasado, paradigmas en desuso y modelos de pensamiento ortodoxo, “qué hacer” y qué pensar, cómo pensar y cómo estar dentro del tiempo, memoria y acción, parálisis y cultura de consumo. Sobre eso se hablaba, casi siempre los sábados por la mañana, y las conversaciones eran honestas, es lo menos que puede decirse, a veces dramáticas, pero siempre muy locales; es difícil pensar que en otros lugares del mundo, igualmente en crisis, se promovieran y realizaran reuniones semejantes.
Después de mirarnos todos con cierta perplejidad y con la esperanza de que los otros, todos o alguno, trajeran una idea que se destacara del férreo corsé de los términos señalados, recorríamos todo un universo semántico, en el cual, curiosamente, lo que podía haber de científico provenía de los sociólogos, muy poco de la teoría psicoanalítica, casi nunca de la experiencia de la lengua y menos de la literatura. La literatura, como se comprueba casi a diario, goza de un estatuto privilegiado; no sirve para abordar, más que a título de ejemplo, los asuntos “serios” de la vida, de los cuales los términos enumerados antes son un ejemplo. Librados a la espontaneidad, los participantes dejaban salir sus preocupaciones, acaso en la atmósfera freudiana del “malestar”, tanto de la cultura como de los que intentaban comprenderlo; al tiempo, se decidió trabajar sobre textos y, para no caer en el lugar común de los seminarios, con su tufillo académico, se pensó que los participantes redactaran un escrito que, por su giro e intención sintética, permitiera un desarrollo. Se trataba, en todo caso, de ir un poco más lejos, aunque la tendencia a recuperar mediante evocaciones de pérdida era muy fuerte. Me pidieron que fuera el primero en entrar en el ruedo y lo hice. Acaso valga la pena recuperar los términos de mi resumen en función ya no de una discusión en particular, para un contexto restringido aunque de interés muy intenso, sino de una inmersión en determinados avatares del lugar común que, como se sospecha, es al mismo tiempo refugio y zona de desnudez: clamar por la pérdida alude a una dimensión trágica pero, también, supone una clausura respecto de una posibilidad de análisis. Lo que sigue es el texto y este prólogo sirve para comprender algunas referencias o el vuelo de pájaro con el que intento entrar en el asunto y no quedarme empantanado en él: política y cultura, discursos vencidos y discursos posibles, condiciones para una discursividad posible.
1. El horario en el que se llevan a cabo las reuniones puede tener algo que ver con las sensaciones que quedan después que terminan. Así, un sábado por la mañana, en una buena sala de un buen hotel, luego de las sinceras catarsis que se producen evocando lo que se quiso y no se pudo lograr, o de las propuestas implacables, sobre las 13 o las 13.30, al retirarnos, lo que aparece, no siempre con placer aunque por lo general con alivio, es la promesa del “merecido descanso”: dónde y qué comeremos, con quién, cómo se va a desenvolver la larga tarde que llega, por suerte, para contener las fatigas acumuladas en una semana de trabajos, de frustraciones o de intensidades.
2. La sincera catarsis, o la propuesta implacable, entran, a la salida, en la calle, al cabo de la cual reside la seguridad, en una suerte de útero protector, virtual, y allí, protegidas, favorecen la gestación, casi siempre, de una figura que tiende a resolver o a disolver los conflictos exhibidos durante la intensa reunión. O por lo menos a posponerlos... hasta la próxima. En suma, todo vuelve al orden de lo previsible, otra vez caminando por la ciudad, otra vez el narcisismo de los gestos elegantes apenas se apagan los ecos de la apasionada e inteligente conversación.
3. En la aceptación de este ritmo –reunión, calle, reunión– hay algo de nostalgia, se lo acepta con un poco de pena, mitigada por el placer de la inteligencia. Pero nostalgia de qué. ¿Qué es lo que ya no tenemos y que en la reunión apareció como ausencia? Para algunos, la ausencia, lo perdido, provoca, durante la reunión, fastidio, o violencia, o sentimientos de culpa, o decisiones, o bien una marejada de reflexiones. El choque entre estas respuestas enciende la discusión: todas son presentadas como el producto legítimo de una elaboración que se pretende consciente, bien fundada, apoyada muchas veces en prestigiosos textos, en “autores” que han asumido la responsabilidad de examinar adónde se encamina este mundo, del cual lo que motiva la reunión es sólo una parte, pero inescindible. Queda, siempre, lo perdido, fantasma de algo que pudo ser y no fue. ¿O acaso ni siquiera pudo ser y algunos imaginaron que podía ser? ¿No será el deseo de algo que nunca podrá llegar a ser?
4. Sin embargo, el deseo tiene forma y lo que se perdió puede muy bien ser la ocasión, por ejemplo, de un heroísmo por otra parte nunca concretado. Otra vez las preguntas; ¿de qué heroísmo se trata? O, mejor dicho, ¿sobre qué telón de fondo se puede entender la ilusión de un heroísmo, cualquiera sea? Tal vez, es una conjetura, tal heroísmo surgió del matrimonio eternamente mal avenido, quizá nunca consumado, entre pensamiento y acción. Y el sentimiento de pérdida, ¿no será algo así como el reflejo de una evocación, la de una Edad de Oro en la que pensamiento y acción estaban casados ante Dios y ante la Ley?
5. Como todas, dicha Edad de Oro no existió; nunca, en la Argentina al menos, los intelectuales, depositarios presuntos del pensamiento, fueron convocados por los representantes de la acción, y no porque no los necesitaran o no los quisieran; los querían pero siempre que no dejaran trasuntar ni el mínimo orgullo por el poder que podría surgir del pensamiento, los querían siempre que ellos mismos admitieran su subordinación a la acción, entendida como se la entendiera. Ese es el drama de José Hernández o el de Lugones, pero no son los únicos; durante el peronismo este comportamiento histórico se estabilizó, hasta tal punto que los intelectuales no se consideraban tales si no se sentían, por adhesión o por rechazo, interrogados o aun sometidos por la acción, entendida como se la entendiera.
6. ¿Estamos inventándonos entonces la Edad de Oro para llorar su pérdida? En parte sí, y con argumentos fuertes; uno de ellos puede ser algo así como esto: puesto que determinadas ideas o filosofías o concepciones se filtraron en el instrumental discursivo político, muchos intelectuales, que las sostenían o las habían sostenido siempre (caso de los forjistas, por ejemplo, en relación con el peronismo), creyeron que estaban verdaderamente actuando, no distinguían entre el pensamiento a producir y el empleo del pensamiento ya producido. Otro, más dramático: como en cierto momento, la década del ’70, los esquemas de acción parecían estar ordenados por dos férreas lógicas, la de la necesidad de un cambio y la de los modos de obtenerlo, muchos intelectuales creyeron que había llegado el momento de fundirse con la acción que se proponía, para lo cual era menester suspender lo propio de la otra lógica, la del pensamiento.
7. En cada caso, la forma que adquiere la Edad de Oro es diversa; en el primero, asume la ideología de la “influencia” o incidencia: el político es un imbécil con carisma y el intelectual convocado le “dicta” lo que tiene que pensar; cerebro o monje gris, poder detrás del trono, la ilusión dura lo que duran ciertos gobiernos ilustrados o semiilustrados y es destruida brutalmente por los gobiernos autoritarios que reponen las relaciones de manera ortodoxa: no rechazan a los intelectuales, pero los admiten como justificadores, como racionalizadores, como, en el mejor de los casos, funcionales. En el segundo, como todo se dispersa, también se dispersa la posibilidad de entrar en los esquemas de acción guiados por esas dos lógicas a cuya obediencia se sacrificaron tantas vidas.
8. De este modo, la nostalgia de lo perdido se nutre de dos fuerzas simultáneamente, una tradicional y otra utópica: por un lado no se puede influir sobre la acción desde la sombra o el eficaz y bien recompensado consejo; por el otro, no se puede llegar a la acción misma porque no existe en el sentido que tenía en la década del ’70 o está en manos de otros, que no necesitan reforzarla con intelectuales por dos razones que parecen fuertes: una, porque las estructuras políticas se han convertido en aparatos que se bastan a sí mismos para los fines que se proponen y, dos, porque las ideas que justifican una acción política están al alcance de cualquiera que tiene a su disposición un aparato político, la puede leer en los libros, existen resúmenes eficaces en cantidad suficiente como para armar eso que se llama un programa.
9. Hay otro argumento importante para considerar la Edad de Oro: el argumento ético. El intelectual tiene responsabilidades frente al malestar social, eso es indiscutible; ciertos aparatos de pensamiento formularon una canalización o una formalización de esa responsabilidad, por ejemplo la teoría del compromiso ligando sin discrepancia un pensamiento previo, una acción posible y una satisfacción moral; ser, por ejemplo, escritor o algo semejante y estar afiliado al Partido Comunista o al Movimiento Nacional, pueden ser modelos de una responsabilidad. En los momentos iniciales esa ecuación podía ser muy productiva pero, con el tiempo, se coaguló en un mecanismo bastante tranquilizador: la adhesión. Ahora, como es obvio, no es fácil adherir, por mejor formuladas que sean las causas. Adherir puede ser considerado, inclusive, una coartada para no asumir un compromiso más difícil cada día, dadas las condiciones. La generalizada disociación crítica que existe, fácilmente verificable, lleva a mirar con desconfianza las estructuras pero, además, a apoyarlas de manera a todas luces contradictoria, pese a que no faltan formulaciones más acordes con lo que podría justificar una adhesión plena o al menos un apoyo racionalmente fundado. Los preocupados por el argumento ético suelen actuar del mismo modo que el pueblo mismo que, aunque sin planteárselo, apoya electoralmente a quienes critica, pese a que los ubica como los autores de su desgracia.
10. Sería bueno, entonces, retomar los términos originales de la oposición, pensamiento y acción, y reconsiderar sus campos semánticos en el entendido de que se busca honradamente romper en cada uno dicha oposición o disociación para hallar un campo en el cual las responsabilidades que serían propias de un tipo particular de práctica pudieran ser asumidas fuera de la opresión que ejerce la mala conciencia y la vaga estéril nostalgia de una pérdida.
11. Se abriría, por lo tanto, cierto programa de trabajo. Pensamiento y acción parecen, desde que lo enunció tal vez por vez primera Marx, recíprocos y necesarios, en sólida interacción. Sin embargo, acción fue, de entrada, el campo o el dominio de cierto modo de legitimidad: sinónimo de verdadera realidad, de verdadera vida, era, para muchos, el sustantivo por excelencia, la suma de las prácticas o, mejor aún, la mediación de todas las prácticas: ¿cómo entender el concepto si no? Pensamiento, a su turno, en la oposición fue concebido como separado, aislado, encerrado, desde la fractura cartesiana, en la esfera del “en sí”: si pensar es existir, no es necesariamente vivir. En el enfrentamiento, el pensamiento no podía sino perder la partida, no ya para los activos o actores, sino aun para los pensadores: colocada la acción en el sitial de la verdadera vida, al pensamiento no le fue quedando, en principio, más que comprenderla –es lo que se le pedía cuando se fundó la filosofía– y, luego, poco a poco, subordinarse a ella, acompañarla de múltiples maneras: llenándola de razones, poniendo en ella un pleno de sentido que la despojaba a ella misma. El pensamiento devino el traductor de la inefabilidad de la acción y, de ahí, su reducción funcional o funcionalista. Y, de ahí, todos los problemas que se derivan de estas posiciones.
12. Quizá se puede alterar ese rígido y vulgar esquema si se consideran otros modos, menos racionalistas, de entender ambos términos. Por de pronto, pareciera que el racionalismo entiende que todo lo que no sea acción es contemplación y no admite que aun la contemplación, en tanto puede ser un vehículo del conocimiento, constituye un modo de la acción. Para admitirlo debería admitir, además, que la idea de “acción” es equivalente a la de poiesis, tiene un alcance genérico, supone un “hacer” que, en los objetos diversos sobre los que se ejerce, obtiene o espera obtener determinados resultados, que le son propios pero que no están separados de una teleología general. Sobre este concepto se erige el de “práctica” que incluye todos los niveles de la realidad y de la vida y no los clasifica de acuerdo a si es verdadera o no. Por lo tanto, lo que entra en el orden del pensamiento es también una práctica a cuyos alcances hay que atender respetándolos y no exigiéndole que renuncie a ella misma para entrar en la esfera de lo que sería lo propio de otras prácticas.
* Este trabajo será publicado en la revista Psicoanálisis y el Hospital, Nº 30, “Paternidad y filiación”, de próxima aparición.
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